El renacer del regionalismo tiene un aspecto positivo. Promueve muchos debates urgentes que han sido olvidados en medio de la rutina de la violencia. Después de casi dos décadas de esfuerzos frustrados, el país no cuenta con una ley orgánica de ordenamiento territorial. La descentralización no ha logrado reducir las desigualdades regionales. La brecha entre unas cuantas ciudades y el resto del país ha crecido sistemáticamente. Las regalías no han sido un factor de desarrollo regional. Por el contrario, han sido muchas veces un factor generador de violencia y atraso. Los departamentos han perdido buena parte de su razón de ser. Muchos se han transformado en simples administradores de hospitales quebrados. En suma, los asuntos regionales merecen la centralidad que no han tenido durante los últimos años.
Algunos comentaristas confunden lo regional con el regionalismo. La semana pasada, en este mismo diario, Felipe Zuleta combinó los temas regionales de fondo con un regionalismo anticuado. Zuleta denunció las grandes inversiones del Gobierno Nacional en la ciudad de Medellín y sus alrededores. Pero no lo hizo de cualquier modo. Su denuncia contenía una referencia explícita a los “cachacos de fina estirpe”, los “nuestros”, tan distintos de los otros, los de “poncho y carriel”. “No hay la menor posibilidad que un paisa mire —como no sea para pedir votos— otra región distinta a Antioquia”, escribió Zuleta.
Zuleta había hecho varios comentarios similares en el pasado. El columnista recurre repetidamente a una caricatura eficaz, a la oposición entre bogotanos y antioqueños que fascinó a los científicos sociales hace varias décadas pero que perdió hace ya mucho tiempo cualquier validez. A comienzos de los años sesenta, el economista gringo Everett E. Hagen hizo una descripción concreta de uno de los estereotipos regionales que afloran con frecuencia en las opiniones de Zuleta. La élite terrateniente de Bogotá, escribió Hagen, “miraba con condescendencia a los antioqueños, porque para explotar las minas de su región encontraron necesario tener que trabajar con sus propias manos”. “Tenían tierra plana y rica y se burlaban (de los otros) porque su riqueza les permitía disfrutar la ociosidad”.
El regionalismo anula el debate urgente sobre lo regional. Es casi un anacronismo. Pertenece a una época previa a la aparición de un mercado nacional y de una clase profesional movible, sin grandes apegos regionales. Bogotá se ha convertido en un espacio de encuentro de todas las regiones, en la proverbial olla mezcladora de Colombia. En Bogotá, uno encuentra de todo, gentes de todo tipo menos “cachacos de fina estirpe”. Mucho ha cambiado en este país. Lástima que Zuleta no se haya dado cuenta.