Miles de estudiantes, con libros en la mano y determinación de cruzados, colmaron esta semana las calles bogotanas en defensa de las universidades públicas. La Universidad Nacional y algunas universidades regionales decidieron cerrar sus puertas ante la vehemencia de las protestas. Incluso algunos estudiantes de secundaria sumaron sus mutantes voces (siempre prestas a repetir estribillos) a las ruidosas denuncias. No sé cuántos de los manifestantes habrán reparado en las razones de su indignación. Pero, mirado desde afuera, todo este asunto luce exagerado. O, al menos, sobrecargado de emociones. Las graderías están llenas de espectadores vociferantes pero el partido ya terminó. Sin grandes emociones. No obstante la gritería continúa. Como siempre, la inercia del corazón supera a la de la razón.
El origen de las protestas es un confuso artículo incluido en la Ley del Plan de Desarrollo, aprobada recientemente por el Congreso, que dice, palabras más, palabras menos, que el Gobierno y las universidades públicas del orden nacional concurrirán en el saneamiento de las deudas pensionales. El artículo no dice nada sobre cuánto aportará el primero y cuánto las segundas. Durante el trámite de la ley, el Gobierno dio versiones contradictorias sobre el objetivo del articulito. El Ministerio de Educación decía una cosa; el de Hacienda, otra; Planeación Nacional no decía nada. La ambigüedad oficial despertó dudas. Alimentó sospechas. Y contribuyó a crear la sensación de que el Gobierno tenía el propósito oculto de transferir una buena parte del pasivo pensional a las universidades, lo que pondría en riesgo su viabilidad financiera, comprometería sus objetivos misionales y obligaría a aumentar las matrículas.
Pero esta semana se han revelado las intenciones del Gobierno. O, al menos, se han moderado sus pretensiones. El Gobierno Nacional seguirá asumiendo entre 95 y 98% de los aportes destinados a atender el pasivo pensional. Aparentemente el articulito en cuestión estuvo motivado por un exceso de santanderismo, por un prurito de ortodoxia jurídica. El artículo 131 de la Ley 100 de 1993 autoriza al Gobierno a realizar aportes a las universidades públicas del orden territorial, pero no a las del orden nacional. Y el Gobierno quiso utilizar el Plan de Desarrollo para darle un soporte legal a lo que ya venía haciendo, para legalizar una situación de hecho. Probablemente el Gobierno quería también llamar la atención acerca de la magnitud del problema. Y exigir una mayor transparencia en las cuentas pensionales. Pero los objetivos eran más de forma que de fondo. En suma, una discusión formal se convirtió en un problema mayor por cuenta de la improvisación del Gobierno, de la susceptibilidad de las universidades y de la misma crispación ideológica del país.
Pero más allá de las intenciones del Gobierno y de la confusión reinante, la vehemencia de las protestas contrasta con la pasividad de los estudiantes ante los abusos pensionales y ante la misma corrupción de muchas universidades públicas. Algunas universidades se convirtieron en pensionaderos ante la mirada complaciente e indiferente de sus estudiantes. Las mesadas de varios millones nunca suscitaron protestas airadas. El desgreño administrativo nunca mereció denuncias: ni propias, ni ajenas. Pareciera que los rivales abstractos (el Estado, el neoliberalismo, etc.) fuesen muchos más enervantes que los enemigos concretos (los politiqueros, los corruptos, etc.).
Al mismo tiempo, algunos de los manifestantes sufren (y me perdonarán la cacofonía) de insolidaridad intergeneracional. El crecimiento del pasivo pensional no los inmuta. Sus efectos sobre el gasto social del futuro los tiene sin cuidado. Sólo el presente figura en sus cavilaciones. Pero, tristemente, serán las generaciones futuras (allí están, esas son) las que terminarán pagando la pensión.
El origen de las protestas es un confuso artículo incluido en la Ley del Plan de Desarrollo, aprobada recientemente por el Congreso, que dice, palabras más, palabras menos, que el Gobierno y las universidades públicas del orden nacional concurrirán en el saneamiento de las deudas pensionales. El artículo no dice nada sobre cuánto aportará el primero y cuánto las segundas. Durante el trámite de la ley, el Gobierno dio versiones contradictorias sobre el objetivo del articulito. El Ministerio de Educación decía una cosa; el de Hacienda, otra; Planeación Nacional no decía nada. La ambigüedad oficial despertó dudas. Alimentó sospechas. Y contribuyó a crear la sensación de que el Gobierno tenía el propósito oculto de transferir una buena parte del pasivo pensional a las universidades, lo que pondría en riesgo su viabilidad financiera, comprometería sus objetivos misionales y obligaría a aumentar las matrículas.
Pero esta semana se han revelado las intenciones del Gobierno. O, al menos, se han moderado sus pretensiones. El Gobierno Nacional seguirá asumiendo entre 95 y 98% de los aportes destinados a atender el pasivo pensional. Aparentemente el articulito en cuestión estuvo motivado por un exceso de santanderismo, por un prurito de ortodoxia jurídica. El artículo 131 de la Ley 100 de 1993 autoriza al Gobierno a realizar aportes a las universidades públicas del orden territorial, pero no a las del orden nacional. Y el Gobierno quiso utilizar el Plan de Desarrollo para darle un soporte legal a lo que ya venía haciendo, para legalizar una situación de hecho. Probablemente el Gobierno quería también llamar la atención acerca de la magnitud del problema. Y exigir una mayor transparencia en las cuentas pensionales. Pero los objetivos eran más de forma que de fondo. En suma, una discusión formal se convirtió en un problema mayor por cuenta de la improvisación del Gobierno, de la susceptibilidad de las universidades y de la misma crispación ideológica del país.
Pero más allá de las intenciones del Gobierno y de la confusión reinante, la vehemencia de las protestas contrasta con la pasividad de los estudiantes ante los abusos pensionales y ante la misma corrupción de muchas universidades públicas. Algunas universidades se convirtieron en pensionaderos ante la mirada complaciente e indiferente de sus estudiantes. Las mesadas de varios millones nunca suscitaron protestas airadas. El desgreño administrativo nunca mereció denuncias: ni propias, ni ajenas. Pareciera que los rivales abstractos (el Estado, el neoliberalismo, etc.) fuesen muchos más enervantes que los enemigos concretos (los politiqueros, los corruptos, etc.).
Al mismo tiempo, algunos de los manifestantes sufren (y me perdonarán la cacofonía) de insolidaridad intergeneracional. El crecimiento del pasivo pensional no los inmuta. Sus efectos sobre el gasto social del futuro los tiene sin cuidado. Sólo el presente figura en sus cavilaciones. Pero, tristemente, serán las generaciones futuras (allí están, esas son) las que terminarán pagando la pensión.