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16 mayo, 2009

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Seguridad sin plata

La financiacipon de la política de seguridad democrática ha suscitado un debate intenso y a veces confuso. Inicialmente el banquero Luis Carlos Sarmiento llamó la atención sobre la necesidad de contar con una fuente permanente de ingresos que sustituya el impuesto al patrimonio. “Todos debemos pagar por la seguridad”, dijo. Seguidamente el presidente Uribe reiteró la importancia de “una renta permanente para seguir financiando la seguridad y poder derrotar todas las raíces del terrorismo, de la violencia, en nuestro país”. Los alcaldes de las principales ciudades del país apoyaron la iniciativa presidencial, pero pidieron una recomposición del gasto militar. Más que soldados en la selva, insinuaron, necesitamos policías en las calles.

El debate de marras tiene dos partes. La primera concierne al tamaño del gasto militar. O más específicamente, a la ausencia de una explicación precisa sobre las necesidades de gasto del Ministerio de Defensa. “¿Dónde está la demostración presupuestal de que esto efectivamente se necesita?”, preguntó esta semana el ex ministro Juan Camilo Restrepo. Pero más allá de las dudas y de la falta de claridad del Gobierno, es improbable que el gasto militar disminuya sustancialmente durante los próximos años. Si acaso, deberíamos esperar una recomposición del gasto, un mayor énfasis en la seguridad ciudadana. Pero no una reducción significativa de los montos reales. En suma, el gasto militar se mantendrá seguramente en los niveles actuales, en los 14 y tantos billones de pesos anuales.

La segunda parte del debate es más compleja. Tiene que ver con el equilibrio de las cuentas fiscales. El tema de fondo no es cómo sustituir el impuesto al patrimonio, sino cómo llenar el previsible hueco fiscal. En esencia, el presidente Uribe está reconociendo, así sea de manera indirecta, la existencia de un desequilibrio en las cuentas públicas más allá del año 2010. Su tercer período podría empezar en rojo, con un faltante presupuestal que requiere, por definición, un recorte de gastos o un aumento de impuestos.

Si aceptamos —como lo ha hecho el presidente Uribe— que las cuentas futuras no cuadran, que falta plata o sobran gastos, surgen de inmediato varias preguntas. ¿Cómo justificar, por ejemplo, los pactos de estabilidad tributaria (que eximen a los firmantes del pago de nuevos impuestos) cuando el mismo Gobierno reconoce que no ha alcanzado la estabilidad fiscal? Uno no debería atarse las manos, dice el sentido común, cuando sabe o sospecha que tendrá que nadar para no ahogarse. ¿Cómo justificar las generosas exenciones (en particular los cuantiosos descuentos a la inversión) cuando el mismo Presidente reconoce la necesidad de más o mayores rentas? Uno no debería, dice también el sentido común, regalar lo que no tiene.

En últimas, este debate sugiere que la seguridad democrática (basada en un aumento permanente del gasto militar) es incompatible con la confianza inversionista (basada en un incremento sustancial y permanente de las exenciones tributarias). Ya el presidente George W. Bush intentó algo parecido. Decidió, hace unos años, regalar impuestos en medio de una guerra muy costosa. Los resultados fueron desastrosos. Ahora el presidente Uribe está haciendo lo mismo. Y los resultados, esperaría uno, no tendrían por qué ser diferentes.