El pasado fin de semana dos políticos progresistas, de buenas ideas y conciencias limpias, fueron invitados, en el marco de un festival cultural, a especular sobre el futuro. El espectáculo tenía algo de grotesco. En la tarima, micrófono en mano, dos bienpensantes, Antanas Mockus y Sergio Fajardo, sentados en la palabra, hablaban del futuro, mientras, al frente, cien malpensantes, sentados en sus asientos, esperaban, con paciencia, una sorpresa. Un atisbo de ironía. Una pizca de escepticismo. Un arranque de pesimismo ilustrado.
Sentado entre los malpensantes estaba Fernando Vallejo: mirando de frente con sus ojos pero de perfil con su mente. Aparentemente atento mientras Sergio Fajardo mostraba, una a una, las imágenes de su Medellín del futuro: bibliotecas, parques y colegios “espectaculares” construidos con la plata que ha dejado la bonanza económica y la pulcritud administrativa. Hacia el final de la presentación, pasó lo que tenía que pasar: el político optimista (un negociante del futuro) se enfrentó con el novelista nostálgico (un revendedor del pasado). Al fin y al cabo, el Medellín de Fajardo, hecho de optimismo y artificio, es muy distinto del Medellín de Vallejo, hecho de memorias y rencores. “Mi Medellín que cuando yo nací tenía tranvía…”Mucho se ha dicho sobre las opiniones políticas de Vallejo. Sobre los objetos de su odio. Sobre sus reiterados enemigos. Un novelista rencoroso lo comparó con José Obdulio Gaviria. Un conocido blogero lo llamó maniático irresponsable. Pero todo esto no es más que un gran malentendido. Vallejo no tiene enemigos. O mejor, tiene uno sólo: el tiempo. “Así pasa cuando se vive mucho, que no hay enemigos y por fin vemos claro: el gran enemigo del hombre es el tiempo, su meticulosa obra de destrucción. Punto”. Las peroratas de Vallejo son una protesta ruidosa contra “las caricias inexorables de Cronos”. Sus opiniones políticas son meras metáforas atrabiliarias contra el paso del tiempo. “Unos jóvenes reemplazan a otros jóvenes y unas canciones a otras. Es el destino universal, inevitable, un ir pasando todos y todo de moda, así es este negocio”.Y en el ir pasando de las cosas, va cambiando el lenguaje a pesar de las reglas de los gramáticos que nadie lee. Y van cambiando las ciudades a pesar de los planes de los urbanistas que nadie obedece. Y se va poblando el mundo a pesar de las advertencias de los demógrafos que nadie atiende. Y Vallejo despotrica contra lo uno y contra lo otro. Con su alma conservadora. Con su apolítico desprecio por el futuro. Con ese maltusianismo estético que lo lleva a denigrar de la fecundidad de los pobres, para desconcierto de los que aplauden, ilusos, sus insultos contra el Presidente: el dueño del presente y, por lo tanto, el blanco obligado de la rabia de un poeta nostálgico. “Ay, Abuela, ya los ríos de Colombia se secaron y los loros se murieron y se acabaron los caimanes y el que se pone a recordar se jodió porque el pasado es humo, viento, nada, irrealizadas esperanzas, inasibles añoranzas”.Pero, en últimas, los discursos de Vallejo, “sus anatemas de campanario” como escribió Eduardo Escobar esta semana, sus lamentos sobre el alud del futuro que se nos viene a todos encima, constituyen un llamado de atención (un espabilamiento) sobre las trampas de la política y las argucias de los pregoneros del futuro. A la demagogia sobre el futuro, Vallejo antepone el cataclismo de la vida. “El Tiempo gasta a la gente y desportilla las palabras”, dice. Y hasta razón tendrá.