Esta semana Barry Bonds rompió una de las marcas legendarias del deporte mundial. Pero sus 756 jonrones, logrados a lo largo de una exitosa carrera, fueron recibidos con escepticismo, en el mejor de los casos. Y con indignación, en el peor. Para muchos aficionados (y varios especialistas) Bonds es simplemente un tramposo. Un atleta que llegó a la cima por el atajo imperdonable de los esteroides. Un hombre que traicionó los valores tradicionales del deporte: la integridad, el honor y el sacrificio. Un héroe artificial, producto de una alianza inmoral entre la química y la ambición.
Los comentaristas deportivos, siempre a la caza de héroes caídos, han renovado sus discursos moralistas. Sus lamentos nostálgicos. Su indignación ante la falta de escrúpulos de los deportistas. Pero tarde o temprano los moralistas deben confrontar a los realistas. La semana pasada la prestigiosa revista científica Nature publicó un editorial en el que abogaba por la legalización del doping. Al mismo tiempo, varios periodistas señalaron que el uso limitado de esteroides (o de hormonas de crecimiento) no representa ningún riesgo para la salud y por lo tanto no debe ser considerado como doping.
Los moralistas olvidan que todas las actividades humanas están contaminadas. El doping hace parte de la vida. Las hormonas de crecimiento (prohibidas para los atletas) son recetadas extensivamente para tonificar los músculos y reducir los síntomas del envejecimiento. 30 millones de estadounidenses usan Prozac para combatir la depresión y aumentar la productividad laboral. Muchos profesionales ambiciosos toman estimulantes para resistir la lucha diaria por llegar primero. Las ayudas químicas reflejan no tanto la perversión de los valores, como los avances de la ciencia y de la técnica. “Si los espectadores recurren a la farmacología para reducir su masa corporal y a las píldoras para aumentar su memoria —pregunta la revista Nature— ¿tiene sentido exigirles a los atletas que se priven de tales beneficios?”. Por supuesto, no.
El doping puede asimilarse a las cirugías cosméticas. Y las competencias deportivas, a los reinados de belleza. En ambos casos, la tecnología no reemplaza las cualidades innatas o adquiridas: las complementa. La reina compite de la mano del cirujano; el atleta, de la mano del químico. Ambas alianzas son fructíferas. Las reinas son cada vez más perfectas; los atletas, cada vez más altos, más rápidos y más fuertes. Algunos puristas lamentan la perversión de la competencia y la moral. Pero, en últimas, los reinados de belleza sugieren que la legalización de las ayudas externas no desvirtúa la competencia. Paradójicamente, la intensifica. Aumenta el promedio y disminuye la varianza.
Cabría aceptar, entonces, que, en el futuro, muchos deportes se asemejarán a la Fórmula Uno. La victoria se decidirá por la colaboración entre el atleta y el científico. La disputa se dirimirá tanto en los estadios, como en los laboratorios de investigación y desarrollo. Lo mismo ocurre actualmente en los reinados, los cuales se definen tanto en la pasarela, como en el quirófano. Es un signo de los tiempos. Un indicio de lo que viene. De la transformación del hombre en otra cosa. En un híbrido de la genética y la tecnología. En una especie artificialmente superior. Con un cuerpo más sano. Con una mente más ágil. Y con la misma confusión de la moral.