Aparentemente la economía no es lo único que está creciendo en China. La gente también crece, literalmente. Según una investigación publicada esta semana por el Ministerio de Salud, los chinos se han estirado seis centímetros en los últimos 30 años. La estatura promedio de un niño de seis años, por ejemplo, pasó de 112,3 centímetros en 1975 a 118,7 en 2005. Ante el estiramiento general, una consecuencia obvia del crecimiento económico, las autoridades de Beijing decidieron sumarle diez centímetros al límite de estatura bajo el cual los niños chinos pueden viajar gratis en los autobuses de la capital. La burocracia renguea detrás del capitalismo. Pero avanza de todos modos.
El crecimiento económico usualmente tiene efectos multidimensionales, como afirman, circunspectos, algunos indignados burócratas internacionales que denigran del capitalismo ajeno mientras disfrutan del propio. En el caso de China, el crecimiento no sólo ha sido a lo largo, sino también a lo ancho. La gordura ha crecido a la par con la estatura. El peso promedio de un niño de seis años aumentó en más de tres kilogramos entre 1975 y 2005. Los adultos, por su parte, engordan pero no crecen. Se ensanchan pero no se alargan. A partir de cierta edad, el crecimiento económico se torna unidimensional. O se concentra alrededor de la cintura. O se manifiesta principalmente en las balanzas.Pero el fenómeno en cuestión no está circunscrito a las lejanas tierras de Oriente. En todas partes, el músculo del capitalismo multiplica la grasa del organismo. La gordura es una consecuencia inevitable de un sistema que incrementa los ingresos, modifica los patrones de vida y de trabajo (mediante la urbanización y la creciente predominancia de los servicios) y aumenta, al mismo tiempo, la disponibilidad de comidas procesadas a bajo precio. Para bien o para mal, la obesidad afecta actualmente a una proporción similar de mexicanos que de gringos. Con el paso del tiempo, el capitalismo parece convertir a muchos de sus súbditos en figuras redondas y macizas, semejantes a las ubicuas esculturas de Botero. Otrora los caprichos plásticos de un artista. Ahora los símbolos metálicos del sistema.El capitalismo no afecta a todo el mundo por igual. Mientras unos se hacen cada vez más ricos, otros se hacen cada vez más gordos. La obesidad, en concreto, afecta cada vez más a los pobres que a los ricos. En los Estados Unidos, el porcentaje de adolescentes con sobrepeso es 14% en las familias de ingresos altos y 23% en las de ingresos bajos. Algo similar ocurre en las zonas urbanas de Brasil y en las de otros países del tercer mundo, incluido Colombia. En las ciudades del mundo en desarrollo, las calorías son baratas, los televisores asequibles y las ocupaciones sedentarias. El resultado: una versión actualizada del Mundo Feliz, poblado ya no por hedonistas hipnotizados, sino por trabajadores panzudos y satisfechos.Y el sistema, todos lo sabemos, tiene sus contradicciones culturales. Al mismo tiempo que engorda la gente, enflaquece los estándares. En los centros del nuevo capitalismo, los trabajadores viven rodeados de vallas gigantescas que muestran a unas mujeres de flacura sobrenatural exhibiendo las chucherías que ellos producen mediante actividades rutinarias que gastan apenas una fracción de las calorías engullidas. Tal vez sus corazones no estén contentos. Tal vez sus mentes estén confundidas (el sistema produce gordura y celebra la flacura). Pero sus barrigas están llenas. Y eso, insisto, es mucho más que un cuento chino.