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Literatura

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Conversaciones cándidas

Hace ya un año fue publicado Alguien tiene que llevar la contraria, una
colección diversa (y dispersa) de reflexiones sobre la inestable relación entre
la teoría y la práctica. Creo –decía en el libro– que (i) la acción y la reflexión
deben ir de la mano, (ii) que la toma de decisiones requiere de una reflexión
informada sobre las posibilidades del cambio social y (iii) que los académicos deben
tener, por lo tanto, un papel más protagónico en las decisiones públicas. En últimas, yo soy
un optimista (ingenuo tal vez) sobre la importancia del mundo de las ideas.
Enlazo, como una suerte de archivo electrónico y credo personal,
cuatro conversaciones sobre diferentes aspectos del libro mencionado. Todas
tienen un tono cándido. Pienso, como diría Antanas Mockus, que la ética de
la verdad (decir lo que se piensa) debe primar sobre la ética de las
consecuencias (decir lo que se juzga conveniente).
  1. Sobre
    la institucionalización de la demagogia
  2. Sobre las
    dificultades del cambio social
  3. Sobre el ateísmo y
    la impopularidad
  4. Sobre la práctica
    de llevar la contraria: defensa del aborto, los impuestos, etc
Literatura

¡Adiós poeta!

Encontré el libro de marras en una librería de viejo en Bogotá. Lo dejé inicialmente unos cuantos días en mi mesa de noche. Leí algunos de sus poemas sin mucho interés, con una curiosidad difusa, impaciente. Después lo puse en un rincón remoto de mi biblioteca. Permaneció allí varios años, olvidado, desterrado. Ya había casi muerto para mí. O yo, para él: “entre los libros de mi biblioteca hay algunos (estoy viéndolos) que no abriré, la muerte me desgasta, incesante”, escribió Borges, el poeta escéptico.

Hace una semana, por azar, por una coincidencia afortunada, leí un obituario del autor, el poeta ruso Yevgeny Yevtushenko y recuperé el libro desterrado. Yevtushenko fue un poeta con alma de político. O un político con alma de poeta (el orden no importa). Denunció los crímenes de Stalin. Democratizó la poesía. Llenó estadios y coliseos en medio mundo. Apareció en la portada de la revista Time. Fue amigo de Neruda, García Márquez y Picasso. Pero fue ante todo un testigo elocuente de las peores tragedias del siglo XX, el fascismo y el comunismo.

Su poema Babi Yar, que toma el nombre de un barranco en Kiev, Ucrania, donde fueron masacrados decenas de miles de judíos por los nazis, pone el dedo en una de las peores llagas de la historia de la humanidad:

Aquí todas las cosas gritan silenciosamente
y ante todo esto descubro mi cabeza con respetuosa humildad,
me doy cuenta
de que voy encaneciendo con lentitud.
Y yo mismo
soy una multitud que aúlla con un sonido sordo 
sobre los miles y miles enterrados aquí.
Soy cada hombre viejo fusilado aquí.
Soy cada niño fusilado aquí.
Ninguna parte de mi ser olvidará todo esto. 

Su poema Futboleada, sobre un partido de fútbol entre las selecciones de Alemania y la Unión Soviética ocurrido en 1955, diez años después de la Segunda Guerra, describe con patetismo las paradojas de la paz:

Una guerra no termina únicamente
por el buen gesto de la Diosa de la Justicia,
sino, cuando olvidadas todas las atrocidades,
los inválidos matan la guerra en su interior,
a pesar de haber quedado partidos en la mitad por la misma guerra.

Su poema ¿Cuándo vendrá a Rusia un hombre?, sobre el destino de su país, conserva cierta urgencia, cierta trágica actualidad:

La sangre de las masacres zaristas y del Gulag,
ha lavado nuestro honor.
Pero los torturadores siguen sin castigo.
Deshonrados por nosotros mismos,
anhelamos mucho la honestidad, pero no la propia, no la nuestra.

Mucho se pierde en la traducción, creo yo. Pero la esencia parece conservase en alguna medida. Allí están al fin y al cabo las elocuentes denuncias que consolaron a millones víctimas de la locura ideológica del siglo anterior. La traducción fue hecha por un poeta menor, el chileno Javier Campos, no del ruso, sino del inglés. Parece apurada, hecha por cumplir. Campos nos dejó, eso sí, una anécdota feliz. En 2009, Yevtushenko estuvo en Chile y fue condecorado por la presidenta Bachelet. Después de la ceremonia, Campos acompañó a Yevtushenko a una visita (impertinente) al poeta Nicanor Parra, quien por entonces estaba ya cercano a los 100 años. Previsiblemente Yevtushenko le preguntó a Parra sobre la poesía chilena de la actualidad. “La poesía es una inutilidad en estos momentos.  ¡Ahora los que son importantes son…los columnistas!, sí, los columnistas. Hay muchos y excelentes, yo los leo siempre», dijo Parra, el antipoeta, en tono sarcástico.

El año siguiente, en 2010, Yevtushenko estuvo en Medellín en el Festival Internacional de Poesía. Leyó sus poemas en un español vacilante, pero inspirado: “adiós, bandera roja nuestra, acuéstate, reposa, recordaremos a todas las víctimas engañadas por tu dulce susurro rojo”, dijo enfundado en una boina de colores ante una multitud relajada que le apuntaba, desde el césped, con sus teléfonos celulares. En 2010, estuvo también en la feria del libro de La Habana. Firmó algunos libros. Departió con unos pocos intelectuales cubanos. Pero fue ignorado por la burocracia cultural que lo veía con recelo (la boina de colores era ambigua por decir lo menos). El libro que encontré en Bogotá en una librería de viejo es una edición rusa, medio pirata, hecha para distribuir en la isla con motivo de la vista de Yevtushenko, el poeta político, el que hizo que la humanidad se mirara en el espejo de sus propias culpas.


El libro contiene una curiosidad, un pequeño enigma, llamémoslo poético (con cierta licencia). En la tercera página, está la rúbrica de Yevtushenko, fechada en La Habana en 2009 con una caligrafía temblorosa. En la última página, están los detalles de la edición, los créditos y el año de impresión: 2010, dice claramente. ¿Fue un lapsus del poeta, quien confundió el año en curso y escribió “2009” en lugar de “2010”? ¿O fue más bien un error de un vendedor de libros cubano, quien, necesitado, quiso falsificar la firma de Yevtushenko y olvidó el año exacto de su visita a La Habana? Nunca lo sabremos. Poco importa ya. Yevtushenko es un fantasma en camino hacia el olvido. “Los libros también leen a quienes leen libros”, escribió proféticamente alguna vez.

Literatura Reflexiones

¿A quién llevarle la contraria?

  1. A los dogmáticos de izquierda y derecha que creen en la infalibilidad del Estado o de los mercados.
  2. A los que niegan el progreso social y se resisten a enfrentar hechos incómodos.
  3. A los intelectuales melancólicos y su reaccionarismo progresista.
  4. A los oidores de Santa Fe y sus herederos en las cortes que sobrestiman el poder de sus fallos y exhortaciones.
  5. A los indignados permanentes que pontifican desde la superioridad moral.
  6. A las mayorías extorsivas que no toleran la diferencia.
  7. A los iliberales y sus arrebatos románticos en favor de los caudillos y sus utopías.
  8. A los que desprecian la ciencia y sus verdades incómodas.
  9. A los puritanos que se duelen de la felicidad ajena (incluidos los de la izquierda mojigata).
  10. A los mercaderes de la inmortalidad (la iglesia católica y la industria farmacéutica, entre otros).
Literatura

Alguien tiene que llevar la contraria

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Este libro reúne un conjunto de artículos diversos, complementarios pero concebidos de manera independiente, que escribí en el transcurso de los últimos cinco años. Está dividido en tres partes, y cada parte contiene cuatro artículos conectados por un elemento común, por un mismo énfasis ideológico o metodológico que justifica el agrupamiento. Cada artículo contiene, además, una bibliografía comentada, un mapa para futuras lecturas.

La primera parte, titulada “Liberalismo y cambio social”, es la más personal, si se quiere la más íntima. Abarca, entre otros, una reflexión sobre la democracia liberal en la obra de Estanislao Zuleta y un decálogo para un reformista reticente. Los cuatro artículos comparten una forma de concebir el cambio social, una defensa del liberalismo trágico y del reformismo democrático, un optimismo (matizado) frente al progreso social, y una crítica a las concepciones maximalistas sobre el papel del Estado y la política.

La segunda parte, titulada “Hechos y palabras”, es más dispersa, más heterogénea. Incluye, por ejemplo, dos reflexiones históricas: una reciente sobre el origen de la guerra contra las drogas, otra decimonónica sobre las conexiones colombianas del darwinismo. Los artículos son estudios de caso, unidos no por una misma ideología, como en la primera parte, sino por una misma metodología: el uso de tendencias lingüísticas y la búsqueda de palabras en millones de libros escaneados, como herramienta para estudiar los cambios en la cultura, las ideas y los modelos mentales prevalecientes.

La tercera parte se titula “Los hechos, los hechos”, en alusión a la famosa frase de Charles Dickens, incluida en su novela Tiempos Difíciles: “Lo que yo quiero son Hechos. A estos chicos y chicas no hay que enseñarles nada más que Hechos”. Recoge cuatro artículos sobre desarrollo social y económico durante los últimos sesenta años, que comprenden una visión general del cambio social en la segunda mitad del siglo pasado, una visión más estrecha del progreso económico en lo que va corrido de este siglo, un análisis estadístico de la movilidad social en Colombia, y un análisis más puntual de la evolución de la salud pública en los 25 años transcurridos desde la aprobación de la Constitución de 1991. Los cuatro artículos, más extensos y cuantitativos, comparten la pretensión de ser objetivos, de examinar los hechos de una manera desapasionada e imparcial.

Los doce artículos de este libro tienen en común una suerte de optimismo frente al mundo de las ideas. Creo íntimamente que la acción y la reflexión deben ir de la mano, que la toma de decisiones en todos los ámbitos requiere una reflexión permanente e informada sobre las posibilidades y dificultades del cambio social, que las ideas importan y que a la academia le corresponde, por lo tanto, un papel más protagónico en las decisiones públicas.

Los artículos pueden leerse de forma secuencial o caprichosa. El orden propuesto es producto de una racionalización posterior, y no corresponde, sobra decirlo, a un diseño deliberado. Este es un libro escrito a deshoras, robándole tiempo a la familia y al sueño, y es también una catarsis o sublimación de las frustraciones propias de un funcionario. Tiene, tal vez, una sola virtud en medio de su diversidad: la sinceridad, la lealtad con mis ideas y creencias. Gracias de antemano a los lectores. Espero que aquí encuentren lo que no andaban buscando.

Literatura

Escolios

Esta semana se cumplieron 100 años del nacimiento del pensador (no sé de qué otra manera llamarlo) colombiano Nicolás Gómez Dávila. Compré la selección de sus Escolios en diciembre de 2000, en el aeropuerto de Bogotá de salida para Río de Janeiro. Leí el libro en el avión, fascinado y sorprendido por la elocuencia y el enfado reaccionario de Gómez Dávila. Sus añoranzas aristocráticas son entretenidas (no mucho más). Pero sus reflexiones sobre las posibilidades y dificultades del cambio social son casi imprescindibles. Durante el viaje, marqué algunos de los aforismos más llamativos. Copio aquí una selección de la selección de la selección. He escogido los aforismos que mantienen alguna urgencia (personal digamos).
Los verdaderos problemas no tienen solución sino historia. 
Saber cuáles son las reformas que el mundo necesita es el único síntoma de la estupidez. 
Las “soluciones” son la ideología de la estupidez. 
Lo difícil en todo problema social estriba en que su solución acertada no es cuestión de todo o nada, sino de más o menos. 
El incorregible error político del hombre de buena voluntad es presuponer cándidamente que en todo momento cabe hacer lo que toca. Aquí donde lo necesario suele ser imposible. 
La memoria de una civilización está en la continuidad de sus instituciones. La revolución que la interrumpe, destruyéndolas, no le quita un caparazón quitinoso que la paraliza, sino meramente la compele a volver a empezar. 
La honradez en política no es bobería sino a los ojos del tramposo. 
Hay que aprender a ser parcial sin ser injusto.
Literatura

El bate errante

Hace unos meses me encontré este libro en una librería bogotana. No me había dado cuenta de que fue firmado en 1982, el año en que el “bate errante” ganó el premio Nobel de literatura.

Para la horda infame, con el ánimo de que aprendan con dolor irremediable como escribía el bate errante (*) cuando era cinco años menor que uds; sin un abrazo ni un carajo,

Gabriel / 82

(*) de base ball.

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Meritocracia


Las palabras tienen vida propia. Cambian de significado caprichosamente. Pueden traicionar incluso a quienes las acuñan. En 1958, el escritor y político británico Michael Young publicó una novela futurista, en la tradición de Aldous Huxley y George Orwell, titulada El ascenso de la meritocracia, 1870-2033. Young quiso darle a la palabra “meritocracia” un sentido negativo, sarcástico. La novela describe el surgimiento de una sociedad estratificada, desigual, donde el éxito depende del acceso a ciertas instituciones educativas y de la posesión de ciertas habilidades mentales (estrechamente definidas). En la sociedad imaginada por Young, el sistema educativo selecciona a los ganadores, no los forma. Dicho de otra manera, descarta a los perdedores, no los redime.
Por cuenta de la evolución impredecible del lenguaje, la palabra “meritocracia” asumió con el tiempo una connotación distinta, opuesta a la originaria; se convirtió en un sinónimo de movilidad social e igualdad de oportunidades. Un “sistema meritocrático” denota ya no un sistema excluyente, sino todo lo contrario, un sistema abierto, sin roscas, ni privilegios heredados, ni favoritismos odiosos. Actualmente los políticos que desean posar de justos e independientes, proclaman su compromiso inquebrantable con la meritocracia, esto es, con el merito individual como criterio exclusivo para la selección y escogencia de sus colaboradores.
En 2001, un año antes de su muerte, Michael Young escribió un largo artículo de prensa en el que lamentaba, en tono vehemente, el nuevo significado de la palabra meritocracia. Young invitó a Tony Blair, entonces primer ministro de Inglaterra, a que eliminara de sus discursos la palabra en cuestión o a que, al menos, admitiera el lado oscuro de la meritocracia. Una cosa es la asignaciónde puestos con base en el mérito individual, escribió Young, otra muy distinta la consolidación de una nueva clase social, de una elite inexpugnable y arrogante que considera que merece todos los privilegios. “Al contrario de quienes se lucraban del nepotismo, las nuevas elites creen firmemente que la moralidad está de su lado”.
Los escrúpulos semánticos de Young son exagerados, pero no irrelevantes. Llaman la atención sobre los peligros que acechan a una sociedad donde el mérito es entendido de manera estrecha y asociado a trayectorias académicas y laborales muy específicas. Young criticó duramente al gabinete de Blair, conformado por una elite meritocrática, poseedora de unas credenciales impecables, pero, en últimas, un buen ejemplo de las nuevas formas de exclusión. Lo mismo podría decirse sobre el gabinete de Santos o sobre los cuadros directivos de muchas empresas colombianas. Lo escribo sin resentimiento, todo lo contrario, con algo de pudor. Al fin y al cabo los egresados de la Universidad de los Andes, donde trabajo, figuran de manera prominente en el gabinete del gobierno nacional y en muchos cargos de responsabilidad y privilegio.
En fin, si el mérito se asocia exclusivamente con unas pocas instituciones educativas o con un conjunto estrecho de competencias, la meritocracia es casi indistinguible del nepotismo o del amiguismo. La meritocracia, sugirió Young hace ya más de medio siglo, puede ser un eufemismo conveniente para designar una nueva forma de exclusión. Esta sugerencia, sobra decirlo, no ha perdido vigencia.