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11 noviembre, 2006

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Los “afeminados” años setenta


Esta semana, ante un auditorio de jóvenes abogados, el Ministro de Agricultura formuló una hipótesis atrevida sobre las causas de la tragedia colombiana de la última generación: “Todo comenzó por allá en los setenta, con una bonanza marimbera, cuando el gobierno de turno fue flexible, fue blandito, fue pusilánime, casi con actitud —no lo estoy diciendo en términos peyorativos—, con actitud afeminada para tratar ese problema”. Los periodistas ya se ocuparon de las osadías verbales del ministro. Yo quiero ahora ocuparme de sus juicios históricos. De su intención de interpretar la historia con la sabiduría infalible de la retrospección. O de juzgar los actos pasados con los valores exaltados del presente.Cabe recordar que “por allá en los setenta” todos los gobiernos eran blanditos con el problema de la droga. La actitud afeminada no fue una perversión exclusiva de unos cuantos gobernantes colombianos. Las autoridades del Cono Sur fueron mucho más permisivas. O alcahuetas para usar una expresión más femenina. En enero de 1971, un agente estadounidense le confesó lo siguiente a un reportero del New York Times: “La cooperación local es casi inexistente. Tampoco existe ningún estigma moral asociado con el negocio de la droga. ¿Qué más podría querer un traficante?”. El agente estaba hablando, no de la permisividad colombiana, sino de la alcahuetería argentina y chilena.Por allá en los años setenta, el tráfico de drogas era percibido, a lo largo y ancho de América del Sur, como una forma venial de contrabando. Como una manera de sacarle provecho al proteccionismo moral (e injustificado) de los Estados Unidos. La exportación de cocaína, en particular, era vista como una actividad de amas de casa desesperadas. O de diplomáticos dispuestos a explotar impunemente la conveniencia de sus valijas. Por ese entonces, los chilenos dominaban el negocio de la producción y la exportación de cocaína. Los marimberos colombianos participaban marginalmente en el negocio. Como por no dejar.En los años setenta, los especialistas todavía no se ponían de acuerdo sobre los efectos de la cocaína. Muchos dudaban de su estatus de narcótico o de su naturaleza adictiva. En septiembre de 1974, el New York Times publicó un extenso artículo sobre la cocaína, titulado “La champaña de las drogas”. El artículo tiene un tono amable, casi apologético. Decía el diario neoyorkino que la cocaína había sido consumida por algunas de las figuras más representativas de la historia. “El Papá Leon XIII soportó sus ascéticos retiros a punta de Vin Matini, un vino suave envenenado generosamente con cocaína”. A finales de los setenta, un bombero de Texas fue detenido por las autoridades colombianas en Riohacha. Había venido a comprar varios kilos de uno de los ingredientes del elíxir papal: el mismo que comenzaba, por entonces, a causar furor entre los ricos de su país. Pero las autoridades estatales exigieron la liberación inmediata del traficante. Hasta los texanos se mostraban afeminados por aquellos días.Con el tiempo, los colombianos desplazaron a los chilenos en el tráfico de cocaína. El negocio alcanzó dimensiones industriales. Las amas de casa fueron reemplazadas por poderosos carteles que enfrentaron a unas autoridades, ya no tanto permisivas, como inermes ante las exorbitantes utilidades del negocio. Sin duda, la complacencia de los setenta contrasta con la tragedia de las décadas que siguieron. Pero los juicios anacrónicos del ministro Arias son inútiles. Pues nadie, en los años setenta, habría sido capaz de imaginar lo que vendría después. Nadie, mejor dicho, habría sido capaz de prever que la historia de Colombia durante el tumultuoso siglo XX sería la historia de dos drogas: de una roja que duró ochenta años y de una blanca que aún no termina.