En Colombia los presidentes siempre son los personajes del año. Sin realeza, sin figuras intelectuales y con escasos héroes deportivos, el protagonista principal es casi siempre el mismo: el ocupante ocasional del solio de Bolívar. “Es que si usted se muere en Colombia y el presidente no va a su entierro —dice Fernando Vallejo—, haga de cuenta que no se murió. Mejor espérese y tome turno. En Colombia, el presidente lo es todo. Colombia nada es sin él. Él es el presente, él es el pasado, él es el porvenir. Él es el que parte el pan y él es el que sirve el vino”.
Pero Álvaro Uribe Vélez no es sólo un personaje de ocasión. Más allá de su estatus novedoso de reelegido, el presidente Uribe se ha convertido en la personificación de nuestros anhelos y nuestros temores. En la encarnación de nuestro pasado y de nuestro futuro. Sus críticos lo siguen con la misma devoción celosa que demuestran sus partidarios. Unos y otros comparten el mismo fanatismo. Unos y otros padecen el mismo odio tribal: hutus y tutsis divididos inexorablemente por la figura ambigua del Presidente de esta República. Para unos, el Presidente constituye la salvación providencial después de muchos años de conflicto y de pobreza. Para otros, significa la condena definitiva a la violencia y la injusticia social. Una visión neutral parece imposible. Muchos columnistas de prensa escriben discursos exaltados que son leídos por lectores exaltados en busca de exaltación. Nadie quiere escuchar opiniones. Todo el mundo quiere oír posiciones. Y las posiciones son binarias: o blanco o negro. O Uribe o No Uribe. En últimas, cada cual interpreta los hechos a su antojo. Cada quien confirma sus prejuicios mediante la lectura selectiva de sus compinches ideológicos. Pero la polarización ha terminado por desfigurar al personaje. El intercambio de caricaturas sesgadas ha impedido un entendimiento preciso de la figura del Presidente. O, mejor, ha profundizado nuestra ignorancia acerca del verdadero carácter del sujeto de nuestra obsesión. Ante todo, el presidente Uribe es un político (un hombre de acción) en la definición precisa de Ortega y Gasset. “Impulsividad, turbulencia, histrionismo, imprecisión, pobreza de intimidad, dureza de piel, son las condiciones orgánicas, elementales, de un genio político… Ni sus ideas ni sus gustos son precisos originales refinados… Lo importante para él son sus actos. Cuando miente, en rigor no miente, porque no está adscrito íntimamente a nada determinado. Las palabras, y dentro de ellas las ideas, son para él tan solo instrumentos”. En este caso, la impulsividad ha llevado a la arbitrariedad. El Presidente desautoriza a los ministros, reemplaza a los fiscales y sustituye a los alcaldes. “A mí no me gusta discutir las buenas ideas; las buenas ideas no se discuten, se ejecutan”, dice de manera repetida en los escenarios públicos, para la exasperación de los escépticos que se preguntan (calladamente) cómo hace uno para saber si una idea es buena antes de discutirla. Pero el Presidente no se inmuta con las críticas de quienes lo tachan de impulsivo o de histriónico o de turbulento o de impreciso. Pensará, como pensaba Ortega, que “no hay creación en ningún orden sin cierta dosis de titanismo –que es, en verdad, la ausencia de dosis, el absoluto lujo de la vitalidad—”. Una vitalidad que anima la labor incansable y dispersa del presidente Uribe y que lo ha convertido en pregonero de todos los intereses. A menudo los hombres de acción se convierten en coleccionistas de problemas. Son administradores dispersos. Con más variables que ecuaciones. Con muchas ideas malas tomadas como buenas. Pero el presidente Uribe (y ésta es quizás su característica esencial) une a su desconcentración como administrador público, su reconcentración como estadista. La vitalidad del Presidente parece motivada por una única convicción: la de llenar todos los vacíos de autoridad. “Que en todas las regiones de la Patria, en ese Catatumbo donde nos duele el asesinato de los soldados, en Urabá, en el sur del país, en el Pacífico, en todos los departamentos, la presencia eficaz de la Fuerza Pública sea la garantía de una ciudadanía”. El administrador disperso es al mismo tiempo un pensador reconcentrado. Obsesionado con una idea fija. Convencido de que todos los problemas del país se derivan de la falta de autoridad (alimentada, a su vez, por muchos años de indolencia). Impaciente con quienes no son capaces de percibir la supuesta claridad moral y pertenencia factual de su gran tesis. Usualmente los estadistas animados por una única visión (por una idea fija) fracasan de manera repetida. Con frecuencia, además, son incapaces de reconocer su fracaso. Siempre tienen una disculpa a la mano: los problemas son descartados como contingencias menores o distorsiones transitorias. Pero cuando aciertan, lo hacen de manera espectacular. Winston Churchill (el ejemplo es de Phillip Tetlock) nunca dejó que los hechos interfirieran con sus ideas fijas. Hizo la apuesta equivocada con respecto a la independencia de la India, a la cual siempre se opuso. Pero nunca permitió que los accidentes de la coyuntura afectaran su resolución acerca de la necesidad imperiosa de eliminar a Hitler. Fracasó muchas veces, pero triunfó cuando tocaba. Pero los juicios históricos no vienen al caso en esta oportunidad: el presidente Uribe es todavía un personaje del presente. Un político en ejercicio. No sólo un hombre de acción, sino también un hombre obsesionado. Un hombre con idea fija de cuya validez depende, en buena medida, el futuro de este país. Un hombre y varios millones de destinos. Ni más. Ni menos.
|