El escritor bogotano Mario Mendoza, de 45 años, publicó el pasado mes de abril su séptima novela, Buda Blues. “Quizás es mi novela de mayor choque, de mayor fuerza”, dijo Mendoza en una entrevista reciente. “Un desgarrador aullido contra la sociedad y la especie, contra la desigualdad y la brutalidad, contra el capitalismo y sus vergüenzas, contra el American way of life, contra las convenciones”, dice la contracarátula de la novela. Sin ambigüedades, de frente, Mendoza ha expresado su propósito de hacer crítica social, de darle a su narrativa un contenido político, de combatir, desde la escritura, “el centro, la oficialidad y el interior del establecimiento”.
Intrigado (e instigado al mismo tiempo) por las opiniones políticas de Mendoza, decidí leer la novela. Me encontré de inmediato con una total falta de ironía, de humor, de escepticismo. El autor no logra separarse, diferenciarse de las opiniones (muchas veces absurdas) de los protagonistas. Uno de ellos es un profesor de sociología que un día cualquiera recibe una notificación de Medicina Legal conminándolo a dirigirse a la morgue con el fin de reconocer el cadáver de Rafael, un tío del que nada sabía hacía ya mucho tiempo. Rafael, un erudito insatisfecho, pasó los últimos días de una vida misteriosa en un inquilinato, rodeado de miles y miles de libros en varios idiomas, anotados todos en el lenguaje original.
Rafael condensó la totalidad de su erudición, de sus miles de lecturas en muchos idiomas, en un documento de cuarenta páginas que, vaya ironía, parece una muestra típica de marxismo de bachillerato: “las telenovelas, los seriados televisivos, los noticieros de radio que siempre mienten…, el concepto de belleza anoréxico y famélico…, el consumismo aberrante, el arribismo, la xenofobia creciente…, todo está perfectamente armado para que cada uno de nosotros caiga en la trampa y empiece a comportarse como los otros, a pensar lo mismo, a sentir lo mismo, a soñar lo mismo”. El profesor de sociología, supuestamente entrenado para apreciar los matices, queda inmediatamente descrestado con la perorata de su tío. Ciego ante la ironía, no se da cuenta del absurdo, de la erudición convertida en lugar común, de la literatura transmutada en un panfleto adolescente, y termina repitiendo el mismo discurso infantil y buscando refugio en el budismo zen.
La falta de ironía aqueja al tío, al sobrino y al autor, quien nunca trata de separarse del disparate. El novelista Juan Gabriel Vásquez ya había notado la carencia de ironía en los foristas que diariamente intercambian insultos en la prensa colombiana. Pero el mismo problema aqueja a muchos de nuestros escritores e intelectuales, que parecen haber perdido el sentido del humor, la capacidad de dudar de sus propias convicciones. Resulta representativo que, en la novela de Mendoza, la literatura universal sirva no para apreciar los matices, para entender la complejidad del mundo, sino para todo lo contrario, para alimentar una ideología gastada: “todos somos piñones de una gigantesca maquinaria”.
Buda Blues contiene, creo yo, una gran lección. La falta de ironía produce mala crítica social y mala literatura. “Fundaremos una religión donde abandonaremos el yo para unirnos a los otros en un gran abrazo musical”, dice uno de los protagonistas al final de la novela. Y este desvarío se debe, supone uno, a la falta de humor y a la intoxicación ideológica.