En su primer discurso como presidente electo, Obama señaló que la fortaleza de los Estados Unidos no proviene de la fuerza de las armas o de la magnitud de la riqueza, sino del poder de sus ideales: «democracia, oportunidad, libertad y esperanza». Algunos analistas perspicaces señalaron que Obama omitió (deliberadamente, sin duda) cualquier referencia a la «igualdad». Obama encarna el ideal de la movilidad social, del sueño americano en su forma más pura pero no aboga por la igualdad como un ideal preponderante, no parece tener en mente grandes esquemas redistributivos. Probablemente eliminará las inequidades fiscales más flagrantes, aumentará los impuestos a los más ricos y expandirá la seguridad social pero no se embarcará en una gran aventura redistributiva. Obama no es un revolucionario. Es un reformista.
Obama es un centrista por convicción. Pero también deberá serlo por necesidad. En el manejo de la economía, su margen de maniobra es casi inexistente habida cuenta de la coincidencia de un déficit abultado y una economía en crisis. En los tiempos difíciles, la ideología pasa a un segundo plano, las diferencias partidistas pierden importancia y el consenso se convierte en una necesidad, en un imperativo pragmático.
Obama es una mezcla de extremos, la encarnación de muchas paradojas. Blanco y negro por herencia. Un orador emotivo y un pensador racional. Un populista con tendencias tecnocráticas (y viceversa). Un político que cautivó por igual a las élites educadas y a las clases bajas sin educación. Obama representa la esperanza de un cambio verdadero. Pero el cambio no será de un extremo al otro, de un polo al opuesto; será posiblemente un movimiento hacia el centro, una huida de los extremos. Obama enfrenta el gran desafío de conquistar el centro sin perder su carisma, de ejercer la moderación sin sacrificar la inspiración. En últimas, Obama aspira a seguir siendo lo que siempre ha sido: un político paradójico y excepcional.