Algunas de las profecías ya se han hecho realidad. El “gran hermano” está por todas partes, ha multiplicado su alcance gracias a las tecnologías de información. En los últimos años, millones de cámaras han sido instaladas en las principales ciudades del mundo. Los agentes de policía pasan buena parte del tiempo detrás de una pantalla, atentos a cualquier movimiento extraño. El año pasado, dos estudiantes estadounidenses diseñaron un mecanismo de comunicación que le permite a cualquier persona transmitir en tiempo real a una central informática las imágenes o los videos grabados en su teléfono celular. Si alguien observa un suceso sospechoso puede transmitir las imágenes y las coordenadas exactas del acontecimiento. En poco tiempo, el “gran hermano” tendrá millones de ojos a su disposición y el control social alcanzará una dimensión insospechada.
Pero 1984 no es una novela de ciencia ficción. Es ante todo una novela política. Y en particular, una novela sobre el poder de la mentira y las mentiras del poder. En 1984, el Ministerio de la Verdad dice mentiras, el Ministerio de la Paz hace la guerra y el Ministerio del Amor practica la tortura. La situación parece perversa. Pero no es irreal. Incluso en las democracias avanzadas, los gobiernos emplean decenas de profesionales de la mentira con el propósito de distorsionar la realidad, de encubrir o exagerar según convenga. Previsiblemente los profesionales de la mentira son llamados asesores de imagen o expertos en comunicación. Los eufemismos, a la mejor manera orwelliana, sirven incluso para enaltecer a quienes los inventan por encargo.
En 1984, el poder tiene la capacidad de inventar una realidad conveniente. La verdad es promulgada por el partido: si el partido dice “2+2=5”, esa es la verdad. El totalitarismo, ya lo sabemos, comienza con la propaganda, con la manipulación de las emociones. Pero incluso en los regímenes democráticos, el poder depende de las mentiras. La televisión, por ejemplo, es muchas veces usada como medio de adoctrinamiento masivo, de fabricación de la verdad. “Si no controlamos la televisión no controlamos nada”, le dijo un militar aliado a Vladimiro Montesinos en un momento de lucidez orwelliana.
Tal vez sea equivocado juzgar un novelista por la pertinencia de sus profecías. Pero con Orwell el ejercicio es inevitable. En 1984, Orwell quiso, ante todo, plantear un escenario probable, implausible en algunos detalles pero no descabellado. Si el poder político adquiere la capacidad de vigilar la vida de las personas y de controlar la realidad, las consecuencias, quien lo duda, serían catastróficas. “El problema —escribió Orwell— es la aceptación del totalitarismo por los intelectuales de todos los colores. Lo moraleja de esta pesadilla peligrosa es simple: no permitan que ocurra, depende de ustedes”.