Con el ánimo de justificar las opiniones proferidas, quisiera proponer la siguiente caricatura tomada de un artículo reciente del economista Francesco Caselli. El mundo está dividido en dos tipos de ciudadanos: los buenos y los malos. La bondad ciudadana está definida, a su vez, con base en dos atributos: la competencia y la honestidad. Los buenos ciudadanos tienden a ser más capaces y menos corruptos. Los malos lo contrario. Más allá de cualquier afán moralizante, esta definición reconoce que los políticos —como los periodistas o los ejecutivos o los académicos— pueden ser buenos o malos ciudadanos. El problema es que, en general, los buenos ciudadanos tienen menores incentivos para “meterse a la política”: sus habilidades les permiten un ingreso atractivo por fuera de las angustias electorales y sus escrúpulos les impiden cualquier forma de oportunismo o corrupción.
En términos económicos, los malos ciudadanos tienen una ventaja comparativa en el campo de la política, lo que implica un equilibrio inquietante: los malos ciudadanos se dedican a la vida pública y los buenos se mantienen por fuera. El problema con esta caricatura es que sólo considera los beneficios pecuniarios. En muchas ocasiones, los ciudadanos no ingresan a la política buscando rentas económicas, sino sicológicas. No quieren tanto llenar su bolsillo, como henchir su ego. Satisfacer su vanidad. Brillar ante las cámaras. Sentirse depositarios del bien común. Si no fuera por la vanidad personal —con frecuencia disfrazada de altruismo— la política sería un monopolio exclusivo de los oportunistas.
Pero las rentas sicológicas dependen de la reputación de los políticos. Si la gente piensa que el Congreso es un “antro que reúne todos los males”, o todos los malos, los buenos ciudadanos tenderán a quedarse por fuera: sus deseos de reconocimiento o figuración tendrán que buscar un desfogue distinto. En otras palabras, la mala reputación ahuyenta a los buenos ciudadanos, y la huida de los buenos ciudadanos confirma la mala reputación. Es un círculo vicioso inmune a cualquier tipo de remedio institucional. Una forma de selección adversa que no se arregla con pactos de transparencia o con juramentos de buena voluntad.
Lo más complicado de todo este asunto es que los medios de comunicación (y algunos editorialistas en particular) se regodean diariamente en mancillar la reputación del Congreso sin reparar en las consecuencias de sus opiniones. La indignación histérica siempre ha sido una forma sencilla de conseguir lectores. Basta con arrumar un montón de adjetivos y adoptar un tono moralizante. Pero los juicios absolutos destruyen sin construir. Benefician en el corto plazo a quienes los profieren pero perjudican en el mediano plazo a quienes los celebran. Un país indignado, habituado a los juicios desaforados, incapaz de valorar la vida pública, es un país que tiene lo que se merece: un Congreso hecho a la imagen y semejanza de las opiniones más ruidosas.