Monthly Archives:

noviembre 2010

Sin categoría

El estilo paranoide

El uribismo tiene un estilo distintivo, una forma peculiar de argumentar, de pronunciarse. Podría decirse que su estilo es original. Pero la realidad es otra. Es un estilo conocido, ya estudiado y clasificado por los historiadores de la política. En 1964, el historiador gringo Richard Hofstadter describió, en un artículo publicado en la revista Harper’s, la persistencia del estilo paranoide en la tradición política de los Estados Unidos. Su descripción corresponde de manera precisa, casi exacta, al estilo del uribismo. En suma, el estilo del uribismo es el estilo paranoide.

Según Hofstadter, el estilo paranoide parte de un supuesto básico: la existencia de una conspiración gigantesca, de una poderosa (pero sutil) maquinaria de influencia. “Con frecuencia el enemigo es percibido como poseedor de una fuente especial de poder: controla la prensa, manipula la opinión pública a través de noticias fabricadas, cuenta con fondos ilimitados…”. Los voceros del estilo paranoide sienten que su lucha va más allá de la defensa de una persona o un gobierno en particular; creen estar luchando por la justicia, la libertad, el orden. Sus pronunciamientos son consecuentemente grandiosos. “El Estado de Derecho se anula cuando la justicia… cae en la trampa de la venganza de los criminales”, escribió el ex presidente Uribe esta semana.

Los voceros del estilo paranoide parecen siempre dispuestos a la confrontación intelectual. En sus repetidos pronunciamientos presentan datos, revelan conexiones, muestran hechos, etc., con una obsesión casi académica. Pero la apariencia es en este caso engañosa. El político paranoide no está interesado en la comunicación de doble vía que caracteriza el intercambio intelectual: “no es un receptor, es un transmisor”. La acumulación de información le sirve para convencerse a sí mismo, para alimentar sus odios y sus miedos, no para convencer a los otros. Sea lo que sea, los datos, los hechos diligentemente enunciados, nunca justifican las conclusiones fantasiosas, las historias de conjuras y conspiraciones.

Muchos voceros del estilo paranoide son conversos que nunca dejaron realmente de creer en sus dioses de antaño, simplemente los convirtieron en demonios. “En los movimientos contemporáneos de extrema derecha de los Estados Unidos —escribió Hofstadter— han jugado un papel particularmente importante los ex comunistas que se movieron rápidamente, aunque no sin angustias, de la izquierda paranoide a la derecha paranoide pero no abandonaron la psicología maniquea que caracteriza a ambas”.

“¿Cómo podríamos explicar la situación actual sin suponer que algunos altos funcionarios están conspirando para conducirnos al desastre? Todo esto tiene que ser el producto de… una conspiración de la infamia tan oscura que, una vez sea finalmente expuesta, sus protagonistas merecerán la condena de todos los hombres honestos”, escribió el senador McCarthy en 1951. En Colombia, sesenta años después, los voceros más connotados del uribismo repiten, cada vez con mayor insistencia, el mismo diagnóstico exaltado. Apocalíptico. Paranoide.

Sin categoría

¿Un país normal?

Esta semana la firma Cifras & Conceptos presentó los resultados de una encuesta de opinión de líderes nacionales. Aproximadamente dos mil personas, residentes en 14 departamentos, fueron entrevistadas durante el tercer trimestre de este año. Los entrevistados son líderes en varios campos: presidentes y gerentes de empresas, directores de medios de comunicación, congresistas, jefes de centros de investigación, presidentes de sindicatos, gremios y organizaciones no gubernamentales, etc. La encuesta no es perfecta. Seguramente hay cientos de colados y miles de omitidos. Pero los resultados son un buen resumen de las opiniones y las creencias de las élites de este país.

A juzgar por los resultados de la encuesta, nuestras élites son bastante provincianas. Casi ensimismadas. Leen El Tiempo, El Espectador y Semana. Ven Caracol y RCN. Oyen Caracol, W Radio y RCN. En Bogotá, la Atenas suramericana, una minoría casi insignificante manifiesta una preferencia por algún medio extranjero: The New York Times, The Economist o CNN. Las élites se autoclasifican en el centro del espectro socioeconómico, con un leve sesgo a la derecha. Desconfían del Congreso y los sindicatos. Y confían en el Banco de la República y en la Corte Constitucional. En general las opiniones de las élites tradicionales son (vale la redundancia) bastante tradicionales.

Pero hay un resultado sorprendente, inesperado: el conflicto armado ya no parece preocupar a las élites colombianas. La mayoría opina que la corrupción y la gobernabilidad son los principales desafíos en el campo político. Apenas seis por ciento menciona el conflicto, la paz y los derechos humanos. La mayoría considera que el desempleo, la pobreza y la salud son los principales problemas sociales. Sólo cuatro por ciento hace referencia a la inseguridad y a los desplazados. El comercio internacional es el tema prioritario en el campo internacional. Los derechos humanos y los problemas fronterizos son percibidos como asuntos secundarios. En el campo económico, la inseguridad ya no preocupa a nadie. En síntesis, el conflicto parece haber desaparecido de la mente de las élites políticas, empresariales y académicas.

Para sus élites, Colombia se convirtió en un país normal, con los problemas típicos de un país de mitad de tabla (desempleo, pobreza, corrupción, desigualdad, etc.), pero sin los problemas atípicos que, hace apenas unos años, amenazaban la viabilidad del Estado. En esta visión, ya no debemos compararnos con Sudán y Afganistán sino con Perú y Turquía. En esta suerte de ficción compartida, el conflicto en Colombia ya hace parte del pasado, ya es una realidad superada, un problema resuelto.

El presidente Santos y los inversionistas extranjeros también están metidos en el cuento de la normalidad. Los soldados muertos, los civiles asesinados, los ataques guerrilleros, las venganzas del narcotráfico, etc. desaparecieron de las primeras páginas de los periódicos, se convirtieron en un ruido de fondo. Ya nadie menciona, por ejemplo, nuestra muy alta, casi alarmante, tasa de homicidios (mucho mayor que la de México). En fin, la normalidad se instaló en la mente de nuestras élites. Pero no ha llegado todavía, cabe reconocerlo, a muchas regiones de Colombia. Cuesta decirlo pero aún no somos un país normal.

Sin categoría

Lo mismo que antes

El Gobierno dio a conocer esta semana el plan de desarrollo. En Colombia, los planes de desarrollo tienen una larga historia. El primero se lanzó en 1960, hace ya 50 años, no por exigencia constitucional (como ahora) sino por compromisos externos: era una condición del gobierno de los Estados Unidos para entregar la plata de la llamada Alianza para el Progreso. Desde entonces, casi ininterrumpidamente, los gobiernos han hecho públicos sus objetivos y programas por medio del llamado Plan Nacional de Desarrollo. Esta semana el presidente Santos aprovechó la ocasión para insistir en una imagen conocida, en una metáfora corriente: “Estamos lanzando ni más ni menos que la hoja de ruta para el Gobierno… que recoge todo lo que aspiramos a realizar en este próximo cuatrienio”.
El Plan tendrá un título llamativo, Prosperidad para todos. “¿Qué es prosperidad para todos? Es que el crecimiento económico sea equitativo y pueda llegar sobre todo a los más pobres para disminuir esa brecha que en el caso colombiano es inaceptable entre ricos y pobres, una de las brechas más grandes de todo el universo, infortunadamente”, explicó el presidente Santos el viernes en la tarde durante una rueda de prensa.

La prosperidad para todos es un objetivo loable. Pero tiene un problemita: ha sido prometida por todos los planes nacionales de desarrollo durante medio siglo. Todos, sin excepción, han hablado de cerrar la brecha, distribuir la riqueza, igualar las oportunidades, redimir a los más necesitados, etc. Yo mismo (lo confieso) escribí algo parecido en uno de los planes anteriores. La retórica de la igualdad ha sido casi tan persistente como la realidad de la desigualdad. Los problemas eternos coinciden con las promesas perpetuas. Esta coincidencia, por lo demás, es una característica conocida del subdesarrollo.

Si el Gobierno aspira a trascender la retórica devaluada de la igualdad, debería empezar por explicar de qué manera va a lidiar con el problema de la informalidad laboral. Más de la mitad de los trabajadores colombianos son informales, esto es, están excluidos del sector moderno de la economía. “Informalidad” es una palabra rebuscada para denotar un fenómeno sencillo: la exclusión económica, la imposibilidad de disfrutar los beneficios de la innovación, el cambio técnico y el aumento de la productividad. Mientras no se creen empleos formales para los trabajadores sin educación superior, mientras la única forma de inclusión siga siendo el acceso a un subsidio estatal, mientras la exclusión económica siga afectando a más de la mitad de la población económicamente activa, la prosperidad para todos no será mucho más que una frase que se saca cada cuatro años del cajón para decorar los planes de desarrollo.

Ojalá me equivoque pero la informalidad laboral podría echar al traste muchas de las metas del Gobierno. Las medidas propuestas para lidiar con el problema de marras, la Ley del Primer Empleo y la Ley de Formalización, son modestas. Casi irrelevantes. Aparentemente seguiremos en lo mismo: cobrándoles altos impuestos a quienes crean empleos formales para poder así subsidiar a quienes no los consiguen. Aun si arrancan las locomotoras, a los informales (esto es, a más de la mitad de los trabajadores colombianos) podría dejarlos el tren. Y la prosperidad, sobra decirlo, no sería entonces para todos.
Sin categoría

El país de la tutela

En el país de la tutela nunca hay nada seguro. Todo depende de la voluntad caprichosa de los jueces. Hace unos días un juez de la república (en su inmensa sabiduría) anuló el proceso de selección de los aspirantes a una beca estatal para programas de doctorado. En opinión del juez, Colciencias, la entidad encargada de seleccionar a los becarios, violó el derecho a la igualdad de una de los aspirantes cuya aplicación fue rechazada (aparentemente por un error de su parte). Más de doscientos becarios vieron truncados sus planes de manera abrupta. Quedaron literalmente desprotegidos. Algunos de ellos ya anunciaron que interpondrán una tutela en contra de Colciencias que quedará, según parece, doblemente entutelada. Así son las cosas en este país.

Las tutelas no sólo son una fuente de incertidumbre. Son también un negocio. Un negociazo. “Hemos desarrollado una aplicación en línea que nos permite brindarle toda la asesoría y seguimiento de su caso desde la comodidad de su hogar” dice la página de internet de SuTutela.com. “Pensionados: ¿cómo lograr que le incrementen el valor de su mesada pensional?” anuncia la misma página de manera directa, casi desenfadada. Y la verdad sea dicha, los consejos de los profesionales de la tutela son valiosos. Por cuenta de miles de decisiones judiciales (de tutelazos) el pasivo pensional ha crecido de manera sustancial en este país durante los últimos años. Algunos fallos son claramente arbitrarios; otros, posiblemente corruptos. Sea lo que fuere los abogados siempre cobran comisión.

Por cuenta de las tutelas, el negocio de la salud se ha hecho más lucrativo. Los vendedores de equipos médicos, aparatos y artilugios han encontrado en Colombia un mercado en expansión, casi sin límites. “Aquí vendo diez máquinas al año, en Francia sólo dos” me dijo inadvertidamente uno de los mercaderes en cuestión en medio de una conversación de aeropuerto. “La tutela is good for business” anotó más adelante sin ningún asomo de ironía. Paradójicamente el Estado social de derecho (en su versión colombiana) creó las condiciones para el desarrollo del peor tipo de capitalismo oportunista. La venalidad de los jueces y la ambición de los capitalistas puede ser una combinación peligrosa.

El abuso de la tutela ha llevado también a una excesiva judicialización de la vida privada. En el ámbito de la educación, por ejemplo, ha distorsionado la toma de decisiones. En las universidades ya no se discute con franqueza el mérito de las distintas alternativas (en un caso disciplinario, por ejemplo). Simplemente se trata de minimizar el riesgo de una tutela. Cualquier cuestión, por pequeña que sea, requiere asesoría legal. El espectro de los jueces es omnipresente. En últimas el abuso de la tutela ha abolido el sentido común. Ha recreado uno de los peores vicios del sector público: la excesiva aversión al riesgo (incluso la inacción) que produce el temor a una justicia arbitraria, entrometida.
Muchos fallos de tutela invocan el derecho a la igualdad. Pero con frecuencia logran el efecto contrario: un aspirante insatisfecho, ya lo vimos, truncó las oportunidades de más de doscientos becarios de Colciencias. En el país de la tutela, como diría Orwell, todos los ciudadanos son iguales pero los favorecidos por los jueces son más iguales, mucho más iguales que todos los otros.