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28 diciembre, 2008

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Mentiras

El hombre es un animal que dice mentiras. Y que cree en las mentiras, tanto en las propias como en las ajenas. “Después del invento de las gafas detectoras de mentiras vino el derrumbe de la civilización”, pronostica uno de mis cuentos breves favoritos. Y no podría ser de otra manera. El castillo de alianzas y componendas, de maquinaciones y manipulaciones, se derrumbaría irremediablemente sin el cemento providencial de las mentiras. Las estratagemas del príncipe perderían su poder. Las instituciones públicas y privadas se quedarían sin sustento. En suma, el equilibrio precario de la civilización depende de la oferta y demanda de mentiras, de los manipuladores y los manipulables.
Pero hoy no quiero hablar de la macroeconomía de las mentiras (ya habrá tiempo para ello) sino de la microeconomía de la falsedad. El ser humano es un consumidor de mentiras, de espejismos, de promesas falsas, de ilusiones etéreas. Los estafados en las pirámides siguen creyendo, con la fe ciega de la especie, en las promesas imposibles de los estafadores. Los votantes reniegan de las promesas de los políticos pero, cada elección, con increíble inocencia, renuevan su credulidad. La demanda por mentiras crea su propia oferta de estafadores y culebreros.

Pero el comercio de mentiras también ocurre al interior de cada quien. Los seres humanos somos especialistas en mentirnos a nosotros mismos. La razón fabrica las mentiras pero no las detecta. En las postrimerías de un nuevo año, con la esperanza de un nuevo comienzo, muchos hacemos promesas, elaboramos planes, trazamos proyectos, etc. Y por supuesto nos creemos el cuento. No nos damos cuenta de que, llegado el momento, los proyectos imaginados lucirán menos atractivos y los propósitos de Fin de año se convertirán, consecuentemente, en una mentira más.

«El hombre planea y Dios se ríe”, dice un proverbio judío. Planear, al fin de cuentas, es fácil. Lo difícil es ejecutar los planes. Cuando planeamos somos racionales, sopesamos sabiamente los costos presentes y los beneficios futuros. Pero cuando ejecutamos lo planeado, somos impacientes, impulsivos, gastamos, comemos o bebemos más de la cuenta. Y para tranquilizar nuestra conciencia, mentimos nuevamente, volvemos a hacer propósitos irrealizables. “El hombre ejecuta y el diablo disfruta”. El ejecutor no sólo contradice al planeador; también lo utiliza convenientemente para paliar sus desvaríos. Los planes, sobra decirlo, son poco más que mecanismos de defensa.

Los monos tamarin, habitantes de la selva amazónica, son incapaces, en experimentos controlados, de esperar ocho segundos para triplicar el tamaño del premio, de la ración de frutas ofrecida estratégicamente por el experimentador. Los tamarin son presa fácil de sus impulsos de corto plazo. Viven irremediablemente en el presente, en un mundo sin planes, sin mentiras terapéuticas, sin mecanismos de defensa. Son una especie triste que todavía no ha aprendido, para su desgracia, a mentirse a sí misma, a paliar la infelicidad del mundo con el expediente providencial del autoengaño.