Al Presidente Uribe, según sus propias palabras, le da mucha lidia quedarse callado. Parece siempre dispuesto a la contienda verbal, al debate encendido, como si su actividad frenética necesitase del combustible extraño de la confrontación. Algunos analistas han interpretado la animosidad del Presidente Uribe como un rasgo esencial de su carácter. Otros la han considerado una estrategia, una maniobra deliberada, casi racionalmente calculada, para amedrentar a sus contradictores más conspicuos. Yo quiero, en esta columna, proponer una interpretación distinta. Quiero argumentar que la intemperancia presidencial es un síntoma de una enfermedad mayor, de una dolencia que afecta, en mayor o menor grado, a todos los políticos: el aislamiento social.
El aislamiento social es la miseria, el destino trágico de los políticos preeminentes. Es lo que podríamos llamar un riesgo profesional. Tarde o temprano, los políticos se aíslan, comienzan a encerrarse, no tanto en el sentido literal de las cuatro paredes como en el metafórico de los cuatro o cinco subalternos que son su contacto más cercano con la realidad. Los subalternos se convierten en un mecanismo de defensa, en una forma peligrosa de reprimir los hechos inconvenientes. En palabras de Hans Magnus Enzensberger, «el jefe sólo se entera de aquellas cosas que el filtro que ha contratado para su protección cree conveniente pasarle…Es natural que el político castigue al mensajero que le trae las malas noticias, y resulta igualmente natural que éste le oculte todo lo que a aquél no le gusta oír». El jefe sabe qué preguntar y los subalternos saben, por supuesto, qué responder.
Cuanto mayor es el poder, mayor es el celo protector de los subalternos y mayor será el aislamiento del mandatario en cuestión. La situación puede alcanzar extremos viciosos, límites insospechados. Hace unos años, cuando El PRI dominaba a sus anchas la política mexicana y la sucesión presidencial era decidida mediante la venerada institución de la dedocracia, el presidente en ejercicio, en las postrimerías de su decisión, era sometido a la asechanza inclemente del halago por parte de los aspirantes a ser señalados. El presidente perdía el contacto con el mundo, sólo percibía imágenes distorsionadas de sí mismo, parecía encerrado en una cámara de espejos. La realidad se convertía, entonces, en la ficción creada por los halagos de los aspirantes.
El aislamiento lleva a la pérdida de la realidad y produce algunos efectos secundarios. Muchos jefes de Estado, no lo digo yo, lo dice el mismo Enzensberger, comienzan a mostrar una sintomatología típica de los individuos que han pasado mucho tiempo hospitalizados o institucionalizados. La literatura médica describe los síntomas de esta manera: «la falta de discernimiento y una capacidad exagerada para la actividad llevan a un estado explosivo, en el que el paciente se muestra inquieto, impertinente y pesado, y ante cualquier resistencia reacciona con irritabilidad agresiva. Los pacientes pueden estar convencidos de su propio poder y genialidad…En casos extremos desarrollan una actividad tan febril que pierden toda relación entre estado de ánimo y comportamiento».