Esta semana, Raúl Castro y Gabriel García Márquez se reunieron en el Museo de Bellas Artes de la Habana con motivo de la presentación de un mural en homenaje a Fidel Castro, elaborado por 15 artistas cubanos. En una de las fotografías del evento, García Márquez, vestido enteramente de negro, luce ausente, desinteresado por las hechuras de los artistas del régimen. El mural recrea al yate Granma: “Es el barco especial de la historia de Cuba, es el barco que nos cambió la vida a todos”, dijo el pintor Alexis Leyva, uno de los promotores del homenaje. La obra se titula El arca de la libertad: un nombre tan perfectamente revolucionario que parece una broma compuesta con el fin de ridiculizar a los compungidos camaradas. Pero mientras los artistas del régimen intentan elegías exaltadas, los disidentes insisten en mostrar de qué manera (de qué callada manera) la vida cambió realmente para todos los cubanos después de la llegada del Granma. Una de las novedades literarias de este año, la novela Todos se van, de la escritora cubana Wendy Guerra, ofrece una versión tan sutil como desgarradora de la realidad cubana tras el arribo del “Arca de la libertad”. La novela, escrita en forma de diario, narra la vida de una adolescente inconforme, que no soporta la uniformidad impuesta litúrgicamente en las escuelas de la isla. Con el tiempo, Nieve (la heroína) se va quedando sola, pues todos los que desean algo distinto se fueron yendo sin despedirse. “Nosotros vivimos entre lo prohibido y lo obligatorio”, escribe Nieve en su diario, en un momento de rabia. “Como si no bastara con la realidad. Nos obligaron a combinar la verdad con la mentira. Porque así crecimos, ocultando los libros, las ideas, los parientes”, dice uno de sus amigos ante un consejo disciplinario que juzga a Nieves por leer libros prohibidos. Así crecieron: convertidos en seres homogéneos. En burócratas de sí mismos. La tiranía estructura la vida y no admite diferencias. “Hoy es ‘la Marcha del pueblo combatiente’ –escribe Nieve–… tocaron muchas veces a la puerta desde la seis de la mañana, pero no abrimos… Los viejos que no van al desfile pueden descubrirnos”. Y con el tiempo todos se van yendo, uno a uno, dejando atrás las prendas que Nieve viste para soportar la ausencia. “Mi libreta telefónica está llena de rayas rojas. Ya no puedo marcar esos números. Nadie me contestará. Casi no hay gente conocida en la ciudad. Todos se van. Me dejan sola. Ya no suena el teléfono”. Seguramente, los artistas del régimen no alcanzan a entender la ironía de la situación –la militancia destruye esa muestra inconfundible de civilización que es el cinismo– pero la historia de Cuba no es tanto la de un barco que llegó como la de muchas gentes (o barcazas) que se fueron. El “Arca de la libertad” más parece el arca de la soledad. “Dije adiós a todos los amigos de infancia. Hoy dije adiós a Cleo. Mientras me probaba uno de sus sombreros hermosos que era definitivo. ¡A cuántos falta por despedir antes de que pueda escaparme yo!”. Y volviendo al comienzo: a la imagen de García Márquez de luto, apesadumbrado, no es difícil adivinar su sentimiento de nostalgia: repasando la vida del patriarca repasa su propia vida. Tal vez, sentado en el homenaje, rodeado de hombres en uniforme y artistas comprometidos, intentó componer una elegía y recordó involuntariamente la línea final de una de sus novelas: “las campanas de gloria anunciaron al mundo la buena nueva de que el tiempo incontable de la eternidad había terminado”. Llegado el momento, todos se van. Hasta los dictadores.
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