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febrero 2009

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Orwell vive

En 1949, hace ya 60 años, fue publicada 1984, la última novela de George Orwell. El aniversario ha pasado hasta ahora desapercibido. Pero constituye una excusa oportuna para reiterar la vigencia de las advertencias del novelista inglés. Sesenta años después de su publicación, 1984 no ha perdido vigencia. Por el contrario, sus predicciones se han convertido, para bien o para mal, en profecías.

Algunas de las profecías ya se han hecho realidad. El “gran hermano” está por todas partes, ha multiplicado su alcance gracias a las tecnologías de información. En los últimos años, millones de cámaras han sido instaladas en las principales ciudades del mundo. Los agentes de policía pasan buena parte del tiempo detrás de una pantalla, atentos a cualquier movimiento extraño. El año pasado, dos estudiantes estadounidenses diseñaron un mecanismo de comunicación que le permite a cualquier persona transmitir en tiempo real a una central informática las imágenes o los videos grabados en su teléfono celular. Si alguien observa un suceso sospechoso puede transmitir las imágenes y las coordenadas exactas del acontecimiento. En poco tiempo, el “gran hermano” tendrá millones de ojos a su disposición y el control social alcanzará una dimensión insospechada.

Pero 1984 no es una novela de ciencia ficción. Es ante todo una novela política. Y en particular, una novela sobre el poder de la mentira y las mentiras del poder. En 1984, el Ministerio de la Verdad dice mentiras, el Ministerio de la Paz hace la guerra y el Ministerio del Amor practica la tortura. La situación parece perversa. Pero no es irreal. Incluso en las democracias avanzadas, los gobiernos emplean decenas de profesionales de la mentira con el propósito de distorsionar la realidad, de encubrir o exagerar según convenga. Previsiblemente los profesionales de la mentira son llamados asesores de imagen o expertos en comunicación. Los eufemismos, a la mejor manera orwelliana, sirven incluso para enaltecer a quienes los inventan por encargo.

En 1984, el poder tiene la capacidad de inventar una realidad conveniente. La verdad es promulgada por el partido: si el partido dice “2+2=5”, esa es la verdad. El totalitarismo, ya lo sabemos, comienza con la propaganda, con la manipulación de las emociones. Pero incluso en los regímenes democráticos, el poder depende de las mentiras. La televisión, por ejemplo, es muchas veces usada como medio de adoctrinamiento masivo, de fabricación de la verdad. “Si no controlamos la televisión no controlamos nada”, le dijo un militar aliado a Vladimiro Montesinos en un momento de lucidez orwelliana.

Tal vez sea equivocado juzgar un novelista por la pertinencia de sus profecías. Pero con Orwell el ejercicio es inevitable. En 1984, Orwell quiso, ante todo, plantear un escenario probable, implausible en algunos detalles pero no descabellado. Si el poder político adquiere la capacidad de vigilar la vida de las personas y de controlar la realidad, las consecuencias, quien lo duda, serían catastróficas. “El problema —escribió Orwell— es la aceptación del totalitarismo por los intelectuales de todos los colores. Lo moraleja de esta pesadilla peligrosa es simple: no permitan que ocurra, depende de ustedes”.

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La estrategia prohibicionista

La Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia, liderada por los ex presidentes César Gaviria, Ernesto Zedillo y Fernando Henrique Cardoso, hizo esta semana un llamado al pragmatismo, al análisis objetivo de las políticas contra el tráfico de drogas, al estudio científico de las diversas alternativas. «Las nuevas políticas –dijo la Comisión– deben basarse en estudios científicos y no en principios ideológicos…en evaluaciones rigurosas del impacto de las diversas propuestas y medidas alternativas a la estrategia prohibicionista». La Comisión, en últimas, propuso, más que una serie de medidas concretas, un enfoque distinto, más técnico y menos político, más pragmático y menos ideológico.

El Gobierno colombiano no tardó en responder, en manifestar su descuerdo con la propuesta de la Comisión. Primero el Presidente conminó a su bancada parlamentaria a cerrar filas en contra de la legalización de la droga, una medida que «riñe con las políticas de este Gobierno». Más tarde el Ministro de Defensa invitó a la Comisión a untarse de realidad, a escuchar el clamor mayoritario en contra de cualquier asomo de permisividad. Y luego el Ministerio del Interior reiteró que Colombia seguirá siendo un líder mundial en la heroica guerra contra los traficantes de drogas. «El debate no es solo ideológico ni menos aun de opciones pragmáticas. Es un compromiso que toda una Nación ha asumido con valor y entrega» dice el comunicado del Ministerio del Interior en un intento por rechazar prematuramente la invitación a pasar de la ideología al pragmatismo.

La guerra contra las drogas ha sido históricamente motivada por razones ideológicas. La Comisión propuso un cambio de enfoque, hizo una invitación al pragmatismo. Pero el Gobierno colombiano rechazó de entrada la posibilidad de un escrutinio tecnocrático, de una evaluación abierta de los costos y los beneficios de las políticas antidroga. El Gobierno quiere mantener la discusión en el plano ideológico. Los números no le interesan. Prefiere las declaraciones de principios, la retórica (ya gastada) del heroísmo, la apelación (facilista) a la voluntad popular o al moralismo indignado de las mayorías. En suma, el Gobierno insiste en politizar el debate.

La guerra contra las drogas es un producto de la guerra fría, de los odios políticos de Richard Nixon. Inicialmente estuvo dirigida en contra de la marihuana (miles de hectáreas fueron fumigadas en México, por ejemplo) pues la yerba se había convertido en un distintivo de los opositores a la guerra anticomunista en Vietnam. En septiembre de 1973, meses después de su creación, la DEA ejecutó su primera misión internacional en Chile. En pocos días logró que Augusto Pinochet extraditara 19 narcotraficantes a los Estados Unidos. La extradición tuvo esencialmente motivaciones políticas. La DEA pudo convencer al dictador chileno de que los narcotraficantes estaban financiando grupos clandestinos de izquierda. La política antidroga ha estado, desde sus orígenes, influida por la paranoia de la guerra fría.

La Comisión propone romper con esta tradición. Pero el Gobierno colombiano insiste en la politización del debate. Los proponentes de la legalización son considerados, sin excepción, enemigos políticos: blandengues, apaciguadores o (peor todavía) socialbacanes sin oficio. En la peor tradición de la guerra fría, el Gobierno no permitió el debate, redujo la cuestión a una distinción maniquea entre buenos y malos.

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Secuestro

Entre 1998 y 2003, Colombia experimentó una oleada de secuestros cuyas repercusiones estamos sintiendo todavía. Más de quince mil personas fueron secuestradas en seis años. Más de doscientas cada mes. Aproximadamente siete todos los días. Muchas de las víctimas fueron colombianos humildes, agricultores, camioneros y estudiantes. Mauricio Rubio y Daniel Vaughan, dos economistas que han estudiado la historia del secuestro en Colombia, muestran que a finales de los años ochenta, durante el apogeo del Cartel de Medellín, Colombia sufrió una primera oleada de secuestros. Pero la segunda oleada, la más reciente, no tiene antecedentes.

En Colombia prosperó una verdadera industria del secuestro. Los grupos guerrilleros, los líderes de la industria, se especializaron en el encarcelamiento de los secuestrados. Para la consecución de las víctimas, optaron por una doble estrategia: tercerizaron en bandas de delincuentes comunes la captura de las víctimas selectivas y concentraron sus recursos en las llamadas (con inocultable resignación) «pescas milagrosas». Los retenes ilegales comenzaron en 1998 y tuvieron su mayor auge en 2001. Las capturas masivas de miembros de la Fuerza Pública, que habían comenzado en 1996 con la toma de Las Delicias, tuvieron su pico en 1998 con las tomas de El Billar y Miraflores.

Las víctimas extorsivas raramente permanecieron secuestradas por más de un año. Las víctimas políticas permanecieron en promedio mucho más tiempo. Algunos soldados  completaron diez o más años en cautiverio. Los secuestros extorsivos proveían los ingresos de la industria mientras los secuestros políticos servían un fin publicitario y de relaciones públicas. Los secuestrados siguen siendo presentados como víctimas de una fatalidad, como un subproducto inevitable de un conflicto autónomo, con vida propia.

La sociedad reaccionó con una suerte de resignación indignada ante el crecimiento de la industria del secuestro. Las cadenas radiales permitieron una forma extraña (tristemente eficaz) de comunicación unilateral de las familias con las víctimas. Algunas organizaciones no gubernamentales se especializaron en el apoyo a las familias, les brindaron desde apoyo psicológico hasta entrenamiento en la negociación de secuestros. Con el tiempo, la indignación colectiva produjo una respuesta eficaz de la Fuerza Pública. Hoy en día la industria del secuestrado se encuentra diezmada. Pero los secuestrados son todavía un testimonio aterrador, la cicatriz sangrante de una herida que llevaremos por mucho tiempo. 


El secuestro todavía no es historia. Pero ya podemos decir que marcó para siempre el devenir de la sociedad colombiana.

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Relaciones adolescentes

Barack Obama ha puesto a pensar al mundo, ha estimulado el debate, el intercambio de puntos de vista. Los latinoamericanos, por ejemplo, hemos vuelto a preguntarnos sobre el futuro de nuestras relaciones con los Estados Unidos. Muchos analistas han anticipado que no seremos una prioridad para el nuevo gobierno, que debemos resignarnos a ser un actor secundario en el drama por capítulos de la geopolítica mundial. Otros han ido más allá y han previsto, con razonado escepticismo, que nada cambiará, que las jugadas del imperio obedecen a una lógica invariable, que el nuevo presidente de los Estados Unidos es sólo un ornamento, un accidente de la coyuntura que no modificará la esencia de nuestras relaciones internacionales: ellos arriba y nosotros abajo.

Pero, como afirmó recientemente el historiador Carlos Malamud, los analistas suponen que las relaciones de América Latina con los Estados Unidos son de una sola vía, de allá para acá, de arriba hacia abajo. “Si bien —dice Malamud— se sigue denostando a los Estados Unidos y a los constantes errores que comete en su relación con América Latina, los lamentos son constantes cuando el gobierno de turno da la espalda a la región. El problema de fondo sigue siendo el de siempre: los gobiernos latinoamericanos siguen sin saber lo que ellos quieren de Washington”. En lugar de insistir en los reclamos abstractos, los latinoamericanos deberíamos definir de una vez por todas qué queremos de los Estados Unidos, a qué tipo de relación aspiramos.

Los latinoamericanos hemos tenido a lo largo de nuestra historia demandas contradictorias en relación con los Estados Unidos. Caímos hace tiempo en una suerte de compulsión adolescente. Reclamamos simultáneamente independencia y atención: “déjennos solos, pero quiérannos mucho”. En días pasados, el ex presidente del Brasil Fernando Henrique Cardoso llamó la atención sobre la necesidad de superar la adolescencia, de construir una relación más madura con los Estados Unidos. “América Latina —dijo— ya pasó el momento en que necesitaba asistencia, ayuda de los Estados Unidos. Es la política global americana la que tiene que cambiar para que sea beneficioso para nosotros”. Cardoso hizo un inventario escueto de lo que deberíamos pedirle a los Estados Unidos: una visión más diversificada del mundo, una mayor apertura a nuestras exportaciones y una política menos dogmática, más abierta y compartida en el problema de las drogas. Eso es todo.

Las opiniones de Cardoso no son nuevas. Hace ya casi cincuenta años, con motivo del lanzamiento de la Alianza para el Progreso por parte del presidente Kennedy, el economista Albert Hirschman escribió más o menos lo mismo. Hirschman cuestionó la conveniencia de la ayuda externa, de los variados “esquemas de colonización en selvas lejanas”. Y planteó la necesidad de escoger entre la alianza y el progreso, entre la sumisión interesada y la cooperación horizontal, mutuamente beneficiosa. Deberíamos, dijo, aspirar a convertirnos en socios del desarrollo más que en aliados ideológicos o en enemigos retóricos apegados a una dignidad mal entendida.

En Colombia, el Gobierno y la oposición parecen empeñados en un juego adolescente, en coleccionar amigos, compinches ideológicos en la nueva administración. Ninguno habla de lo fundamental, de la necesidad de construir unas nuevas relaciones con los Estados Unidos basadas en una cooperación respetuosa, distante y constructiva.