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mayo 2007

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¿Era Chávez inevitable?

Esta semana, un economista gringo planteó, en un foro electrónico, la siguiente pregunta hipotética. Supongamos que George Bush y Hugo Chávez están atrapados en un edificio en llamas y que sólo uno de los dos puede ser salvado de la conflagración. Y supongamos que alguien (una deidad perversa) nos concede el privilegio de salvar a uno de los dos: el condenado pasaría de un infierno a otro sin redención posible. ¿Qué hacer entonces? Curiosamente quien planteó la pregunta decidió evadir la respuesta. O contestarla a medias. Dijo que salvaría a Bush pero que condenar a Chávez no tenía sentido pues el energúmeno coronel era una necesidad histórica. Una presencia inevitable. Una figura necesaria en el sentido hegeliano del término.

De Chávez se podría decir lo que se dice de Paris Hilton: «si no existiera, el mundo la habría inventado». Quizá no con los mismos atributos (biográficos y anatómicos) pero sí con la misma esencia. El coronel no es un dato curioso. No es una broma del destino. No es un producto del azar. Es todo lo contrario. Un resultado de la historia. Si Chávez no existiera en la figura del coronel, existiría en la figura de un personaje parecido. Venezuela ya lo habría inventado. A su imagen y semejanza. Con ademanes desafiantes y carreta bolivariana.

El determinismo histórico es arriesgado. Y puede ser peligroso. Pero el chavismo luce inevitable a la luz de la historia reciente. Entre 1975 y 1995, la pobreza en Venezuela se multiplicó por tres y los salarios reales se dividieron por el mismo factor. En 1975, el Índice de Desarrollo Humano de Venezuela era seis puntos superior al de Colombia. Dos décadas más tarde, en 1995, ambos países estaban igualados. Previsiblemente el retroceso alimentó la frustración. Y disminuyó la tolerancia por la desigualdad. La siguiente metáfora, propuesta por Albert Hirschman, puede ayudar a explicar la situación. Existe una gran autopista de varios carriles. Inicialmente los autos circulan fluidamente. Unos carriles avanzan más rápido que otros pero las diferencias son toleradas de buena manera. Con el tiempo, sin embargo, el movimiento pierde dinamismo, se hace cada vez más lento, hasta que el tráfico se detiene casi completamente. Los conductores comienzan, entonces, a perder la paciencia, a desesperarse. Si un carril se mueve, así sea lentamente, reaccionan con violencia. Su intención es colarse a la fuerza. O, al menos, impedir el movimiento de los otros. De la gratificación se pasa a la indignación. Y con la indignación aparece Chávez.

En últimas, la figura de Chávez puede verse (o racionalizarse, al menos) como una forma de expiación. Como la manera perversa utilizada por la sociedad venezolana para vengarse de sí misma. Como un remedio autorrecetado que agravó la enfermedad. En nombre de las injusticias y los errores del pasado, Hugo Chávez está empeñado en sacrificar el futuro de Venezuela. La economía no petrolera se está reduciendo rápidamente. La misma producción de petróleo está disminuyendo. La corrupción está creciendo. Los ingresos extraordinarios dan la ilusión de movimiento. Pero, tarde o temprano, la autopista volverá a atascarse. Y la inmovilidad será peor que en el pasado.

Como lo sugiere la historia venezolana, los redentores se transforman fácilmente en verdugos. Los llamados a corregir los errores del pasado, en una especie de ceremonia trágica, terminan sacrificando el futuro. La historia de las repúblicas de América Latina, dijo alguna vez Nicolás Gómez Dávila, sólo puede escribirse con ironía. Y Venezuela, no es, ni mucho menos, la excepción. Nota: el gráfico muestra la evolución de los salarios reales en Venezuela. Las cuentas nacionales, las encuestas de hogares y la encuesta manufacturera (las tres fuentes disponibles de información) muestran lo mismo: un descenso sistemático de los salarios desde 1975.

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Los redentores morales

Art. 15: Todas las personas tienen derecho a su intimidad personal y familiar…

Art. 12: Nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia…

He copiado el Artículo 15 de nuestra Constitución Política y el Artículo 12 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos con el propósito de recordar que existen normas o reglas morales que las naciones civilizadas han adoptado voluntariamente. Primero, cabe mencionar lo obvio: algunos miembros de las fuerzas armadas de Colombia violan sistemáticamente estas normas. No sólo ahora. Siempre. La semana anterior, en medio de una conversación informal, un ex ministro del Frente Nacional me confesó que en la residencia presidencial de entonces existía una recámara repleta de cintas magnéticas que contenían conversaciones íntimas de políticos y otros protagonistas de la vida nacional.

Segundo, cabe mencionar lo menos obvio. No sólo quienes graban las conversaciones violan los artículos mencionados: incurren en la misma falta quienes las transcriben y las hacen públicas. Especialmente cuando la publicación es innecesaria y malintencionada, como la contenida en la edición más reciente de la revista Semana. Cuando leí la trascripción de la conversación entre María Consuelo Araujo y su hermano, me sentí violando el “derecho a la intimidad personal y familiar” de un ser humano, de estar “injiriendo arbitrariamente en su vida privada y familiar”.

En mi opinión, los periodistas de Semana incurrieron en una acto inmoral e ilegal. Y lo hicieron, creo yo, no por un motivo comercial o pecuniario, sino por una razón aparentemente más loable: por la pretensión de imponer su idea de la virtud sobre el resto de la sociedad, por sus ínfulas de superioridad moral. Digo más loable pero debería decir más peligrosa. La crisis del paramilitarismo ha llevado a mucha gente (periodistas, en su mayoría) a atribuirse el papel de redentores morales, a endilgarse como propia la labor de limpiar la sociedad. “Síganme los buenos” es su consigna favorita.

La revista Semana dejó en claro que pretende liderar un «grupo de limpieza social». Para sus periodistas, la violación de los Derechos Humanos o de la Constitución es un asunto secundario ante la tarea mayúscula de la redención moral. De la salvación nacional.

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El lío de las universidades públicas

Miles de estudiantes, con libros en la mano y determinación de cruzados, colmaron esta semana las calles bogotanas en defensa de las universidades públicas. La Universidad Nacional y algunas universidades regionales decidieron cerrar sus puertas ante la vehemencia de las protestas. Incluso algunos estudiantes de secundaria sumaron sus mutantes voces (siempre prestas a repetir estribillos) a las ruidosas denuncias. No sé cuántos de los manifestantes habrán reparado en las razones de su indignación. Pero, mirado desde afuera, todo este asunto luce exagerado. O, al menos, sobrecargado de emociones. Las graderías están llenas de espectadores vociferantes pero el partido ya terminó. Sin grandes emociones. No obstante la gritería continúa. Como siempre, la inercia del corazón supera a la de la razón.

El origen de las protestas es un confuso artículo incluido en la Ley del Plan de Desarrollo, aprobada recientemente por el Congreso, que dice, palabras más, palabras menos, que el Gobierno y las universidades públicas del orden nacional concurrirán en el saneamiento de las deudas pensionales. El artículo no dice nada sobre cuánto aportará el primero y cuánto las segundas. Durante el trámite de la ley, el Gobierno dio versiones contradictorias sobre el objetivo del articulito. El Ministerio de Educación decía una cosa; el de Hacienda, otra; Planeación Nacional no decía nada. La ambigüedad oficial despertó dudas. Alimentó sospechas. Y contribuyó a crear la sensación de que el Gobierno tenía el propósito oculto de transferir una buena parte del pasivo pensional a las universidades, lo que pondría en riesgo su viabilidad financiera, comprometería sus objetivos misionales y obligaría a aumentar las matrículas.

Pero esta semana se han revelado las intenciones del Gobierno. O, al menos, se han moderado sus pretensiones. El Gobierno Nacional seguirá asumiendo entre 95 y 98% de los aportes destinados a atender el pasivo pensional. Aparentemente el articulito en cuestión estuvo motivado por un exceso de santanderismo, por un prurito de ortodoxia jurídica. El artículo 131 de la Ley 100 de 1993 autoriza al Gobierno a realizar aportes a las universidades públicas del orden territorial, pero no a las del orden nacional. Y el Gobierno quiso utilizar el Plan de Desarrollo para darle un soporte legal a lo que ya venía haciendo, para legalizar una situación de hecho. Probablemente el Gobierno quería también llamar la atención acerca de la magnitud del problema. Y exigir una mayor transparencia en las cuentas pensionales. Pero los objetivos eran más de forma que de fondo. En suma, una discusión formal se convirtió en un problema mayor por cuenta de la improvisación del Gobierno, de la susceptibilidad de las universidades y de la misma crispación ideológica del país.

Pero más allá de las intenciones del Gobierno y de la confusión reinante, la vehemencia de las protestas contrasta con la pasividad de los estudiantes ante los abusos pensionales y ante la misma corrupción de muchas universidades públicas. Algunas universidades se convirtieron en pensionaderos ante la mirada complaciente e indiferente de sus estudiantes. Las mesadas de varios millones nunca suscitaron protestas airadas. El desgreño administrativo nunca mereció denuncias: ni propias, ni ajenas. Pareciera que los rivales abstractos (el Estado, el neoliberalismo, etc.) fuesen muchos más enervantes que los enemigos concretos (los politiqueros, los corruptos, etc.).

Al mismo tiempo, algunos de los manifestantes sufren (y me perdonarán la cacofonía) de insolidaridad intergeneracional. El crecimiento del pasivo pensional no los inmuta. Sus efectos sobre el gasto social del futuro los tiene sin cuidado. Sólo el presente figura en sus cavilaciones. Pero, tristemente, serán las generaciones futuras (allí están, esas son) las que terminarán pagando la pensión.
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Ni plan, ni desarrollo

Ya muchos analistas lo han advertido. Pero no sobra repetirlo una vez más. La planeación económica está en crisis. No parece servir ningún propósito. El Plan de Desarrollo, en particular, pone en evidencia nuestras falencias institucionales y magnifica nuestros vicios políticos. Antes de la Constitución de 1991, el Plan de Desarrollo era un documento académico, una versión sofisticada de las promesas de campaña del candidato ganador. Ahora es, al mismo tiempo, un manifiesto programático, un documento participativo y una ley de la República. El Plan es un monstruo de tres cabezas: una tecnocrática (a cargo de Planeación Nacional), otra participativa (a cargo del Consejo Nacional de Planeación) y una más representativa (a cargo del Congreso). En su concepción actual, el Plan de Desarrollo es un revoltijo ideológico. Una institución ambigua e inoperante.

El trámite del Plan de Desarrollo magnifica uno de los aspectos más nocivos de la política colombiana: el clientelismo. El Plan hace las veces de un imán para las demandas clientelistas. Los mismos parlamentarios reconocen que el Plan se ha convertido en un listado de buenas (y malas) intenciones. Pero el reconocimiento no modera el apetito clientelista. La mayoría de los parlamentarios participa activamente en la piñata. En el Congreso, el Plan es percibido como un primer filtro. Como el comienzo de la larga carrera por convertir las demandas clientelistas, primero, en partidas presupuestales, y luego, en proyectos regionales.

Adicionalmente, el Plan de Desarrollo concita una enorme cantidad de intereses particulares. El Plan no es sólo una piñata de proyectos: es también una feria de cambios legales. Una especie de festín legislativo. Los llamados micos son una presencia ordinaria en las leyes colombianas. Los micos usualmente se esconden tras el articulado, tras las disposiciones legales. Pero en el Plan de Desarrollo los micos no tienen la necesidad de esconderse. Son tantos, que se encubren los unos a los otros. La inmunidad está garantizada por la cantidad. Sólo los ejemplares más grotescos son avistados. Pero la mayoría se siente segura en medio de la multiplicidad.

Pero los clientelistas y los lobbistas no son los únicos que se benefician de la confusión, de la jungla del Plan de Desarrollo. El Gobierno también trata de sacar partido. El Gobierno usa el Plan de Desarrollo para hacer parcheo legislativo, para modificar marginalmente algunas leyes y aprobar rápidamente algunas normas aisladas. O, en términos generales, para reformar lo particular sin tener que afrontar la discusión sobre lo general. En últimas, el mismo Gobierno contribuye a la avalancha legislativa. Usualmente cada ministro aporta varios micos a la profusa colección.

Esta semana, algunos parlamentarios de la oposición anunciaron que demandarán la ley del plan aprobada recientemente por el Congreso. Pero demandar la ley del plan no tiene mucho sentido. No resuelve el problema estructural. No elimina las falencias institucionales. En nombre de la planeación y la participación, la Constitución de 1991 creó un escenario propicio (casi perfecto) para la acumulación de rentas, para la subordinación del interés general a los intereses particulares de los políticos y sus patrocinadores. En lugar de combatir las consecuencias del problema, el Congreso debería promover un cambio constitucional que elimine completamente el trámite legislativo del Plan Nacional de Desarrollo, el cual, en honor a la verdad, no es plan, ni es nacional, ni es de desarrollo.
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Sobre la radicalización de la política

Quiero comenzar con una opinión sobre una opinión. Con lo escrito por un lector de la revista Semana a propósito de la última columna de Antonio Caballero: “¿Será que se nos está mareando nuestro gran columnista? Últimamente está como raro. Con una neutralidad muy sospechosa”. Cientos de opiniones similares pueden leerse diariamente en los foros electrónicos de la prensa colombiana. Muchos lectores aborrecen la neutralidad. Demandan posiciones rotundas y adjetivos rabiosos. Si uno de sus columnistas predilectos les rebaja la dosis, protestan indignados. Quieren más. Y de lo mismo. Lo necesitan para alimentar sus prejuicios. Para satisfacer sus excesos ideológicos. O afirmar sus convicciones implacables.

Los lectores radicales usualmente encuentran quien calme sus ansias. La oferta se acomoda a la demanda. Siempre habrá columnistas dispuestos a alimentar la crispación ideológica de algunos lectores. Los primeros entregan opiniones exaltadas a cambio de los aplausos incondicionales de los segundos. Y mientras más fuertes los aplausos, más alto el volumen de las opiniones. Y más notoria la figura de los opinadores. Como escribió recientemente el jurista español Antonio Garrigues, “la pasión por la verdad, por lo justo y por lo objetivo, lisa y llanamente, se ha esfumado. A nadie le interesa ya la información real, la información a secas, sino los análisis más envenenados, más ofensivos, más descalificadores, y con preferencia especial, los más groseros”.

Por supuesto, el asunto no es sólo de columnistas y lectores. La radicalización de los políticos alimenta la de los editorialistas, y viceversa. Unos y otros contribuyen a la degradación del debate democrático: al afianzamiento del equilibrio perverso de la polarización absoluta. Una vez alcanzado este equilibrio, y en Colombia no estamos lejos, la neutralidad es percibida como sospechosa. Como pereza ideológica. Como un atributo de otros tiempos. Anacrónico. En palabras del mismo Garrigues, “la opción es simple: o se está con ellos del todo dándoles la razón absoluta o se está contra ellos y se pagan las consecuencias”. O se escoge un polo o el otro. Un bando o el opuesto. Blanco o negro. Uribe o Petro. Al final, cuando la polarización es completa, la gente ya no tiene causas. Sólo tiene enemigos.

Así las cosas, incumbe defender la neutralidad. La moderación de los juicios. Las pretensiones de objetividad. No se trata de abogar por la equidistancia o por una asepsia ideológica imposible, pero sí por la ecuanimidad. Por la crítica sustentada en los hechos. Por la libertad de señalar, por ejemplo, el clientelismo y los extravíos populistas del Gobierno. Y de denunciar, al mismo tiempo, las falacias de la oposición: su incapacidad para reconocer el mejoramiento de las condiciones de seguridad y el avance social producido por la recuperación económica. En últimas, Fernando Londoño y Jorge Enrique Robledo, para citar sólo dos ejemplos, son dos falsos contrarios. Dos polos que se atraen. Que se necesitan mutuamente.

En fin, creo que es conveniente rechazar la radicalización de la confrontación política colombiana. Condenar la descalificación a priori de los contendores. Denunciar la sustitución del debate por el intercambio de epítetos: “asesino”, “mafioso”, “afeminado”, “lacayo”, “terrorista” o “melifluo”. El debate democrático sólo será productivo si las causas son más importantes que los enemigos. Si los argumentos priman sobre los epítetos. De lo contrario, la política podría correr la suerte de la lucha libre: podría convertirse en un espectáculo grotesco del que sólo se ocupan unos cuantos enardecidos dispuestos a celebrar los golpes bajos de los encapuchados. En palabras de Garrigues, “no es una amenaza. Es sólo una advertencia”.