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21 septiembre, 2008

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Crisis sin remedio

La crisis financiera internacional ha suscitado toda suerte de interpretaciones. Los políticos han optado por el moralismo, por la denuncia indignada en contra de la ambición desmedida de los banqueros. Muchos economistas han denunciado la laxitud regulatoria que permitió los excesos de Wall Street. Los mercados financieros, argumentan, necesitan un vigilante omnipresente que supervise cada movimiento. Los historiadores señalan, de otro lado, la ligereza de estas interpretaciones; en su opinión, la crisis actual no refleja ni la inmoralidad de los tiempos, ni el fracaso de un modelo económico, ni la inoperancia de algunas agencias estatales. La crisis, dicen, simplemente pone de manifiesto una característica permanente del mundo financiero: la inestabilidad. Desde una perspectiva histórica, la ordinariez de lo extraordinario es evidente, casi un lugar común.

El historiador económico Charles P. Kindleberger realizó un recuento exacto, casi obsesivo, de las crisis financieras desde los inicios del capitalismo. En el siglo XIX, las crisis se repetían con regularidad pasmosa, llegaban con la puntualidad mecánica de los cometas, aparecían cada diez años trayendo las noticias del fin del mundo. Los historiadores han identificado crisis profundas en 1825, 1837, 1857, 1866, 1873 y 1882. En cada ocasión, los observadores contemporáneos decían lo mismo: “Nunca antes se vio una catástrofe semejante”, “la peor tormenta financiera del siglo”, “el más grande ciclo especulativo de la historia”, etc. Cada crisis era recibida como un evento único, excepcional. El resplandor del presente borraba de la vista la perspectiva de la historia.

Lo mismo ha ocurrido recientemente. Las crisis son recurrentes pero los análisis más conocidos carecen de sentido histórico. “La explosión de la burbuja de la Bolsa mostró que la llamada nueva economía tenía mucho de histeria… la bancarrota de Worldcom’s es la más grande de la historia, la caída de la Bolsa es la peor en décadas”, escribió Joseph E. Stiglitz hace varios años con respecto a la crisis de comienzos de esta década. Stiglitz denunció la patología del optimismo desmesurado y la exuberancia irracional de los años noventa. Culpó a las autoridades económicas de la catástrofe. Pero nunca señaló que, más allá de las políticas, de la doctrina económica imperante, las crisis financieras son una constante, una característica inherente del negocio financiero.

Como sugirió esta semana el columnista David Brooks, esta crisis tampoco cambiará el mundo. Seguramente la concentración del sector financiero aumentará y la actividad económica estará deprimida por algún tiempo (dos años es el promedio). Pero, después de un tiempo, la destrucción creativa preparará el camino para un nuevo comienzo. En diez años, una nueva crisis llegará con los estruendos de siempre. Y los analistas dirán, nuevamente, que se trata de la peor de la historia.

La ciencia económica no parece tener el remedio para las crisis financieras. En el futuro, tal vez, la medicina logré una cura definitiva. Según una publicación reciente de la Academia de Ciencias de los Estados Unidos, muchos financistas poseen un exceso de testosterona que aumenta su tendencia a tomar riesgos. Cuanto mayor es la volatilidad, más grande es el nivel de testosterona, lo que implica un mayor apetito de riesgo y una pérdida en la habilidad de tomar decisiones racionales. Las crisis, en últimas, son una patología recurrente, un exceso de entusiasmo y agresividad que, dígase lo que se diga, no parece tener un remedio conocido.