A juzgar por los resultados de la encuesta, nuestras élites son bastante provincianas. Casi ensimismadas. Leen El Tiempo, El Espectador y Semana. Ven Caracol y RCN. Oyen Caracol, W Radio y RCN. En Bogotá, la Atenas suramericana, una minoría casi insignificante manifiesta una preferencia por algún medio extranjero: The New York Times, The Economist o CNN. Las élites se autoclasifican en el centro del espectro socioeconómico, con un leve sesgo a la derecha. Desconfían del Congreso y los sindicatos. Y confían en el Banco de la República y en la Corte Constitucional. En general las opiniones de las élites tradicionales son (vale la redundancia) bastante tradicionales.
Pero hay un resultado sorprendente, inesperado: el conflicto armado ya no parece preocupar a las élites colombianas. La mayoría opina que la corrupción y la gobernabilidad son los principales desafíos en el campo político. Apenas seis por ciento menciona el conflicto, la paz y los derechos humanos. La mayoría considera que el desempleo, la pobreza y la salud son los principales problemas sociales. Sólo cuatro por ciento hace referencia a la inseguridad y a los desplazados. El comercio internacional es el tema prioritario en el campo internacional. Los derechos humanos y los problemas fronterizos son percibidos como asuntos secundarios. En el campo económico, la inseguridad ya no preocupa a nadie. En síntesis, el conflicto parece haber desaparecido de la mente de las élites políticas, empresariales y académicas.
Para sus élites, Colombia se convirtió en un país normal, con los problemas típicos de un país de mitad de tabla (desempleo, pobreza, corrupción, desigualdad, etc.), pero sin los problemas atípicos que, hace apenas unos años, amenazaban la viabilidad del Estado. En esta visión, ya no debemos compararnos con Sudán y Afganistán sino con Perú y Turquía. En esta suerte de ficción compartida, el conflicto en Colombia ya hace parte del pasado, ya es una realidad superada, un problema resuelto.
El presidente Santos y los inversionistas extranjeros también están metidos en el cuento de la normalidad. Los soldados muertos, los civiles asesinados, los ataques guerrilleros, las venganzas del narcotráfico, etc. desaparecieron de las primeras páginas de los periódicos, se convirtieron en un ruido de fondo. Ya nadie menciona, por ejemplo, nuestra muy alta, casi alarmante, tasa de homicidios (mucho mayor que la de México). En fin, la normalidad se instaló en la mente de nuestras élites. Pero no ha llegado todavía, cabe reconocerlo, a muchas regiones de Colombia. Cuesta decirlo pero aún no somos un país normal.