Desde hace varios años, los analistas de la economía colombiana han puesto de presente los grandes costos económicos de nuestra limitada infraestructura de transporte. En un futuro cercano, la economía podría literalmente atascarse como resultado de la falta de vías adecuadas. Los analistas afirman que la inestabilidad jurídica ha impedido una mayor participación del sector privado en un sector estratégico, y señalan que el ahorro privado (cada vez más concentrado en los Fondos de Pensiones) debería orientarse hacia la inversión productiva (cada vez más presente en el sector de infraestructura). En esta columna, quiero llamar la atención sobre otro problema: la creciente politización (y la consecuente ineficiencia) de la inversión pública en el sector. En el sector de infraestructura, el Gobierno tiene dos caras: la cara programática de los planes de desarrollo y los documentos estratégicos, y la cara clientelista de la escogencia de los proyectos y la repartición de contratos. La teoría es programática pero la práctica es clientelista. Los dos planes de desarrollo de Uribe han enfatizado la necesidad de que las inversiones públicas en infraestructura sean eficientes y oportunas, coherentes con la inserción internacional de la economía y conducentes a una mayor competitividad. Dice uno de los planes: “Para los proyectos financiados con recursos públicos, se seleccionarán aquellos de alto impacto económico teniendo en cuenta las razones beneficio-costo y la generación de empleo”. Pero este discurso no es más que un ropaje tecnocrático para una realidad clientelista. Los proyectos financiados con recursos públicos (los que conforman el llamado Plan vial 2500) no han sido seleccionados con base en su rentabilidad social. O con base en un análisis de los beneficios previstos o de los costos probables. Los planes de desarrollo ni se obedecen, ni se cumplen. Los proyectos han sido seleccionados con base en consideraciones políticas. La milimetría regional ha sido el criterio predominante. Como resultado, el todo de los proyectos será mucho menor que la suma de las partes: los proyectos son inconexos y desarticulados. Además, los recursos para su mantenimiento permanecen en un limbo presupuestal. Una vez inaugurados, los proyectos viales entrarán en una fase irreversible de deterioro. Tristemente el clientelismo se desvanece en el aire. Pero la historia no termina con el clientelismo. Ahora el Plan 2500 parece también afectado por la corrupción contractual. Seguramente el Gobierno hará las purgas respectivas. Y exigirá que se conozca toda la verdad del asunto. Esto es, el Gobierno asumirá el papel de víctima cuando ha sido, al menos, generador del problema. Al fin y al cabo, la corrupción es consubstancial al clientelismo. Uno no puede llenar la alcoba de queso y después salir a quejarse de los ratones. O, en otras palabras, uno no puede lavarse las manos cuando se ha dedicado sistemáticamente a ensuciar el aguamanil. Para terminar, cabe retornar al mensaje del comienzo. En las finanzas públicas, la corrupción es el problema más conspicuo, pero no es necesariamente el más grave. O el más importante. El problema de fondo es el clientelismo. Cuando el clientelismo predomina, el Estado deja de ser un instrumento para el desarrollo y se convierte en una herramienta para el mantenimiento de ciertas redes políticas y de ciertas lealtades regionales. Pero, como decía Lauchlin Currie, la opinión pública suele ser inflamada por los escándalos pero no por el clientelismo. Ni tampoco por las inversiones públicas malogradas. Aparentemente el público (y los medios) requieren de la corrupción para percatarse del clientelismo. He ahí una paradoja.
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