Los demagogos de la virtud siempre han tenido buena prensa. O mucha prensa, al menos. Por esta época, muchos repiten su cantaleta virtuosa con una insistencia que esconde su incoherencia. ¿Acaso no se han dado cuenta los circunspectos guardianes de la salud que el objetivo de la vida no es maximizar su duración? En las revistas de moda, los sicólogos del corazón reparten consejos virtuosos entremezclados con las vidas viciosas de la farándula. Y los inveterados críticos del sistema (esas almas atormentadas, siempre en Semana Santa) arengan sobre la comercialización de las fiestas. O sobre la fatuidad de los gustos. “Lo que cuenta para el burgués —escribió esta semana Alberto Aguirre— es que compra. Cualquier cosa, buena o mala, útil o inútil… No vive, compra”. Me disculparán los lectores por reincidir en las rencillas, pero las lecciones de vida de los mamertos son como las recomendaciones sexuales de los sacerdotes. Más que inocuas, peligrosas.
Quisiera, ya para entrar en la conspicua materia de esta columna, presentar mi argumento en contra de los demagogos de la virtud. No se trata de una opinión ligera o de una perorata hedonista, sino de una argumentación científica, sustentada por experimentos controlados y resultados replicables. Los investigadores Anat Keinan y Ran Kivetz de la Universidad de Columbia publicaron hace unos meses un artículo científico que confirma la doble naturaleza del remordimiento humano. En el corto plazo, lamentamos nuestros vicios. Y en el largo plazo, renegamos de nuestras virtudes. O, dicho de otra manera, el remordimiento ocasionado por no trabajar o no ahorrar disminuye con el tiempo, pero el causado por no descansar o no gastar aumenta con los años. En enero, renegaremos de nuestros excesos. En diez años, de nuestras tacañerías. En suma, las virtudes se convierten en vicios. Y los vicios en virtudes. Eso, al menos, es lo que dice la ciencia.
Por desgracia, los miembros adultos de la especie, concienzudos en sentido literal, somos incapaces de anticipar el arrepentimiento futuro que traerá la moderación presente. Los científicos llaman a esta falencia cognitiva hiperopia, definida como un exceso de previsión o de autocontrol. Como una incapacidad para anticipar que los placeres resistidos son también experiencias no vividas. No nos dejamos caer en tentación. Nos libramos de muchos supuestos males. Y cuando nos damos cuenta del error, ya es demasiado tarde. Padecemos de hiperopia: un mal de la especie. O, al menos, de su encarnación burguesa.
Pero la ciencia (con su proverbial conservadurismo) se ocupa muchas veces de nombrar lo conocido: de bautizar el agua tibia. La hiperopia es una falencia cognitiva conocida de tiempo atrás. “Nadie en su lecho de muerte se arrepiente de no haber pasado más tiempo en la oficina”, dijo alguna vez un senador gringo. “A nadie le quitan lo bebido y lo bailao”, dicen los campesinos colombianos. Y la ciencia, vea usted, terminó dándoles la razón.
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