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noviembre 2008

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Delirio

En algún momento, el todo se vuelve mayor que la suma de las partes. Los llamados “casos aislados” no pueden ya considerarse eventos independientes. Surge, entonces, lo que algunos llaman un patrón, una tendencia. En el caso que nos ocupa, la tendencia es clara: el Estado colombiano se ha convertido, en los últimos años, en un vigilante obsesivo de la vida de los ciudadanos, ha asumido el papel odioso del gran hermano: ausculta, escarba, merodea, espía, intercepta, etc. El Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) estuvo siguiendo los pasos de un senador de la oposición. La Fiscalía quiso tener acceso a los archivos privados de las universidades públicas. La misma Fiscalía interceptó los mensajes privados, las conversaciones de todos los días, de algunos periodistas, académicos y funcionarios de organizaciones no gubernamentales. Por un buen tiempo, el gran hermano alimentó su curiosidad paranoide y nadie pareció inmutarse.

Ahora vienen las explicaciones. En relación con el último incidente mencionado, el Fiscal General plantea una hipótesis inquietante: “Esto, más que un ataque de originalidad, tiene todos los visos de estar haciéndoles la tarea a los enemigos de los derechos y las libertades constitucionales”. El Presidente ha insinuado que los funcionarios implicados son aliados del terrorismo, infiltrados que buscan, con sus acciones, enlodar a su gobierno o a la totalidad del Estado. Esta hipótesis no sólo es implausible, sino también circular, carente de lógica. Implica, entre otras cosas, que los desafueros del Estado siempre pueden reducirse a estratagemas de los terroristas.

Probablemente los abusos y las violaciones a las libertades han sido consecuencia del exceso de celo y del afán de resultados de muchos funcionarios. Algunos han actuado espontáneamente. Otros lo han hecho cumpliendo órdenes superiores. Pero todos han estado motivados, en mi opinión, por el discurso y el accionar del presidente Uribe. La obsesión oficial con el terrorismo ha propiciado, en palabras de Hanz M. Enzensberger, “la idolatría histérica del poder estatal y la santificación absurda de las fuerzas del orden”. Y ha creado, al mismo tiempo, un ambiente de desquite, una predisposición paranoide que ve enemigos en todas partes y adivina conexiones en todos lados. “Los terroristas han logrado transferir a buena parte de la sociedad el delirio al que ellos mismos han sucumbido”.

Los grupos terroristas buscan que el Estado suspenda las libertades civiles, quieren crear un monstruo (una especie de Leviatán desaforado) que justifique, en retrospectiva, sus acciones violentas. El Estado que debería ser la solución puede convertirse, entonces, en parte del problema. Los falsos positivos y las violaciones repetidas a la privacidad sugieren que el Estado colombiano se ha convertido, durante los últimos años, en parte del problema. Paradójicamente los terroristas, aunque derrotados, han logrado uno de sus objetivos: han empujado al Estado más allá de los límites de la razón y la cordura.

El Estado no puede contagiarse del delirio de los terroristas. “Ponga precio, rápidamente, a esos bandidos, que esos bandidos se reencarnan y se multiplican”, dijo el presidente Uribe esta semana en la asamblea anual de Fedegán. El delirio colectivo fue inmediato. Las consecuencias, ya lo sabemos, vendrán después.

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Los subordinados

En el año 1990, ocurrió uno de los accidentes aéreos más absurdos de las últimas décadas. El vuelo 52 de Avianca se estrelló en Long Island, a quince millas del aeropuerto internacional John F. Kennedy de la ciudad de Nueva York. En su último libro, publicado este mes, Malcolm Gladwell, uno de los autores más populares de los Estados Unidos, un gran coleccionista de curiosidades, estudió las causas del accidente del vuelo 52. Gladwell argumenta que la causa última del accidente (la causa inmediata es conocida: el avión se quedó sin gasolina) tiene que ver con una falencia cultural de los pilotos, con una característica saliente de su nacionalidad, con el exagerado respeto por la autoridad de los colombianos. El accidente fue, para el autor, una manifestación trágica de la colombianidad.

Gladwell analiza, línea por línea, la conversación de los pilotos en los minutos previos al accidente. Inicialmente el autor llama la atención sobre el lenguaje cauteloso, casi absurdo del copiloto, el villano involuntario de esta tragicomedia. El avión se estaba quedando sin gasolina. La situación era de vida o muerte. Pero el copiloto fue incapaz de desafiar la autoridad de su superior y de los controladores aéreos. Permaneció apegado a un lenguaje oblicuo, lleno de rodeos. Nunca declaró la emergencia. Parecía resignado al destino mortal impuesto por los errores de sus superiores. Hasta el último segundo se mostró obsecuente. Y la obsecuencia tuvo, en este caso, consecuencias fatales.

Pero Gladwell no termina allí. De la anécdota pasa a la generalización sociológica. El copiloto –dice– fue incapaz de escapar al dictado de su cultura, a nuestro respeto inveterado a la autoridad. En Colombia, sugiere Gladwell, las jerarquías son incuestionables, la distancia al poder parece un abismo. Yo dudo de las generalizaciones, de la facilidad con la que muchos autores, incluido Gladwell, incurren en el determinismo sociológico. Pero la anécdota es interesante. Y consecuente, entre otras cosas, con la irritante distinción nacional, sin duda una aberración de nuestro lenguaje, entre los «doctores» y los demás.

Pero el punto que quiero plantear es más político que sociológico. Más que en la crítica social, quiero concentrarme en los extravíos de la administración pública. La anécdota en cuestión sugiere que, en ambientes complejos, cuando la diversidad de puntos de vista es fundamental, la pasividad de los subordinados, su reticencia a desafiar al jefe, puede ser catastrófica. Incluso algunos pilotos incentivan el atrevimiento, les mienten a sus subordinados, les dicen que se sienten mal, que llevan un buen tiempo sin volar con el único objetivo de confundir las jerarquías y propiciar un dialogo horizontal.

Pido disculpas de antemano por la extrapolación. Pero la analogía entre el copiloto del vuelo 52 y los ministros y funcionarios del Gobierno es evidente. La pasividad de los últimos es muchas veces incomprensible. Ningún miembro del equipo económico, por ejemplo, ha cuestionado la idea absurda, expresada innumerables veces por el Presidente, en el sentido de que los controles a los capitales externos blindaron la economía colombiana. En un sentido más general, los ministros parecen incapaces de poner en duda la exuberante improvisación de su jefe. Muchas veces, para reiterar la moraleja de esta historia, los culpables son quienes permanecen impasibles, quienes callan y otorgan: los subordinados, que por rutina y obediencia, vislumbran la catástrofe y agachan la cabeza.

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Revolucionarios y estafadores

El mundo es imperfecto. Hace tiempo fuimos expulsados del paraíso, condenados al trabajo, a la escasez, a la realidad triste del diez por ciento efectivo anual. Pero los seres humanos estamos hechos de contradicciones, de añoranzas imposibles. La inteligencia no nos hace inmunes a la fantasía, no nos protege de las promesas de quienes nos ofrecen regresar al paraíso o duplicar nuestras fortunas en cuestión de días. Los vendedores de ilusiones, los predicadores de un nuevo orden, los revolucionarios y los estafadores, todos por igual, son explotadores de nuestra inocencia, de esa imperfección humana que consiste, paradójicamente, en la ilusión por la perfección, por lo rápido, lo fácil y lo efectivo.

Los revolucionarios, se ha dicho muchas veces, suelen ser estafadores. Pero yo quiero invertir la sentencia: los estafadores son revolucionarios. Pasan del anonimato, de una vida oscura y errante a la fama y la figuración en cuestión de meses. Carlos Alfredo Suarez, el estafador de DRFE, pasó de ensamblar obleas a amasar una fortuna, miles de millones de pesos de familias que, cansadas de la tiranía de los bajos intereses, soñaban con una nueva realidad. Carlos Ponzi, el estafador más famoso de la historia, también pasó de la oscuridad a la gloria en pocos meses. Cansado de limpiar mesas en un restaurante de Boston, decidió dedicarse a sumar adeptos a la causa revolucionaria del 50 por ciento en 45 días.

Como los revolucionarios, los estafadores dicen combatir el orden establecido y defender al pueblo. David Murcia Guzmán afirma estar luchando en favor de la gente y en contra de los monopolios financieros. «El pueblo tiene que despertar», dice. «La guerra no es contra DMG, es contra cada uno de los colombianos…es hora de hacer justicia. Somos y seguiremos siendo pueblo…Esta causa se ha convertido ya en una revolución económica. Y si he de morir por la causa moriré orgulloso y tranquilo. Esta es una guerra declarada al pueblo y la voz del pueblo es la voz de Dios». El fundador de DMG no habla como un banquero, sino como un revolucionario. Su arenga, a pesar de haber sido pronunciada en una oficina en Panamá, lejos de las muchedumbres enardecidas, rememora la retórica bolivariana de Hugo Chávez. Las palabras son las mismas. Y la clientela posiblemente también.

Los seguidores de DMG no son apostadores racionales. No son amantes del riesgo que hacen apuestas calculadas. Son seguidores de una causa. Claman, a gritos, que los pobres también tienen derecho a multiplicar sus ingresos. Confían en su líder. Desoyen a los escépticos. Su fe podrá ser comprada. Pero eso no la hace menos férrea. El estafador y la víctima, escribe el historiador económico Charles Kindleberger, están unidos en una relación simbiótica, se necesitan mutuamente. Lo mismo ocurre, por supuesto, entre el revolucionario y el pueblo.

En su célebre ensayo Elogio de la Dificultad, Estanislao Zuleta describió bellamente nuestro deseo por lo imposible. «Aquí mismo en los proyectos de la existencia cotidiana, introducimos también el ideal tonto de la seguridad garantizada…En vez de desear una sociedad en la que sea realizable y necesario trabajar arduamente para hacer efectivas nuestras posibilidades, deseamos un mundo de satisfacción, una monstruosa sala-cuna de abundancia pasivamente recibida». Precisamente la abundancia que nos prometen, por igual, los revolucionarios y los estafadores.

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Obama paradójico

La candidatura de Barak Obama logró mezclar el agua y el aceite, juntar a mucha gente muy distinta, aglutinar intereses contradictorios. La campaña no fue tanto una colección de matices, como un sancocho ideológico. En la campaña cabía todo el mundo, muchas facciones encontraron acomodo. En el gobierno, sin embargo, las cosas serán distintas, la concreción programática reemplazará necesariamente a la ambigüedad ideológica. La campaña de Obama incluyó a todo el mundo. Pero su gobierno tendrá que excluir (ideológicamente hablando) a algunos de sus seguidores más apasionados.
Puede ser temprano para describir el énfasis programático del nuevo gobierno pero los primeros indicios sugieren que Obama será un presidente de centro, un gobernante pragmático alejado de los extremos. En materia económica, Obama parece inclinado hacia el centrismo tecnocrático de Bill Clinton. Obama desmontará el corporativismo corrupto, el gobierno de las empresas, para las empresas y por las empresas instaurado por Bush y Cheney. El nuevo presidente no es un plutócrata. Pero tampoco es un opositor a ultranza de la economía de mercado o del comercio internacional. Larry Summers, el más probable secretario del tesoro, no es precisamente un crítico pertinaz del orden económico mundial o un antiglobalizador histérico. Todo lo contrario.

En su primer discurso como presidente electo, Obama señaló que la fortaleza de los Estados Unidos no proviene de la fuerza de las armas o de la magnitud de la riqueza, sino del poder de sus ideales: «democracia, oportunidad, libertad y esperanza». Algunos analistas perspicaces señalaron que Obama omitió (deliberadamente, sin duda) cualquier referencia a la «igualdad». Obama encarna el ideal de la movilidad social, del sueño americano en su forma más pura pero no aboga por la igualdad como un ideal preponderante, no parece tener en mente grandes esquemas redistributivos. Probablemente eliminará las inequidades fiscales más flagrantes, aumentará los impuestos a los más ricos y expandirá la seguridad social pero no se embarcará en una gran aventura redistributiva. Obama no es un revolucionario. Es un reformista.

Obama es un centrista por convicción. Pero también deberá serlo por necesidad. En el manejo de la economía, su margen de maniobra es casi inexistente habida cuenta de la coincidencia de un déficit abultado y una economía en crisis. En los tiempos difíciles, la ideología pasa a un segundo plano, las diferencias partidistas pierden importancia y el consenso se convierte en una necesidad, en un imperativo pragmático.

Obama es una mezcla de extremos, la encarnación de muchas paradojas. Blanco y negro por herencia. Un orador emotivo y un pensador racional. Un populista con tendencias tecnocráticas (y viceversa). Un político que cautivó por igual a las élites educadas y a las clases bajas sin educación. Obama representa la esperanza de un cambio verdadero. Pero el cambio no será de un extremo al otro, de un polo al opuesto; será posiblemente un movimiento hacia el centro, una huida de los extremos. Obama enfrenta el gran desafío de conquistar el centro sin perder su carisma, de ejercer la moderación sin sacrificar la inspiración. En últimas, Obama aspira a seguir siendo lo que siempre ha sido: un político paradójico y excepcional.

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La dependencia colombiana

«Por fin los colombianos, ellos mismos, sin que nadie les lleve de la mano» dijo la Reina Sofía de España en referencia al exitoso rescate de Ingrid Betancourt y sus compañeros de cautiverio. El comentario de la Reina Sofía debería, en mi opinión, sacarse de contexto, leerse como una crítica a la dependencia colombiana, a nuestra creencia de que la justicia, la paz y el desarrollo dependen, en última instancia, de los buenos oficios de la comunidad internacional. Sin distingos ideológicos, los colombianos estamos convencidos de que la injerencia foránea es imprescindible. Nos consideramos una nación infantil en eterna necesidad de supervisión adulta.

Los colombianos hemos aceptado como axiomas, como premisas que no admiten discusión, varios hechos dudosos. Creemos, por ejemplo, que el éxito de la lucha contra el narcotráfico depende del Plan Colombia, de la ayuda militar de los Estados Unidos. Creemos, al mismo tiempo, que la superación de la impunidad (esa lacra nacional) depende de la justicia internacional o del heroísmo altruista de un juez español con ínfulas de justiciero cósmico. Esta semana, el senador Gustavo Petro anunció que denunciará ante las cortes internacionales el aberrante caso de los desaparecidos de Soacha. Aunque la justicia colombiana apenas está comenzando a estudiar el caso, a hacer las pesquisas preliminares, su fracaso ya se supone consumado, ya el senador Petro está buscando un sucedáneo externo. Ya decidió, en concordancia con nuestra mentalidad dependiente, que la intervención foránea es fundamental.

Las autoridades ya no perciben la extradición como un convenio reciproco de colaboración judicial. La consideran, por el contrario, una solución externa a las fallas de nuestra justicia y a la corrupción de nuestro sistema carcelario. El abuso de la extradición es, en últimas, otra admisión tácita de nuestra dependencia. En el mismo sentido, muchos analistas (y el Gobierno mismo) dan por sentado que el futuro de la economía depende de la buena voluntad del Congreso de los Estados Unidos y de la confianza de los inversionistas internacionales. Más importantes que las políticas internas, que nuestras propias decisiones son, en esta visión, las opiniones de los políticos y los capitalistas foráneos.

Sin caer en el solipsismo, deberíamos aceptar, de una vez por todas, que la ayuda militar es prescindible, que la justicia internacional no puede sustituir a la nacional y que el desarrollo económico depende, después de todo, de la calidad de las políticas internas. Colombia debe procurar por unas relaciones maduras con la comunidad internacional. Deberíamos pasar, al menos, del ruego infantil a la independencia sobreactuada de los adolescentes. Nuestra demanda por intervencionismo siempre encontrará una oferta dispuesta a vendernos la ilusión de un porvenir. Pero, en últimas, nadie resolverá nuestros problemas por nosotros.

La cooperación internacional es fundamental. Pero no puede estar basada en el axioma cuestionable de nuestra insuperable dependencia. Ya va siendo hora de que, como sugirió la Reina española con algo de sinceridad involuntaria, aprendamos a caminar «sin que nadie nos lleve de la mano».