A veces las ironías se revelan de manera sutil. Esta semana, un noticiero de televisión mostró a un grupo de estudiantes que protestaban contra la visita del presidente Bush mientras quemaban una bandera de los Estados Unidos. La bandera no estaba hecha de satín. Ni de retazos improvisados. Era una toalla playera estampada con las barras y las estrellas. Probablemente había sido adquirida por el padre de uno de los manifestantes. Un señor desentendido de la geopolítica. O mejor: entendido a su manera. Alguien que veía en la bandera de los Estados Unidos una imagen propicia. El símbolo de un afecto remoto. Como el que se siente por un paisaje familiar. O por un rostro famoso. O por una marca inaccesible.
Los manifestantes no parecieron percatarse de la ironía. Todos lucían concentrados en una liturgia conocida: sus rostros iluminados por los jirones ardientes de la toalla multicolor. Sin duda, el antiamericanismo representa para muchos de ellos una especie de religión. De fervor colectivo. Pero no sólo eso: el antiamericanismo constituye también una pose moralista. Una manera de reafirmar la identidad regional. De exhibir el patriotismo. De allí el fervor que concitan estas liturgias de pirómanos. De allí el éxito de los profetas del antiamericanismo. Y la frecuencia con la que se repiten sus letanías.
El antiamericanismo puede ser justificado de muchas maneras. Cabría mencionar, por ejemplo, los afanes imperialistas. O la guerra contra las drogas. O más recientemente, la ignominia de Guantánamo. Pero los profetas de esta religión sólo cuentan una parte de la historia. Ninguno menciona el liderazgo científico y tecnológico. O la capacidad para recibir inmigrantes de todas las razas: todavía sin parangón en el mundo. O el talento innovador. O la producción literaria. Hasta el mismo García Márquez, tan latinoamericano en apariencia, es un heredero intelectual de los novelistas gringos. He ahí una forma productiva de imperialismo.
A finales de la década pasada, Colombia vivió la peor crisis económica de su historia. Muchas familias se vieron enfrentadas por primera vez al desempleo o a la quiebra intempestiva de sus negocios. Muchas perdieron en pocos meses lo que habían ganado en varias décadas. Sin ninguna fuente de sustento, miles de colombianos tuvieron que aferrase al único activo que les quedaba: una visa de turismo para entrar a los Estados Unidos. Y así partieron. A vivir su versión imperfecta del sueño americano. Algunos encontraron suerte. Otros, la siguen buscando. Cientos han regresado. Otros tantos permanecen. Ganándose la vida. Dedicados a la ardua tarea de disculpar ilusiones. Estados Unidos no les brindó el sueño imaginado. Pero sí les dio la oportunidad de dejar atrás una pesadilla. Y eso ya es mucho cuento.
Actualmente, algunos de los profetas antiamericanos quieren convertir a América Latina en una isla. Un supuesto paraíso fraternal. Pero América Latina no es una isla: es una península conectada geográfica y culturalmente con los Estados Unidos. Como dijera el novelista judío Amos Oz: “todo sistema político y social que nos convierte a todos y a cada uno de nosotros en una isla darwiniana y al resto de la humanidad en enemigo o rival, es una monstruosidad”. Además, la mayoría de los latinoamericanos no desean el aislamiento. Ni odian a los Estados Unidos. Muchos incluso coleccionan sus símbolos. Así sea de manera disimulada o involuntaria. Así sea en la forma simple de una toalla estampada.