El Gobierno dio a conocer esta semana el plan de desarrollo. En Colombia, los planes de desarrollo tienen una larga historia. El primero se lanzó en 1960, hace ya 50 años, no por exigencia constitucional (como ahora) sino por compromisos externos: era una condición del gobierno de los Estados Unidos para entregar la plata de la llamada Alianza para el Progreso. Desde entonces, casi ininterrumpidamente, los gobiernos han hecho públicos sus objetivos y programas por medio del llamado Plan Nacional de Desarrollo. Esta semana el presidente Santos aprovechó la ocasión para insistir en una imagen conocida, en una metáfora corriente: “Estamos lanzando ni más ni menos que la hoja de ruta para el Gobierno… que recoge todo lo que aspiramos a realizar en este próximo cuatrienio”.
El Plan tendrá un título llamativo, Prosperidad para todos. “¿Qué es prosperidad para todos? Es que el crecimiento económico sea equitativo y pueda llegar sobre todo a los más pobres para disminuir esa brecha que en el caso colombiano es inaceptable entre ricos y pobres, una de las brechas más grandes de todo el universo, infortunadamente”, explicó el presidente Santos el viernes en la tarde durante una rueda de prensa.
La prosperidad para todos es un objetivo loable. Pero tiene un problemita: ha sido prometida por todos los planes nacionales de desarrollo durante medio siglo. Todos, sin excepción, han hablado de cerrar la brecha, distribuir la riqueza, igualar las oportunidades, redimir a los más necesitados, etc. Yo mismo (lo confieso) escribí algo parecido en uno de los planes anteriores. La retórica de la igualdad ha sido casi tan persistente como la realidad de la desigualdad. Los problemas eternos coinciden con las promesas perpetuas. Esta coincidencia, por lo demás, es una característica conocida del subdesarrollo.
Si el Gobierno aspira a trascender la retórica devaluada de la igualdad, debería empezar por explicar de qué manera va a lidiar con el problema de la informalidad laboral. Más de la mitad de los trabajadores colombianos son informales, esto es, están excluidos del sector moderno de la economía. “Informalidad” es una palabra rebuscada para denotar un fenómeno sencillo: la exclusión económica, la imposibilidad de disfrutar los beneficios de la innovación, el cambio técnico y el aumento de la productividad. Mientras no se creen empleos formales para los trabajadores sin educación superior, mientras la única forma de inclusión siga siendo el acceso a un subsidio estatal, mientras la exclusión económica siga afectando a más de la mitad de la población económicamente activa, la prosperidad para todos no será mucho más que una frase que se saca cada cuatro años del cajón para decorar los planes de desarrollo.
Ojalá me equivoque pero la informalidad laboral podría echar al traste muchas de las metas del Gobierno. Las medidas propuestas para lidiar con el problema de marras, la Ley del Primer Empleo y la Ley de Formalización, son modestas. Casi irrelevantes. Aparentemente seguiremos en lo mismo: cobrándoles altos impuestos a quienes crean empleos formales para poder así subsidiar a quienes no los consiguen. Aun si arrancan las locomotoras, a los informales (esto es, a más de la mitad de los trabajadores colombianos) podría dejarlos el tren. Y la prosperidad, sobra decirlo, no sería entonces para todos.