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16 diciembre, 2006

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Una propuesta modesta

Quisiera aprovechar esta columna para hacer una propuesta sencilla. O para plantear una mera inquietud. La propuesta no pretende alterar el contrato social. Ni propiciar un cambio institucional. Ni instaurar un nuevo modelo económico. El objetivo es más modesto. Se trata, en general, de una invitación a hacer justicia social con nuestras propias manos (o bolsillos). A quitarle al Estado el monopolio de la redistribución. A intervenir voluntariamente un mercado específico. A no respetar los términos de intercambio. A pagar más de lo que toca.

Si el lector quiere conocer los detalles de la propuesta, lo invito a leer de una vez el último párrafo de esta columna. Pero yo debo antes hacer algunas aclaraciones. Y exponer los motivos del asunto. Primero, la propuesta no es mía: es de mi colega Luis Carlos Valenzuela, quien me la expuso hace ya varios meses durante una conversación informal. Y segundo, la propuesta está dirigida no sólo a los grandes potentados, sino también a los hogares que (en términos absolutos) conforman nuestra quejumbrosa clase media pero que (en términos relativos) constituyen nuestra privilegiada clase alta. En concreto, la propuesta va dirigida a los hogares del decil superior de la distribución del ingreso. Al 10% más rico: aproximadamente un millón de familias que, en conjunto, acaparan casi la mitad del ingreso nacional.

Los hogares en cuestión son los beneficiarios de una doble desigualdad. No sólo tienen ingresos muy superiores al resto, sino que pueden también comprar servicios personales a precios irrisorios. Casi indignos. La abundancia de mano de obra no calificada (que explica, en buena parte, la desigualdad del ingreso) les permite a muchas familias acomodadas disfrutar, a precios módicos, muy inferiores a los que estarían dispuestos a pagar, de los servicios de aseadoras, cocineras, niñeras y conductores. Para no mencionar la conveniencia de los peluqueros a domicilio. O de los tramitadores a destajo. Los proveedores de servicios personales trabajan por una fracción de lo que perciben sus contrapartes en el primer mundo. El servicio de una aseadora, por ejemplo, cuesta 30 veces más en Nueva York que en Bogotá.

Hace algún tiempo, un reportero del diario The New York Times, interesado en estudiar las diferencias en los patrones de consumo entre los ricos de los ricos y el resto de los mortales, pasó varios días persiguiendo señoras de clase alta en los Estados Unidos. Su conclusión fue tajante. Ni las carteras, ni los relojes, ni las prendas, ni las agendas electrónicas marcan la diferencia. La crema de la crema se distingue de los demás por su acceso a los servicios personales. Las señoras más ricas son las que tienen empleadas permanentes. Las que pueden pagar el lujo imposible de los servicios personales. Pero, en Colombia, el mismo privilegio está disponible para muchos hogares acomodados que pueden comprar servicios personales a precios de abundancia y así disfrutar del tipo de ayuda sólo asequible para la realeza europea o la aristocracia americana. En últimas, la doble desigualdad facilita el acceso a los lujos de los más ricos de los ricos.

Así las cosas, no estaría de más pagar algo más. Y en eso consiste, precisamente, la esencia de mi propuesta. En dar propinas abundantes a los proveedores de servicios personales. Hasta que duela como dijo recientemente el filósofo Peter Singer. En pagarles 20, 30 o 70% más a las empleadas domésticas. En no negociar hasta el último peso del precio de los servicios de niñeras y tramitadores. En remunerar generosamente a quienes nos facilitan la vida con su trabajo. Y a quienes les pagamos apenas una fracción de lo que estamos dispuestos a pagar. Para que así, con el tiempo, los servicios personales sean lo que deben ser: una mercancía que se compra y se vende, y no una forma velada de esclavitud.