Los cambios más obvios tienen que ver con el consumo. Los centros comerciales todavía congregan a millones de personas atraídas por los artificios luminosos de la temporada. Hace unos días, un consumidor gringo murió aplastado, como cualquier peregrino musulmán, por una muchedumbre exaltada que perseguía la salvación en la forma de una ganga. Una estampida capitalista, dirán los críticos del sistema, es una forma triste de morir. Pero más allá de las anécdotas, los consumidores han dejado de gastar. Conservan intacta su fe. Pero perdieron el entusiasmo. O al menos la confianza, el gusto adquirido de gastar por gastar.
La pérdida de confianza es sólo uno de los efectos de la crisis. Muchas costumbres domésticas también han cambiado. La prensa mundial informa, con cierta ironía, que el adulterio está en retirada. El New York Times reportó esta semana que la demanda por servicios sexuales (el eufemismo es copiado) ha disminuido sustancialmente. Aparentemente las únicas prostitutas capaces de conservar a sus clientes son las que fungen de psicoanalistas, las que participan, junto con los profesores de yoga, los entrenadores personales y los peluqueros locuaces, en el creciente mercado de “terapistas” informales. Los banqueros de inversión, quién lo creyera, ya no quieren diversión, sino compañía.
Y con el cambio de costumbres viene el cambio en las preferencias. Los psicólogos han notado, desde hace un tiempo, que los gustos se tornan más conservadores durante las épocas de crisis. Los hombres buscan protección, prefieren los ambientes seguros, hacendosos. Un investigador de la Universidad de Illinois en Urbana mostró recientemente que el cambio anual del índice Dow Jones y el tamaño del busto de la Playmate del año (un buen compendio de los gustos sexuales de la coyuntura) se mueven al unísono, crecen y decrecen en concordancia (el coeficiente de correlación es de 0,36). Cuando el Dow sube, los bustos se expanden. Y cuando cae, se desinflan. En los buenos tiempos, priman las voluptuosas. En los malos, las recatadas. En suma, sin paraíso, no hay tetas.
Los ciclos capitalistas transforman las costumbres y corrigen algunas extravagancias. La burbuja mundial, el movimiento sinuoso de la economía, no sólo elevó los precios de los energéticos y los alimentos por encima de los límites razonables, sino que convirtió a Pamela Anderson (y a sus miles de imitadoras) en el estándar del gusto y el deseo. Pero con la crisis, el petróleo volverá a los niveles de siempre (40 dólares el barril) y la talla preferida pasará, al menos por un buen rato, del extravagante 38 al recatado 32. Las crisis, ya lo dijimos, cambian a los hombres.