Gladwell analiza, línea por línea, la conversación de los pilotos en los minutos previos al accidente. Inicialmente el autor llama la atención sobre el lenguaje cauteloso, casi absurdo del copiloto, el villano involuntario de esta tragicomedia. El avión se estaba quedando sin gasolina. La situación era de vida o muerte. Pero el copiloto fue incapaz de desafiar la autoridad de su superior y de los controladores aéreos. Permaneció apegado a un lenguaje oblicuo, lleno de rodeos. Nunca declaró la emergencia. Parecía resignado al destino mortal impuesto por los errores de sus superiores. Hasta el último segundo se mostró obsecuente. Y la obsecuencia tuvo, en este caso, consecuencias fatales.
Pero Gladwell no termina allí. De la anécdota pasa a la generalización sociológica. El copiloto –dice– fue incapaz de escapar al dictado de su cultura, a nuestro respeto inveterado a la autoridad. En Colombia, sugiere Gladwell, las jerarquías son incuestionables, la distancia al poder parece un abismo. Yo dudo de las generalizaciones, de la facilidad con la que muchos autores, incluido Gladwell, incurren en el determinismo sociológico. Pero la anécdota es interesante. Y consecuente, entre otras cosas, con la irritante distinción nacional, sin duda una aberración de nuestro lenguaje, entre los «doctores» y los demás.
Pero el punto que quiero plantear es más político que sociológico. Más que en la crítica social, quiero concentrarme en los extravíos de la administración pública. La anécdota en cuestión sugiere que, en ambientes complejos, cuando la diversidad de puntos de vista es fundamental, la pasividad de los subordinados, su reticencia a desafiar al jefe, puede ser catastrófica. Incluso algunos pilotos incentivan el atrevimiento, les mienten a sus subordinados, les dicen que se sienten mal, que llevan un buen tiempo sin volar con el único objetivo de confundir las jerarquías y propiciar un dialogo horizontal.
Pido disculpas de antemano por la extrapolación. Pero la analogía entre el copiloto del vuelo 52 y los ministros y funcionarios del Gobierno es evidente. La pasividad de los últimos es muchas veces incomprensible. Ningún miembro del equipo económico, por ejemplo, ha cuestionado la idea absurda, expresada innumerables veces por el Presidente, en el sentido de que los controles a los capitales externos blindaron la economía colombiana. En un sentido más general, los ministros parecen incapaces de poner en duda la exuberante improvisación de su jefe. Muchas veces, para reiterar la moraleja de esta historia, los culpables son quienes permanecen impasibles, quienes callan y otorgan: los subordinados, que por rutina y obediencia, vislumbran la catástrofe y agachan la cabeza.