Los revolucionarios, se ha dicho muchas veces, suelen ser estafadores. Pero yo quiero invertir la sentencia: los estafadores son revolucionarios. Pasan del anonimato, de una vida oscura y errante a la fama y la figuración en cuestión de meses. Carlos Alfredo Suarez, el estafador de DRFE, pasó de ensamblar obleas a amasar una fortuna, miles de millones de pesos de familias que, cansadas de la tiranía de los bajos intereses, soñaban con una nueva realidad. Carlos Ponzi, el estafador más famoso de la historia, también pasó de la oscuridad a la gloria en pocos meses. Cansado de limpiar mesas en un restaurante de Boston, decidió dedicarse a sumar adeptos a la causa revolucionaria del 50 por ciento en 45 días.
Como los revolucionarios, los estafadores dicen combatir el orden establecido y defender al pueblo. David Murcia Guzmán afirma estar luchando en favor de la gente y en contra de los monopolios financieros. «El pueblo tiene que despertar», dice. «La guerra no es contra DMG, es contra cada uno de los colombianos…es hora de hacer justicia. Somos y seguiremos siendo pueblo…Esta causa se ha convertido ya en una revolución económica. Y si he de morir por la causa moriré orgulloso y tranquilo. Esta es una guerra declarada al pueblo y la voz del pueblo es la voz de Dios». El fundador de DMG no habla como un banquero, sino como un revolucionario. Su arenga, a pesar de haber sido pronunciada en una oficina en Panamá, lejos de las muchedumbres enardecidas, rememora la retórica bolivariana de Hugo Chávez. Las palabras son las mismas. Y la clientela posiblemente también.
Los seguidores de DMG no son apostadores racionales. No son amantes del riesgo que hacen apuestas calculadas. Son seguidores de una causa. Claman, a gritos, que los pobres también tienen derecho a multiplicar sus ingresos. Confían en su líder. Desoyen a los escépticos. Su fe podrá ser comprada. Pero eso no la hace menos férrea. El estafador y la víctima, escribe el historiador económico Charles Kindleberger, están unidos en una relación simbiótica, se necesitan mutuamente. Lo mismo ocurre, por supuesto, entre el revolucionario y el pueblo.
En su célebre ensayo Elogio de la Dificultad, Estanislao Zuleta describió bellamente nuestro deseo por lo imposible. «Aquí mismo en los proyectos de la existencia cotidiana, introducimos también el ideal tonto de la seguridad garantizada…En vez de desear una sociedad en la que sea realizable y necesario trabajar arduamente para hacer efectivas nuestras posibilidades, deseamos un mundo de satisfacción, una monstruosa sala-cuna de abundancia pasivamente recibida». Precisamente la abundancia que nos prometen, por igual, los revolucionarios y los estafadores.