Esta semana, en un
discurso pronunciado en la clausura del curso de altos estudios militares, el Presidente presentó la teoría oficial sobre las causas del problema paramilitar. Dijo el Presidente: “Eso había pasado en muchas zonas de Colombia, se mantenían los emblemas de la Nación, las formalidades, pero las fuerzas invasoras del terrorismo ejercían el poder real, que todos los días se escapaba más de las competencias del Estado… Muchos colombianos que lo vivieron no se extrañan de lo que hoy aparece. ¿Por qué se daba?: porque no había voluntad de derrotar al terrorismo. ¿Y por qué ahora aflora?: porque hay voluntad de derrotar al terrorismo”.
Así, la teoría oficial postula que el problema paramilitar se originó en la debilidad histórica del Estado. La teoría tiene un marcado énfasis hobbessiano: presume un leviatán dormido (o complaciente) que propició el surgimiento de bandas de criminales y de hordas de vengadores. Los culpables, dice el Presidente, fueron los medrosos, los que “prefirieron coquetear con el terrorismo”, los que confundieron la fuerza del Estado con la inercia de sus formas, los que viajaban a las regiones a tomar whisky sin percatarse de que la vida rural era solitaria, pobre, desgraciada, brutal y corta. Pero, en opinión del Presidente, el Estado ha comenzado a recuperar la fortaleza perdida —leviatán ha salido de su marasmo—, lo que ha permitido, entre otras cosas, restablecer el orden perdido y conocer la verdad escondida. “Gracias a la política de Seguridad Democrática, se están desmontando los poderes del crimen que antes no se enfrentaron en debida forma”. La teoría oficial identifica el origen histórico del problema, pero no esclarece su naturaleza actual. Si los acusados son congresistas, gobernadores, alcaldes, diputados y concejales, el problema ya no es la supuesta debilidad del Estado, sino la evidente corrupción de sus agentes. O, en otras palabras, la fusión de la política y el paramilitarismo no debe concebirse como una abdicación del Estado, sino como una captura del mismo. Ya no cabe hablar de confrontación, sino de confabulación. El paramilitarismo puede haberse originado en la debilidad estatal. Pero ha derivado en un problema muy distinto: la cooptación de su fortaleza por parte de políticos inescrupulosos. Las instituciones del Estado, en este caso, no están amenazadas desde afuera, sino desde adentro. Lo que complica el diagnóstico y dificulta la solución. La captura del Estado no ha ocurrido de arriba hacia abajo, como argumentan (con maledicencia) algunos críticos del Gobierno. La captura ha ocurrido de abajo hacia arriba. Comenzó con la supresión de la democracia local y con el saqueo de los presupuestos regionales. Y continuó con la penetración de los estamentos nacionales. De manera gradual, la “parapolítica” alcanzó una dimensión tan incierta como aterradora. Si antes, como lo dijo el Presidente esta semana, el Estado se había convertido en un mero formalismo (en un leviatán dormido), ahora se ha transformado, al menos en muchas regiones el país, en una empresa criminal (en un leviatán domesticado para el servicio de unos pocos). Pero la teoría oficial confunde la captura estatal con la amenaza terrorista. Como si combatir la “parapolítica” fuese lo mismo que enfrentar la demencia de Pablo Escobar o del Mono Jojoy. O como si el problema fuese la falta de autoridad más que la ausencia de vigilancia y control. Sin buenas instituciones electorales, sin adecuados controles presupuestales, sin mecanismos para recentralizar recursos, sin jueces independientes y sin participación comunitaria, el matrimonio entre los políticos y los grupos armados seguirá vigente. En esencia, la captura estatal no se combate con soldados, sino con burócratas. Pero el Presidente olvida que la Seguridad Democrática no puede resolver todos los problemas. O, para decirlo de otro modo, que Hobbes no tiene todas las respuestas para los desafíos de la política.