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abril 2009

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La riqueza estúpida

Hace ya casi un siglo, el economista austriaco Joseph A. Schumpeter llamó la atención sobre la importancia de los empresarios, de aquellos que combinan la creatividad y la enjundia, y triunfan a pesar de los caprichos de la burocracia y la interferencia del Estado. Los empresarios schumpeterianos son héroes insatisfechos, rebeldes con causa que amasan grandes fortunas por cuenta de su creatividad. Su riqueza produce alguna desazón (la envidia instintiva de la especie) pero no genera un resentimiento generalizado pues la mayoría la considera una recompensa natural a unas habilidades extraordinarias.

Pero no todos los empresarios se ajustan al mito schumpeteriano. Todos buscan multiplicar su riqueza pero algunos lo hacen ya no explotando unas habilidades extraordinarias sino unos privilegios excepcionales. En muchos países, la enjundia innovadora deja de ser determinante y las buenas conexiones se vuelven fundamentales. Las decisiones púbicas (un arancel que se decreta, un monopolio que se concede, un contrato que se otorga, etc.) se convierten, entonces, en las causas primordiales del enriquecimiento, y la mayoría comienza, con razón, a sospechar de la riqueza, a percibirla como ilegitima o, en el mejor de los casos, como inmerecida.

Cuando el Estado adquiere un papel preponderante en la determinación del éxito económico, la gente intuye que el juego está arreglado de antemano, que la riqueza poco tiene que ver con las habilidades de los individuos y que el mito shumpeteriano del empresario heroico es en últimas una falsedad. El sistema pierde, entonces, legitimidad, con consecuencias potencialmente desastrosas. El populismo, por ejemplo, siempre ha florecido en los sistemas desprestigiados, percibidos mayoritariamente como injustos. “El gobierno —escribió hace un tiempo la revista inglesa The Economist—debe ser el árbitro, el contrapeso de los intereses privados. Si permite o estimula que las compañías privadas o los individuos adinerados lo manipulen, corre el riesgo de estirar la confianza en la democracia hasta el punto de rompimiento”.

En Colombia, la llamada Confianza Inversionista, basada en buena medida en el otorgamiento de privilegios, de favores y ayudas estatales, ha aumentado el poder discrecional del Estado. El escándalo de estos días, que involucra a los hijos del Presidente de la República, pone de presente los problemas que surgen cuando los empresarios nacen, crecen y se reproducen a la sombra del Estado. Probablemente miles de personas se han enriquecido en los últimos años por cuenta de decisiones burocráticas. Paradójicamente la Confianza Inversionista podría terminar menoscabado la confianza en la democracia y la credibilidad de las instituciones. “Nada corrompe más la sociedad que la desconexión entre el esfuerzo y la retribución” dijo Keynes hace ya muchos años.

No toda la riqueza genera resentimiento. “Los pobres sólo odian la riqueza estúpida” escribió Nicolás Gómez Dávila con evidente crudeza. La esencia de todo este escándalo, más allá de los personajes y los apellidos, es que las políticas económicas en Colombia promueven, cada vez con mayor fuerza, la acumulación de riqueza estúpida.

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Diatriba

Esta semana tuvo lugar en el recinto del Congreso de la República un foro sobre asuntos económicos. Varios académicos fuimos invitados a exponer nuestras opiniones sobre las repercusiones de la crisis internacional. Muchos de los participantes hicimos énfasis en el tema del empleo. Mostramos, por ejemplo, que la ocupación crece lentamente en los buenos tiempos y decrece rápidamente en los malos. Y señalamos la necesidad de una reforma de fondo que disminuya los impuestos al trabajo y elimine las exenciones a la inversión, esto es, una reforma que corrija el ostensible sesgo antiempleo de nuestro sistema tributario.

El ministro de la Protección Social, Diego Palacio, fue el encargado de responder a las críticas aludidas y de explicar la política de empleo. Inicialmente el Ministro felicitó con algo de pomposidad a los organizadores del foro. Luego mencionó, en su orden, la importancia de la Seguridad Democrática y la confianza inversionista, el desacreditado plan de choque de 55 billones y una anécdota insulsa sobre los call centers de Manizales. Finalmente señaló que las entidades territoriales comparten con el Gobierno Nacional la responsabilidad en el tema del empleo. El Ministro no respondió las críticas. No intentó siquiera una descripción superficial de una política coherente. Se dedicó en esencia a la recitación inercial de lugares comunes y eslóganes insustanciales.

La actitud del ministro Palacio sugiere no tanto el desconocimiento como el desinterés por los asuntos en cuestión. Yo no hablaría de ignorancia, sino de una mediocridad desafiante, de la desfachatez de quien no sabe y no le importa. No es la ignorancia ignorante de sí misma la que caracteriza al ministro Palacio: es la ignorancia vanidosa, apoltronada cómodamente en la arrogancia de las mayorías. La administración pública es una tarea compleja, llena de dificultades. Y por lo tanto no siempre la sapiencia de un ministro redunda en mejores decisiones. Pero los buenos ministros enaltecen la democracia, mejoran la calidad del debate, no necesariamente hacen las discusiones más productivas, pero sí más interesantes. Los malos ministros, por el contrario, degradan la democracia, anulan la controversia a punta de evasivas y lugares comunes.

Al final de su intervención, el ministro Palacio utilizó un argumento representativo de su talante. Muchos economistas que critican la política de empleo, dijo, jamás han creado un solo puesto de trabajo en sus vidas. Esta exaltación del empirismo vulgar revela el desprecio del Ministro por el conocimiento, por quienes han dedicado tiempo y esfuerzo a estudiar las complejidades del empleo y la política social. Llevado a un extremo, este argumento implica que el estudio de la economía es innecesario, que toda una tradición intelectual puede rechazarse sin mayor discusión, con el único argumento de que sus creadores no tuvieron la supuesta experiencia iluminadora de pagar una nómina. El pragmatismo barato, uno sospecha, sirve en este caso para disfrazar el desconocimiento y la inseguridad intelectual.

El problema del empleo es el mayor problema de la economía colombiana. Pero el ministro Palacio, el responsable del asunto, no parece interesado en el fondo del problema. Como se demostró esta semana, habla simplemente por hablar y saborea su ignorancia con un desenfado que resulta francamente ofensivo.

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Regionalismo rancio

El regionalismo ha vuelto a ser un tema frecuente de debate. Comienza a ser discutido por opinadores profesionales y aficionados. Y será probablemente uno de los temas centrales de la próxima campaña presidencial. Después de dos períodos de un Presidente manifiestamente antioqueño, dado a la teatralidad regional, muchos colombianos piensan que llegó la hora de cambiar de acento, de elegir un mandatario de otros orígenes, que compense por los ya muchos años de exhibicionismo antioqueño. La política, sobra decirlo, no sólo debe renovar el fondo, sino también la forma.

El renacer del regionalismo tiene un aspecto positivo. Promueve muchos debates urgentes que han sido olvidados en medio de la rutina de la violencia. Después de casi dos décadas de esfuerzos frustrados, el país no cuenta con una ley orgánica de ordenamiento territorial. La descentralización no ha logrado reducir las desigualdades regionales. La brecha entre unas cuantas ciudades y el resto del país ha crecido sistemáticamente. Las regalías no han sido un factor de desarrollo regional. Por el contrario, han sido muchas veces un factor generador de violencia y atraso. Los departamentos han perdido buena parte de su razón de ser. Muchos se han transformado en simples administradores de hospitales quebrados. En suma, los asuntos regionales merecen la centralidad que no han tenido durante los últimos años.

Algunos comentaristas confunden lo regional con el regionalismo. La semana pasada, en este mismo diario, Felipe Zuleta combinó los temas regionales de fondo con un regionalismo anticuado. Zuleta denunció las grandes inversiones del Gobierno Nacional en la ciudad de Medellín y sus alrededores. Pero no lo hizo de cualquier modo. Su denuncia contenía una referencia explícita a los “cachacos de fina estirpe”, los “nuestros”, tan distintos de los otros, los de “poncho y carriel”. “No hay la menor posibilidad que un paisa mire —como no sea para pedir votos— otra región distinta a Antioquia”, escribió Zuleta.

Zuleta había hecho varios comentarios similares en el pasado. El columnista recurre repetidamente a una caricatura eficaz, a la oposición entre bogotanos y antioqueños que fascinó a los científicos sociales hace varias décadas pero que perdió hace ya mucho tiempo cualquier validez. A comienzos de los años sesenta, el economista gringo Everett E. Hagen hizo una descripción concreta de uno de los estereotipos regionales que afloran con frecuencia en las opiniones de Zuleta. La élite terrateniente de Bogotá, escribió Hagen, “miraba con condescendencia a los antioqueños, porque para explotar las minas de su región encontraron necesario tener que trabajar con sus propias manos”. “Tenían tierra plana y rica y se burlaban (de los otros) porque su riqueza les permitía disfrutar la ociosidad”.

El regionalismo anula el debate urgente sobre lo regional. Es casi un anacronismo. Pertenece a una época previa a la aparición de un mercado nacional y de una clase profesional movible, sin grandes apegos regionales. Bogotá se ha convertido en un espacio de encuentro de todas las regiones, en la proverbial olla mezcladora de Colombia. En Bogotá, uno encuentra de todo, gentes de todo tipo menos “cachacos de fina estirpe”. Mucho ha cambiado en este país. Lástima que Zuleta no se haya dado cuenta.

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Democracias iliberales

Por mucho tiempo, los analistas políticos supusieron que la ampliación de los derechos políticos constituía un complemento natural a las libertades individuales, que la democracia y la libertad se reforzaban mutuamente en una suerte de círculo virtuoso. Pero la historia reciente, como lo ha señalado, entre otros, Fareed Zakaria, sugiere lo contrario, que la democracia puede ser una amenaza a las libertades civiles. “Regímenes elegidos democráticamente —escribe Zakaria—, especialmente aquellos reelectos o reafirmados mediante referendos, irrespetan de manera rutinaria los límites constitucionales y despojan a sus ciudadanos de sus derechos básicos y sus libertades primordiales”.

Las democracias iliberales abarcan casi medio planeta. En Rusia, Uzbekistán, Nigeria, Kenia y Zimbawe, líderes autoritarios usan las elecciones para ampliar o mantener el poder. “Solo los dictadores más paranoicos evitan hoy en día las elecciones”, escribió recientemente el economista Paul Collier. Hugo Chávez ha utilizado su última victoria electoral (una entre tantas) para consolidar su poder, ya casi absoluto. No contento con la supresión de los controles horizontales (el Congreso y las Cortes), ha procedido a la usurpación de los controles verticales (los gobiernos locales y el sector privado) y al encarcelamiento arbitrario de sus opositores. Todo en nombre de la democracia y de la voluntad popular.

“No es el plebiscito de masas —ha escrito Zakaria— sino el juez imparcial el que caracteriza el Estado moderno”. En Venezuela, el ex ministro de Defensa Raúl Isaías Baduel y el ex candidato presidencial Manuel Rosales, ambos líderes de la oposición, han sido acusados arbitrariamente por una autoridad judicial que es, en el mejor de los casos, un instrumento político del Gobierno. La vulnerabilidad de los ciudadanos ante las arbitrariedades de un gobierno sin límites, dispuesto a hacerlo todo con el fin de multiplicar su poder, parece disminuir con cada evento electoral. Las elecciones sirven de acicate, aumentan el apetito de un gobernante ya de por sí insaciable. En suma, a más elecciones, menos libertad.

El camino hacia la disminución de las libertades es conocido. Comienza con la pretensión (retórica o genuina) de darle continuidad a unas políticas populares o de consolidar un proyecto político ambicioso. Pero con el tiempo las intenciones iniciales se olvidan. La acumulación de poder se convierte en el único fin del Gobierno. Y las elecciones, en el medio propicio para alcanzarlo. Los votos, que en teoría deberían controlar los abusos de poder, sirven en la práctica de excusa para justificar los excesos, la violación de las libertades. La historia ha sido igual en todas partes: en Perú con Fujimori, en Rusia con Putin, en Venezuela con Chávez, etc.

Y por supuesto, la historia no debería ser distinta en Colombia. La sociedad colombiana parece dispuesta a recorrer un camino ya trasegado que lleva a un destino ya conocido, al abuso del poder y a la mengua de las libertades individuales. El resultado final está casi preordenado. En las democracias iliberales, como dice el mismo Zakaria, el ganador se queda con todo, con los votos y con lo demás.