Browsing Category

Reflexiones

Reflexiones

Kundera sobre el fin de la tragedia

Liberar los grandes conflictos humanos de la ingenua interpretación de la lucha entre el bien y el mal, entenderlos bajo la luz de la tragedia, fue una inmensa hazaña del espíritu; puso en evidencia la fatal relatividad de las verdades humanas; hizo sentir la necesidad de hacer justicia al enemigo. Pero el maniqueísmo moral es invencible: recuerdo una adaptación de Antígona que vi en Praga después de la guerra; al liquidar lo trágico dentro de la tragedia, el autor de la adaptación convirtió a Creonte en un malvado fascista enfrentado a la joven heroína de la libertad.

Las actualizaciones políticas de Antígona estuvieron de moda después de la segunda guerra mundial. Hitler trajo no sólo indecibles horrores a Europa, sino que la expolió de su sentido trágico. Toda la historia política contemporánea pasó desde entonces a ser vista y vivida como una lucha del bien contra el mal. Las guerras, las guerras civiles, las revoluciones, las contrarrevoluciones, las luchas nacionales, las rebeliones y su represión fueron barridas del territorio de lo trágico y expedidas a la autoridad de jueces ávidos de castigo. ¿Se trata de una regresión? ¿O una recaída en la fase pretrágica de la humanidad? Y en tal caso, ¿quién ha ocasionado laregresión? ¿La Historia misma, usurpada por unos criminales? ¿O nuestra manera de entender la Historia? Lo trágico nos ha abandonado; y éste es tal vez nuestro verdadero castigo.

Reflexiones

Fernando Vallejo sobre el amor

El amor es una quimera de un solo sentido como una flecha, que sólo tiene una punta, no dos. ¿Cuándo ha visto usted una flecha que vaya y venga? El amor es para darlo, no para pedirlo. No pida amor. Delo, si tiene. Y si no, pues no.

Academia Reflexiones

Estado paternalista

El Estado paternalista tiene cada vez más promotores. Unos lo defienden en nombre de las buenas costumbres y los valores éticos; otros en nombre de la salud pública y el bienestar general.  Los primeros quieren controlar las mentes de los jóvenes; los segundos aspiran a proteger sus cuerpos. Pero más allá de estas diferencias, unos y otros pretenden regular el comportamiento privado, sustituir a los padres de familia y en últimas usar el poder estatal para promover una forma de vida particular: la suya.

Como ha informado la prensa nacional, el gobernador de Antioquia Sergio Fajardo decidió hace unos días prohibir los concursos de belleza y los desfiles de moda en los colegios públicos del departamento, pues, en su opinión, “nada aportan a la formación ética… y constituyen una actividad discriminatoria, humillante y atentatoria de la dignidad femenina”. El Procurador Alejandro Ordoñez respaldó la decisión del gobernador con argumentos similares. «Me gusta la idea”, dijo. “La cultura hedonista, la vida fácil, es una de las causas del progresivo deterioro de las ideas y de los valores», enfatizó. “Ipsedixistas” llamaba el filósofo Jeremías Bentham a los reformadores sociales que pretenden convertir sus prejuicios personales en imperativos categóricos, en decretos, leyes  o mandatos.  La palabreja ya se olvidó (con razón). Pero el concepto es ahora más relevante que nunca.

El Estado paternalista no solo es promovido en nombre de la moral o la ética. Muchas veces se justifica con base en fines más concretos, la salud pública por ejemplo.  En Nueva York se prohibió recientemente la venta de gaseosas de más de medio litro con el fin de proteger la salud de jóvenes y niños. En Francia los cigarrillos de chocolate fueron prohibidos hace unos años con el mismo objetivo. Esta semana, en un debate sobre el consumo de drogas que tuvo lugar en la Universidad de los Andes, un funcionario del gobierno colombiano mencionó una estadística, producida por la Organización Mundial de la Salud (OMS), según la cual la mitad de las muertes en el mundo tienen como causa probada algún tipo de adicción. Si buena parte de la población es adicta o enferma, dirán algunos apoyados en la ciencia médica, el Estado debería, entonces, regular la dieta y las formas de vida de todo el mundo. Hacia allá vamos aparentemente.

No es fácil definir los límites del Estado paternalista. Su lógica es expansiva, un paso lleva al siguiente, al otro, al próximo, etc. “¿Será entonces que se prohibirá ahora la gimnasia con sus uniformes ceñidos al cuerpo o el uso de falditas? ¿Se prohibirán también ciertos bailes y danzas donde las niñas dejan ver sus piernas y brazos? ¿Se promoverá el vestido largo o la camiseta cuello tortuga?”, preguntaba esta semana el abogado David Suárez. Otras preguntas vienen al caso: ¿por qué no prohibir también las papas fritas? ¿O las hamburguesas? ¿O los dulces?  Al fin y al cabo la obesidad es un problema creciente y muchos estudios señalan, sin dejar lugar a dudas, que los jóvenes deberían comer más frutas y verduras.

Un mundo de jóvenes bien vestidos y bien nutridos, que se dedican a cultivar las virtudes duraderas de la sabiduría y la solidaridad parece un ideal atractivo. Pero puede ser también una gran pesadilla. Sea lo que sea, no justifica la expansión del Estado paternalista y el consecuente menoscabo de las libertades individuales.

Reflexiones

Petrogrado

Creí que Gustavo Petro podría ser un buen alcalde de Bogotá. O al menos estaba dispuesto a deponer el escepticismo, a suspender la incredulidad transitoriamente, a darle el beneficio de la duda por algunos meses. Me parecía interesante, por ejemplo, su propuesta de cobrar por el uso de algunas vías urbanas con el fin disminuir la creciente congestión vehicular. Igualmente consideraba atractiva su idea de priorizar la educación prescolar, de crear cientos de jardines infantiles y redes de atención local. Más allá de las propuestas concretas, valoraba su disposición a buscar acuerdos por fuera de los límites estrechos de los dogmas partidistas y los prejuicios ideológicos más arraigados. Petro, pensaba, parecía dispuesto a hacer lo que toca. “Aquí, donde lo necesario suele ser imposible”.

Pero en política las ilusiones no duran mucho. En pocos meses, Petro ha probado que no va a hacer lo que toca y que por el contrario está empeñado, casi perversamente, en hacer lo que no toca. En muchos frentes. Pero más que sus propuestas equivocadas, su incapacidad de conformar un equipo de gobierno o su mismo desconocimiento de los principales problemas de la ciudad de Bogotá, me preocupa su creciente autoritarismo, sus ínfulas de iluminado, su tendencia a la improvisación carismática. Petro está tan convencido de la bondad bondadosa de sus buenas intenciones y sus ideas de gobierno que parece dispuesto a hacer cualquier cosa para llevarlas a cabo. “Síganme los buenos”, sugiere a diario. Y como suele pasar, cada vez se queda más solo.

La decisión de la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá -EAAB- de no venderles agua en bloque a los municipios circunvecinos revela, como ninguna otra, el talante autoritario del alcalde Petro, su irrespeto a los límites legales, su pretensión de extender arbitrariamente el alcance geográfico de su mandato. De nada han valido los reclamos del gobernador Cundinamarca, quien señala, con razón, que el alcalde distrital pretende usurparles a los alcaldes municipales la competencia sobre la orientación territorial. O las advertencias del Superintendente deServicios Públicos Domiciliarios, quien ha dicho, sin rodeos, que la EAAB está violando el derecho constitucional al agua potable de cientos de miles de personas. O las observaciones de varios dirigentes gremiales, quienes advierten, con cifras en la mano, que varios proyectos de vivienda de interés social tendrían que ser aplazados irremediablemente con consecuencias adversas: muchos habitantes de municipios cercanos a Bogotá se verían forzados a emigrar, se convertirían en desplazados del agua por decirlo de manera dramática.

El fin, dirá Petro, su objetivo de ponerle freno a una expansión territorial percibida como caótica justifica sus medios arbitrarios, casi extorsivos, esta suerte de matoneo político.  “O hacen lo que yo quiero o les cierro la llave”, sugiere. Lo mismo, cabe recordarlo, hizo Putin con la venta de gas a Ucrania y otras países insubordinados. “Petro pretende convertir a Bogotá y sus dominios en Petrogrado”, señaló hace un poco un ex funcionario desencantado. Razón no le falta.

Repitiendo: el alcalde Petro parece no tener límites. Ni los legales que definen de manera precisa el alcance geográfico de su poder. Ni los de la cordura y el sentido común. Ni tampoco, me temo, los del respeto y la decencia.

Reflexiones

Café y petróleo

Esta semana, durante la transmisión del partido de fútbol entre las selecciones olímpicas de Colombia y Corea del Norte, un narrador argentino incurrió en un atavismo interesante. “El conjunto cafetero” decía cada vez que una jugadora colombiana recuperaba el balón. La frase sonaba poética. O nostálgica al menos. El café hizo parte de nuestro pasado. Pero no hará ya parte de nuestro futuro. En los últimos meses, cabe recordarlo, hemos tenido que importar café para abastecer el mercado interno.

Las exportaciones de café apenas representaron 3% de nuestras ventas externas entre enero y mayo de 2012. En 2011 representaron menos de 5%. El cultivo de café se ha movido hacia al sur del país, como si estuviera preparando su salida definitiva. En la llamada zona cafetera, otro atavismo, el principal producto de exportación ha sido, desde hace mucho más de una década, la gente, el capital humano para decirlo de otro modo. Los países son lo que exportan. Y  Colombia fue, por muchos años, un país cafetero en un sentido que iba mucho más allá de la realidad económica, que abarcaba también las realidades sociales y políticas. Pero ya no lo es.

Mientras tanto Colombia se ha venido transformando en un país petrolero.  En  los cinco primeros meses de este año, por primera vez en nuestra historia económica, las exportaciones de petróleo superaron la mitad del total de las exportaciones. Uno puede hacer todo tipo de salvedades: las reservas colombianas siguen siendo (comparativamente) irrisorias, la producción todavía no alcanza un millón de barriles diarios, los grandes descubrimientos parecen cosa del pasado, etc. Pero el hecho cierto es que nuestra inserción en la economía global, nuestra participación en los flujos internacionales de bienes y capitales, depende hoy más que nunca del petróleo.   Paradójicamente las jugadoras del equipo cafetero viven en un país petrolero.

Y los países petroleros suelen ser distintos. Buena parte de la plata del café le llegaba a la gente, a campesinos empeñados en la búsqueda de “prosperidad y mejoras” como decían hace un siglo. La plata del petróleo, por el contrario, no le llega a la gente, sino al Estado. Originalmente la palabra “regalías” designaba los recursos entregados al monarca para su beneficio personal, un significado que no ha perdido validez. Con el petróleo crece el tamaño del Estado y el protagonismo de los políticos y  aumenta por lo tanto la importancia de las contiendas electorales, que deciden quién manejará el botín. Ni más ni menos. Con el petróleo, además, el Estado deja de ser visto como el proveedor de unos servicios pagados con nuestros impuestos y pasa a ser percibido como el administrador de un tesoro escondido.

Finalmente la dependencia externa es mayor con el petróleo que con el café. En la elaboración del  presupuesto del año entrante, el gobierno supuso un precio del barril del petróleo de 100 dólares, una apuesta arriesgada de la que depende el equilibrio fiscal o la suerte de muchos programas y proyectos. Si el precio del petróleo resulta menor al presupuestado, el Ministro de Hacienda ya anunció la venta de un paquete de acciones de Ecopetrol: el momento no sería el más propicio pero no habría alternativa. Así es la vida en las repúblicas petroleras. Colombia trató por muchos años de liberase de la dependencia del café. Recientemente parece haberlo logrado. Depende ahora del petróleo. Un progreso dudoso por decir lo menos.

Reflexiones

Pugilato

Siempre se juntan en el mismo rincón. Ninguno espera convencer al otro. Todo lo contrario: ambos aspiran a reforzar sus convicciones, a entrenarse para el diálogo más complicado (y honesto) que suelen tener consigo mismos.“Usted parece no entender la lógica del asunto: si el Estado ha estado ausente por décadas y décadas, la mayoría percibirá al ejército como una fuerza invasora, como un ejército de ocupación. Un Estado manco jamás tendrá legitimidad. La mano derecha necesita de la mano izquierda. Así de simple”.

“Pero la ausencia del Estado muchas veces tiene como origen el rechazo mismo al Estado. No por casualidad las montañas del Cauca son el último reducto indígena en Colombia. Allí a duras penas llegaron los españoles. Allí nunca se asomó la Colonización Antioqueña. Allí la hostilidad ha sido una constante histórica. El Estado no va a estar donde no lo quieren”.

“Pero el rechazo es una reacción obvia y entendible ante una fuerza extraña e ilegítima. En la conquista, en la colonia o en la república”.

“Pero, entonces,  estamos ante un círculo vicioso: se rechaza al Estado porque no existe y el Estado no existe porque se rechaza. Sea lo que sea, la ausencia del Estado (esa explicación enlatada) no ha sido tan grande como se dice. ¿Sabía usted que el porcentaje de personas con necesidades básicas insatisfechas es mucho mayor en Lorica (Córdoba), San Onofre (Sucre), Plato (Magdalena), Cáceres (Antioquia) y Ataco (Tolima) que en Toribio (Cauca)? Podría citarle otros cien municipios. Más que mayor Estado, muchas regiones de Colombia necesitan más mercado”.

“¿No están muchas comunidades ancestrales siendo insertadas a la fuerza en los mercados internacionales, esto es, siendo amenazadas por compañías mineras y demás? ¿No es precisamente el narcotráfico una forma violenta y destructiva de conectarse con los mercados?”

“El principal problema del Cauca y otras regiones de Colombia no es la falta de Estado, sino la falta de oportunidades económicas para los jóvenes, oportunidades que deben venir del sector privado. Los cultivos ilícitos son el resultado del aislamiento económico. A los jóvenes los reclutan los grupos armados con la promesa de un almuerzo.  El problema en discusión se arregla con carreteras, con empresarios, con iniciativa privada, no con utopías burocráticas”.

“Empresarios que, como ha ocurrido en otras partes, lleguen a comprar tierras y a desplazar las poblaciones,  a convertir a los indígenas en peones de su codicia o proletarios de su ambición.  Si eso es a lo que usted llama desarrollo, ya entiendo por qué las comunidades lo rechazan con tanta vehemencia”.

“Esos son prejuicios suyos. Recuerdo haber leído, hace ya algunos unos años, la historia de un líder indígena chileno quien, ante la promesa del gobierno de promover la educación bilingüe en su comunidad, replicó: ‘sí estamos interesados en el bilingüismo, queremos que nos enseñen inglés’.”.

“En su concepción del desarrollo no hay espacio para la diversidad.  ¿Por qué no propone de una vez por todas que los indígenas emigren y se conviertan en obreros de la construcción?”

“¿Y usted que propone? Cien años más de soledad”.

Los dialogantes se despidieron calmadamente. La experiencia les ha enseñado que la economía no es otra cosa que un diálogo sin principio y sin fin sobre las posibilidades y las dificultades del cambio social.

Reflexiones

Homo politicus

“Nuestro razonamiento moral se parece más al de un político en campaña que al de un científico en busca de la verdad”, escribió recientemente el sicólogo estadounidense Jonathan Haidt.  Moralmente hablando, sugiere Haidt, somos similares a los políticos. O mejor, los políticos son semejantes a nosotros. Sus falencias morales son más visibles. Por obvias razones. Pero no son distintas a las del hombre de la calle. O a las del ciudadano indignado. O a las de un profesor universitario.

Como los políticos, que exigen cientos de pruebas cuando un copartidario es acusado de corrupción pero están siempre dispuestos a condenar a un contradictor con un único indicio, somos oportunistas en nuestras pesquisas, escépticos o creyentes según convenga. Los sicólogos han documentado innumerables veces esta forma de oportunismo mental. Si un examen (de inteligencia, por ejemplo) nos favorece, aceptamos los resultados inmediatamente. Si no, cuestionamos su pertinencia, su veracidad o las intenciones de sus creadores. En términos generales no usamos la información objetivamente. Por el contrario, la manipulamos para acomodarla a nuestras necesidades, para llegar a las conclusiones deseadas.

Como los políticos, que viven rodeados de especialistas en fabricar excusas, tendemos a usar nuestra capacidad de raciocinio no para obrar según algún precepto moral, sino para justificar nuestras actuaciones. Cualesquiera que sean. “El razonamiento consciente –dice Haidt– funciona como un secretario de prensa que justifica automáticamente cualquier posición tomada por el presidente”. Con frecuencia ponemos la razón al servicio de la sinrazón. Y no sólo en la política. También en la vida diaria. Las personas más inteligentes no tienden a actuar más correctamente. Simplemente son más hábiles para justificar sus deslices. La inteligencia no reduce nuestras fallas morales, solo ayuda a esconderlas.

Como los políticos que incurren en actos deshonestos cuando perciben que pueden salirse con la suya, muchos ciudadanos tienden a hacer trampa cuando consideran que sus actos quedarán impunes. En un experimento ya famoso, los participantes podían ganar una suma considerable de dinero si reportaban falsamente que habían resuelto una serie de problemas matemáticos. La mayoría hizo trampa. Reclamó dinero indebidamente. No mucho, solo la cantidad que les permitía seguir justificando ante sí mismos que habían actuado honestamente. Como en la política, en la vida privada (o en algunos experimentos controlados al menos), la corrupción también suele llevarse a sus justas proporciones.

Como los políticos, que usualmente viven obsesionados con las encuestas, todos tenemos una preocupación igualmente obsesiva con las opiniones de los demás. Y como los políticos, tendemos a negarla. En política, dicen algunos, lo que parece, es. En la vida de los hombres ocurre lo mismo. “Uno no es lo que es, sino lo que los otros le permiten creer que es”, escribió alguna vez Fernando Vallejo.

En fin, los políticos reflejan nuestras falencias morales con una fidelidad inquietante, incomoda por decir lo menos. Por ello probablemente los odiamos tanto. Porque son iguales a nosotros. Porque nos recuerdan nuestros defectos más protuberantes. Porque nos representan como somos, no como queremos ser.

Reflexiones

México vs. Brasil

A comienzos de 2011, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) presentó un estudio sobre las perspectivas económicas de los países latinoamericanos. El estudio identificó dos grupos de países. El primero, representado por Brasil, incluía a los países exportadores de materias primas, a los beneficiados por el despegue económico de China y el aumento en los precios del petróleo, el carbón, el cobre, la soya, etc. El segundo grupo, representado por México, incluía a los países maquiladores y exportadores de manufacturas, a los perjudicados, entre otras cosas, por la crisis económica de Estados Unidos y el mundo desarrollado. El grupo brasileño, sugería el estudio, exporta lo que China compra (materias primas); el grupo mexicano, lo que China vende (manufacturas).

La economía de Brasil lucía, entonces, imparable, vivía un momento mágico, caracterizado por unos crecientes flujos de inversión extranjera, una expansión acelerada del crédito y un crecimiento sin precedentes de la clase media. La economía de México, por el contrario, lucía derrotada, vivía un momento miserable. Sufría de una doble maldición: había sido, primero, desplazada por China del mercado de Estados Unidos y, más tarde, golpeada duramente por la crisis global. En fin, Brasil resumía todo lo bueno y México todo lo malo de la realidad económica latinoamericana.

Brasil tenía, además, buena prensa. Los subsidios a las familias de bajos ingresos, que habían sido primero puestos en práctica en México, eran considerados un ingenioso mecanismo redistributivo en Brasil y un ardid populista en los otros países de la región. La expansión del crédito de consumo se presentaba, en el caso de Brasil, como una consecuencia positiva del crecimiento de la clase media y, en los otros casos, como un resultado negativo de políticas irresponsables o imprudentes. “Brasil tiene una ventaja, es el segundo equipo de casi todo el mundo”, escribió alguna vez un economista dado a las analogías  futboleras.

Pero en poco más de un año la situación ha cambiado drásticamente. La economía de Brasil ha dejado de crecer. Los analistas internacionales están anunciado un fin inminente del momento mágico de Brasil. La caída en el precio de las materias primas, dicen, ha empezado a mostrar las debilidades del capitalismo brasileño. Mientras tanto la economía mexicana, a pesar de la violencia y los monopolios, se ha recuperado de manera sorprendente. La revista inglesa The Economist señaló recientemente que las perspectivas económicas de México son mejores que las de Brasil. Un ejemplo lo dice todo: mientras Brasil decidió bajar la tasa de interés con el propósito de incentivar la compra de vehículos por parte de los consumidores nacionales (ya sobre-endeudados) y así favorecer su industria automotriz, México no necesita este tipo de maniobras cuestionables, ya está exportando carros a medio mundo, incluida China.

En Colombia, deberíamos mirar más hacia México que hacia Brasil. México ha sido un innovador en políticas sociales, ha evitado la reprimarización de su economía, ha consolidado varios sectores industriales de clase mundial, ha logrado sostener una tasa de desempleo inferior a 6% y posee una economía abierta, mejor manejada que la de Brasil. Todo esto, para mayor mérito, a pesar de la violencia del narcotráfico. Brasil probablemente tiene más glamour. Pero yo me quedo con México. Viene de atrás y seguirá de largo.

Reflexiones

Sembrar dudas

.

Hace ya casi una década, deslumbrado por los éxitos transitorios de las fumigaciones, el ex ministro Fernando Londoño anunció el final de los cultivos ilícitos. “El narcotráfico se acaba este año…Vaya usted a Putumayo y búsqueme un arbusto de coca. Lo podemos negociar. No hay uno”, dijo en enero de 2003. Más recientemente varios funcionarios, instigados por la caída del área sembrada en el año 2010, hicieron pronunciamientos similares, anunciaron una victoria definitiva en la lucha contra los cultivadores de coca y sus patrocinadores. Como en la guerra contra las Farc, la extrapolación optimista de los éxitos parciales llevó a un error de pronóstico, al anuncio apresurado del fin del fin. La mata que mata sigue viva. Paradójicamente.

Esta semana se conocieron casi furtivamente (ya explicaremos) las nuevas cifras sobre la extensión y la distribución regional de los cultivos de coca. En 2011, la tendencia descendente cambió de signo y el área cultivada aumentó 3%. El área total subió a 64 mil hectáreas. Desde el año 2004, el área ha fluctuado entre 80 mil y 60 mil hectáreas. Los cambios en el agregado nacional han sido relativamente menores. Pero la estabilidad nacional esconde grandes diferencias regionales. La geografía de la coca, sobra decirlo, tiene mucho que decir sobre la geografía del conflicto colombiano.

El sur de Colombia se ha consolidado como el epicentro de los cultivos ilícitos. Los cultivos de coca han aumentado en las zonas tradicionalmente dominadas por las Farc. En Putumayo, por ejemplo, las Farc han retomado el control de las arterias fluviales lo que ha facilitado la operación del negocio en general y el movimiento de los insumos y precursores químicos en particular. Las Farc están financiando activamente la resiembra de coca y usando los territorios colectivos para ampliar el área cultivada. Actualmente una de cuatro hectáreas sembradas con coca está ubicada en un resguardo indígena o en territorio de negritudes. En suma, en el sur de Colombia, el fortalecimiento de las Farc ha llevado a un crecimiento de los cultivos ilícitos. Y viceversa.

Por el contrario, en Antioquia, Córdoba y Bolívar el área sembrada con coca ha caído significativamente. Los capitales ilegales y la mano de obra se han movido del negocio de la cocaína hacia una actividad más lucrativa y de más difícil control: la minería ilegal. En el bajo Cauca y en el Sur de Bolívar, por ejemplo, las Bandas Criminales han obligado a muchos pobladores a dejar los cultivos de coca y a moverse a la minería de oro. Paradójicamente lo que no pudo la mano dura del Estado, lo está pudiendo la mano invisible del mercado. Sea lo que sea, la geografía de la ilegalidad está redefiniéndose: cocaína en el sur y en la frontera con Venezuela, minería ilegal en Antioquia, Bolívar y Córdoba, ambas actividades en Chocó y extorsión en todas partes.

Pero más allá del análisis sustantivo, existe un hecho preocupante. Esta semana el gobierno impidió la presentación oficial de los últimos datos del sistema satelital de monitoreo y medición de cultivos ilícitos (SIMCI) que coordina la Oficina de las Naciones Unidas para la Prevención del Crimen y el Delito. Ojalá los problemas políticos no lleven a la manipulación sistemática de la información socioeconómica y las estadísticas oficiales. Las angustias electorales no deberían empañar la urna de cristal.