Encontré el libro de marras en una librería de viejo en Bogotá. Lo dejé inicialmente unos cuantos días en mi mesa de noche. Leí algunos de sus poemas sin mucho interés, con una curiosidad difusa, impaciente. Después lo puse en un rincón remoto de mi biblioteca. Permaneció allí varios años, olvidado, desterrado. Ya había casi muerto para mí. O yo, para él: “entre los libros de mi biblioteca hay algunos (estoy viéndolos) que no abriré, la muerte me desgasta, incesante”, escribió Borges, el poeta escéptico.
Hace una semana, por azar, por una coincidencia afortunada, leí un obituario del autor, el poeta ruso Yevgeny Yevtushenko y recuperé el libro desterrado. Yevtushenko fue un poeta con alma de político. O un político con alma de poeta (el orden no importa). Denunció los crímenes de Stalin. Democratizó la poesía. Llenó estadios y coliseos en medio mundo. Apareció en la portada de la revista Time. Fue amigo de Neruda, García Márquez y Picasso. Pero fue ante todo un testigo elocuente de las peores tragedias del siglo XX, el fascismo y el comunismo.
Su poema Babi Yar, que toma el nombre de un barranco en Kiev, Ucrania, donde fueron masacrados decenas de miles de judíos por los nazis, pone el dedo en una de las peores llagas de la historia de la humanidad:
Aquí todas las cosas gritan silenciosamente
y ante todo esto descubro mi cabeza con respetuosa humildad,
me doy cuenta
de que voy encaneciendo con lentitud.
Y yo mismo
soy una multitud que aúlla con un sonido sordo
sobre los miles y miles enterrados aquí.
Soy cada hombre viejo fusilado aquí.
Soy cada niño fusilado aquí.
Ninguna parte de mi ser olvidará todo esto.
Su poema Futboleada, sobre un partido de fútbol entre las selecciones de Alemania y la Unión Soviética ocurrido en 1955, diez años después de la Segunda Guerra, describe con patetismo las paradojas de la paz:
Una guerra no termina únicamente
por el buen gesto de la Diosa de la Justicia,
sino, cuando olvidadas todas las atrocidades,
los inválidos matan la guerra en su interior,
a pesar de haber quedado partidos en la mitad por la misma guerra.
Su poema ¿Cuándo vendrá a Rusia un hombre?, sobre el destino de su país, conserva cierta urgencia, cierta trágica actualidad:
La sangre de las masacres zaristas y del Gulag,
ha lavado nuestro honor.
Pero los torturadores siguen sin castigo.
Deshonrados por nosotros mismos,
anhelamos mucho la honestidad, pero no la propia, no la nuestra.
Mucho se pierde en la traducción, creo yo. Pero la esencia parece conservase en alguna medida. Allí están al fin y al cabo las elocuentes denuncias que consolaron a millones víctimas de la locura ideológica del siglo anterior. La traducción fue hecha por un poeta menor, el chileno Javier Campos, no del ruso, sino del inglés. Parece apurada, hecha por cumplir. Campos nos dejó, eso sí, una anécdota feliz. En 2009, Yevtushenko estuvo en Chile y fue condecorado por la presidenta Bachelet. Después de la ceremonia, Campos acompañó a Yevtushenko a una visita (impertinente) al poeta Nicanor Parra, quien por entonces estaba ya cercano a los 100 años. Previsiblemente Yevtushenko le preguntó a Parra sobre la poesía chilena de la actualidad. “La poesía es una inutilidad en estos momentos. ¡Ahora los que son importantes son…los columnistas!, sí, los columnistas. Hay muchos y excelentes, yo los leo siempre», dijo Parra, el antipoeta, en tono sarcástico.
El año siguiente, en 2010, Yevtushenko estuvo en Medellín en el Festival Internacional de Poesía. Leyó sus poemas en un español vacilante, pero inspirado: “adiós, bandera roja nuestra, acuéstate, reposa, recordaremos a todas las víctimas engañadas por tu dulce susurro rojo”, dijo enfundado en una boina de colores ante una multitud relajada que le apuntaba, desde el césped, con sus teléfonos celulares. En 2010, estuvo también en la feria del libro de La Habana. Firmó algunos libros. Departió con unos pocos intelectuales cubanos. Pero fue ignorado por la burocracia cultural que lo veía con recelo (la boina de colores era ambigua por decir lo menos). El libro que encontré en Bogotá en una librería de viejo es una edición rusa, medio pirata, hecha para distribuir en la isla con motivo de la vista de Yevtushenko, el poeta político, el que hizo que la humanidad se mirara en el espejo de sus propias culpas.
El libro contiene una curiosidad, un pequeño enigma, llamémoslo poético (con cierta licencia). En la tercera página, está la rúbrica de Yevtushenko, fechada en La Habana en 2009 con una caligrafía temblorosa. En la última página, están los detalles de la edición, los créditos y el año de impresión: 2010, dice claramente. ¿Fue un lapsus del poeta, quien confundió el año en curso y escribió “2009” en lugar de “2010”? ¿O fue más bien un error de un vendedor de libros cubano, quien, necesitado, quiso falsificar la firma de Yevtushenko y olvidó el año exacto de su visita a La Habana? Nunca lo sabremos. Poco importa ya. Yevtushenko es un fantasma en camino hacia el olvido. “Los libros también leen a quienes leen libros”, escribió proféticamente alguna vez.