El Gobierno colombiano no tardó en responder, en manifestar su descuerdo con la propuesta de la Comisión. Primero el Presidente conminó a su bancada parlamentaria a cerrar filas en contra de la legalización de la droga, una medida que «riñe con las políticas de este Gobierno». Más tarde el Ministro de Defensa invitó a la Comisión a untarse de realidad, a escuchar el clamor mayoritario en contra de cualquier asomo de permisividad. Y luego el Ministerio del Interior reiteró que Colombia seguirá siendo un líder mundial en la heroica guerra contra los traficantes de drogas. «El debate no es solo ideológico ni menos aun de opciones pragmáticas. Es un compromiso que toda una Nación ha asumido con valor y entrega» dice el comunicado del Ministerio del Interior en un intento por rechazar prematuramente la invitación a pasar de la ideología al pragmatismo.
La guerra contra las drogas ha sido históricamente motivada por razones ideológicas. La Comisión propuso un cambio de enfoque, hizo una invitación al pragmatismo. Pero el Gobierno colombiano rechazó de entrada la posibilidad de un escrutinio tecnocrático, de una evaluación abierta de los costos y los beneficios de las políticas antidroga. El Gobierno quiere mantener la discusión en el plano ideológico. Los números no le interesan. Prefiere las declaraciones de principios, la retórica (ya gastada) del heroísmo, la apelación (facilista) a la voluntad popular o al moralismo indignado de las mayorías. En suma, el Gobierno insiste en politizar el debate.
La guerra contra las drogas es un producto de la guerra fría, de los odios políticos de Richard Nixon. Inicialmente estuvo dirigida en contra de la marihuana (miles de hectáreas fueron fumigadas en México, por ejemplo) pues la yerba se había convertido en un distintivo de los opositores a la guerra anticomunista en Vietnam. En septiembre de 1973, meses después de su creación, la DEA ejecutó su primera misión internacional en Chile. En pocos días logró que Augusto Pinochet extraditara 19 narcotraficantes a los Estados Unidos. La extradición tuvo esencialmente motivaciones políticas. La DEA pudo convencer al dictador chileno de que los narcotraficantes estaban financiando grupos clandestinos de izquierda. La política antidroga ha estado, desde sus orígenes, influida por la paranoia de la guerra fría.
La Comisión propone romper con esta tradición. Pero el Gobierno colombiano insiste en la politización del debate. Los proponentes de la legalización son considerados, sin excepción, enemigos políticos: blandengues, apaciguadores o (peor todavía) socialbacanes sin oficio. En la peor tradición de la guerra fría, el Gobierno no permitió el debate, redujo la cuestión a una distinción maniquea entre buenos y malos.