Academia Discursos Rectoría

Discurso posesión Uniandes

Voy a comenzar por el principio. Con una historia personal, ya perdida en el tiempo, en el laberinto de los días. Probablemente no sea completamente fidedigna, pero así la he querido recordar. Casi todos construimos narrativas convenientes, historias patrias de nosotros mismos. Somos más narradores que protagonistas de nuestras vidas. Fabulistas por necesidad. Esta es, entonces, mi historia.

Hacía dos años había terminado mi carrera de ingeniería civil en la ciudad de Medellín. Mi primer contacto con el mundo laboral había sido frustrante. Desesperanzador. Pasaba los días sentado en frente de una pantalla de computador: las letras verdes brillaban intermitentes, sin descanso sobre un fondo gris. No tenía mucho qué hacer. Ocupaba la mayoría de mi tiempo en resolver pasatiempos aritméticos inventados. En fin, un Sísifo de oficina.

Mi falta de oficio tenía una explicación mundana. Había escrito, durante mis primeras semanas de trabajo, un breve programa de computador que realizaba automáticamente la mayoría de mis labores de ingeniero primíparo. Sin proponérmelo programé mi propia obsolescencia: una maniobra autodestructiva en la que parece estar empeñada por estos tiempos una fracción de la humanidad. Pero ese es otro cuento.

Desesperado, sin muchas opciones laborales, imaginando una existencia kafkiana, un destino oficinesco, decidí buscar trabajo en Bogotá. Tuve una primera entrevista en una importante firma constructora. Me fue mal en la peor de las formas posibles: me ofrecieron el trabajo, una ocupación rutinaria, reiterativa en el aburrimiento. Tuve, entonces, un momento de rebeldía, una intuición que me cambió la vida.

Ese mismo día tomé un taxi hacia la Universidad de los Andes. No la conocía. Había oído rumores vagos sobre su prestigio. Recorrí el campus pensativo, en medio de uno de esos arrebatos existenciales que me han aquejado desde niño. Tenía la idea imprecisa de estudiar una maestría en finanzas o administración. Una cosa de esas. Me decidí por economía por una razón fortuita, azarosa: fue la primera facultad que encontré en mi deambular aleatorio por este campus. Entre el azar y la necesidad, el primero siempre me ha parecido más importante. “La vida se encarga después de esclerotizar las cosas”, decía mi maestro Antonio Tabucchi.

Me inscribí en la maestría de economía a finales de 1989. Esta universidad me cambió la vida. Pasaron 15 años entre ese primer momento fortuito (mi paseo aleatorio por el campus) y mi nombramiento como decano. Y 30 años entre ese día y esta tarde en la que, ante Uds., agradecido, sorprendido todavía, intento expresar la extrañeza, la improbabilidad de todo esto.

La vida está llena de accidentes tumultuosos, de destinitos fatales o propicios. Cuando pienso en toda la suerte que he tenido, en los accidentes sucesivos que me han traído hasta esta ceremonia, me asalta siempre la misma idea: la necesidad existencial de la gratitud. Esta tarde quisiera inicialmente expresar mi agradecimiento afectuoso con algunos de mis profesores y colegas uniandinos, con Manuel Ramírez que en paz descanse, Juan Carlos Echeverry, Samuel Jaramillo, Fabio Sánchez, Ana María Ibañez, Raquel Bernal, Juan Camilo Cárdenas, Elvira María Restrepo, Tatiana Andia, Carlos Angulo, Pepe Toro y Pablo Navas, entre muchos otros.

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Asumo la rectoría en un momento paradójico. No podemos negar el avance silencioso y persistente de la humanidad: la disminución de la pobreza, el hambre, las guerras y las muertes por enfermedades transmisibles. En los últimos 30 años, por ejemplo, el progreso material de Colombia ha sido notable. Parcial, incompleto, desigual e insuficiente, pero notable de todos modos.

He dedicado una parte de mi vida académica a escudriñar el cambio social, a intentar, en la medida de lo posible, una descripción veraz de la cambiante realidad social de nuestro país. Sigo creyendo que uno de los objetivos de la academia es combatir las versiones simplistas y estridentes del cambio social que promueven, por terquedad u oportunismo, políticos y comunicadores. He defendido la necesidad de visibilizar el cambio social. Lo seguiré haciendo.

Pero no todo está bien con el mundo. Son muchas las amenazas y los problemas. Vivimos un momento de definiciones, una época peligrosa. Las señales de declive son muchas: el aumento de la desigualdad, el crecimiento del populismo autoritario, el despertar del nacionalismo fascista, la pérdida de confianza en las instituciones y el cambio climático que se cierne, en este comienzo de siglo, como un desafío existencial para la humanidad. Pareciera, como dijo alguien, que vamos rumbo al abismo y seguimos apretando el acelerador con la esperanza cobarde de que, por una suerte de milagro irónico, se acabe la gasolina antes de llegar al precipicio.

Ante las tendencias autodestructivas, la universidad no puede permanecer indiferente, no puede encerrarse en sus prerrogativas, no puede refugiarse en una concepción aséptica del conocimiento, no puede aislarse de los grandes debates de la sociedad. Por el contrario, la universidad debe ser activista, democráticamente activista, a veces, incluso, desafiantemente activista.

La universidad debe ir más allá de la indignación que reniega de todo por principio y el cinismo que niega la posibilidad de cualquier cambio por indiferencia o conveniencia. La universidad debe ser un ejemplo, un paradigma si se quiere, de la construcción legítima de respuestas (siempre parciales) a nuestros problemas más urgentes.

La universidad debe combatir las mentiras convenientes, las ideologías engañosas y los discursos de odio. El ensimismamiento no es una alternativa. No ahora cuando buena parte de los líderes globales insisten en despreciar el conocimiento, atacar a los expertos y negar los hechos del mundo. Al anti-intelectualismo ramplón, la universidad debe contraponer la importancia de las ideas y la creación, no solo como meros instrumentos, sino como uno de los fines más loables de la humanidad.

La universidad debe ser el lugar donde se debaten las verdades incómodas. “Toda la dignidad de la Universidad reside en su capacidad de decir verdades duras pero lúcidas”, escribió uno de nuestros fundadores, Francisco Pizano de Brigard hace 50 años. Quiero mencionar algunas de esas verdades: la creciente institucionalización de la demagogia, las insalvables tensiones entre progreso material y sostenibilidad, las trampas de la meritocracia, las falsas promesas de la medicina moderna, la explotación política de la corrupción y del bienestar de los niños, la insuficiencia de las instituciones globales para enfrentar los grandes problemas de acción colectiva, etc.

Las verdades incómodas no solo conciernen al mundo exterior. Atañen también al mundo universitario. Por coherencia, al menos, la crítica social no puede prescindir de la autocrítica. Existen otras tantas verdades incómodas sobre la universidad moderna: su papel en la perpetuación de ciertos privilegios, la falta de curiosidad por el mundo, la excesiva especialización, la obsesión con los rankings y la transformación de la investigación en una actividad industrial (“aquí nadie lee porque todo el mundo está muy ocupado en escribir artículos que nadie lee”, decía uno de mis colegas economistas en un momento de candidez).

En suma, mi punto es uno solo: la universidad debe ser el ámbito propicio en el cual la sociedad (y la misma comunidad universitaria) se mire y se reconozca en el espejo de sus propias faltas.

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No quiero atiborrarlos con mis planes como rector. Ya habrá tiempo para ello. Quiero, eso sí, plantear unas ideas panorámicas sobre el futuro de nuestra universidad. Mi visión de la Universidad de los Andes es simple. Contiene algunas tensiones evidentes. Esconde ciertas contradicciones. Pero puede darnos, eso creo, las luces necesarias para recorrer el camino brumoso de la rutina administrativa. Quiero resumirla en cinco puntos que representan, en conjunto, lo que podríamos llamar una visión moral de la universidad.

El primero punto es la pluralidad, esto es, la necesidad de promover diferentes ideas del cambio social y de inculcar el hábito del escepticismo, la conciencia crítica y las virtudes republicanas del debate razonado y el respeto mutuo. En palabras del educador estadounidense William Deresiewicz, debemos formar líderes, pero también personas que cuestionen el poder, no solo a quienes compitan por él.

El segundo punto es la diversidad socioeconómica, una ambición antigua de esta universidad, un propósito sempiterno, pero no plenamente realizado. La universidad debe mitigar las diferencias sociales, no amplificarlas. Debe ser un instrumento de movilidad social, no de perpetuación de los privilegios. Los esfuerzos recientes al respecto, que han desvelado a mis antecesores, tendrán que consolidarse y profundizarse. No será fácil por supuesto.

El tercero punto es la sostenibilidad. Primero está la obligación que tenemos como comunidad universitaria de cuidar el medio ambiente, dar ejemplo y practicar lo que predicamos. Pero está también la responsabilidad (preponderante, diría) de promover los debates éticos sobre el cambio climático, la deforestación y las fumigaciones. El año entrante, tendremos, en este mismo auditorio, una cátedra sobre sostenibilidad ambiental y consideraciones éticas. Seré uno de los profesores.

El cuarto punto concierne a la investigación y a la creación, lo quiero llamar compromiso. Nuestros esfuerzos creativos y de investigación deben hacer parte de una conversación global, de un intercambio permanente con nuestros colegas en el mundo entero, pero deben al mismo tiempo abordar nuestros problemas cotidianos y nuestros desafíos de largo plazo. Deben tocar nuestra realidad y tratar de cambiarla. Debemos acercarnos más a la universidad pública. La universidad debe participar activamente, con sus voces plurales, contradictorias si se quiere, en los debates sobre los grandes asuntos nacionales.

Por último, está la innovación. La robotización, las nuevas tecnologías de comunicación, los avances en la teoría del aprendizaje, así como los cambios demográficos y culturales, convierten a la innovación en un imperativo. Las mejores universidades, estoy seguro, no solo sobrevivirán, prevalecerán. Pero los cambios serán muchos. La innovación educativa se ha convertido en una necesidad existencial.

En suma, La Universidad de los Andes debe ser un ejemplo de diversidad, sostenibilidad y apertura intelectual, debe profundizar sus nexos globales y su influencia local, y debe, al mismo tiempo, mantener su capacidad de innovar y transformarse desde adentro.

Todo ello con apego al énfasis humanístico, a la educación liberal que ha sido enfatizada por todos mis antecesores. “La universidad –escribió uno de nuestros primeros rectores—tiene necesariamente la misión de formar una persona más universal, capaz de aproximarse a la vida con inteligencia, destreza y capacidad de pensar, antes de que entre atolondradamente a manejar los instrumentos de precisión de su carrera”. Esa es nuestra herencia imprescindible, la herencia humanista. Ese será mi énfasis.

Empiezo como terminé este discurso, dando las gracias al Consejo superior por la confianza, a los profesores, estudiantes y administradores por el apoyo, a Carolina, Marianita, Tommy, mis papás y mis hermanos por el amor de todos los días y a mis amigos y compañeros de lucha, muchos de ellos aquí presentes, por el afecto y la solidaridad. Los quiero mucho. La vida, con sus conexiones imprevisibles y sus giros irónicos, me dio una segunda oportunidad y me trajo hasta este destino soñado, pero reprimido largamente por mi temor casi primordial a las expectativas frustradas, a la difícil tarea de disculpar ilusiones; la vida, decía, me trajo hasta aquí de manera imprevisible. Asumo mi responsabilidad con emoción, gratitud y la mejor voluntad del mundo. Trataré en cada momento de hacer lo que toca por el bien de la universidad, la comunidad uniandina y el país entero.

Un abrazo fuerte a todos de todo corazón.

Literatura Reflexiones

La página

Cada seis meses, debe leer una nueva página del libro del destino. La página está escrita en un lenguaje cifrado, casi incomprensible. Tiene que recurrir, entonces, a traductores entrenados en descifrar las claves del asunto. Vive en medio de la incertidumbre, el miedo y la resignación (como viven tal vez todos los hombres). 

Esta vez abrió el libro más tranquilo que de costumbre. Ha aprendido a mentirse a sí mismo, a practicar una suerte de ecuanimidad superficial. Los primeros mensajes parecían positivos. Siguió leyendo. Los segundos eran ominosos. Continuó la lectura. Los terceros eran ya terroríficos. Señalaban una agonía breve de dolores inevitables y esperanzas vacías. 

Recurrió a los traductores, quienes confirmaron sus conclusiones fatalistas. Pasaron varias horas. Habló con quién pudo. Contó su historia. Fue franco. Directo. Descarnado. Desde muy niño ha rechazado las falsas promesas. Jamás se permitiría ilusionarse con los eventos improbables que por consuelo o ignorancia algunos llaman milagros. 

Pero esta vez ocurrió un hecho inesperado. Sin darse cuenta, como resultado quizá de su impaciencia, había abierto el libro en la página equivocada, había leído unos mensajes previos. “Está leyendo una página del pasado”, dijo uno de los traductores. Consultó el libro nuevamente. En efecto, había cometido un error. Leyó como pudo la nueva página. El mensaje era esperanzador. La página anunciaba esta vez una nueva oportunidad. 

En seis meses abrirá de nuevo el libro. Tembloroso leerá la página. Vendrán las interpretaciones. Se revelará su destino nuevamente. Así es su vida. Parece un continuo renacer hasta que la página anuncie lo contrario. Estos días todo ha sido más intenso. Han vivido como mandan los poetas. Nunca se habían abrazado tanto.
Academia

Sobre la decisión de la Corte

En general, la política antidrogas no ha tenido en cuenta los estudios, la evidencia acumulada sobre lo qué sirve y lo qué no. Los interesados pueden ver un resumen aquí.

El fallo de esta semana de la Corte Constitucional ha generado dos debates distintos, no independientes, pero distintos: uno es el debate sobre la política antidroga, esto es, sobre la necesidad de una regulación eficaz que respete los derechos humanos y enfatice la reducción del daño para los consumidores y la sociedad. 

  El segundo es un debate sobre convivencia, sobre el uso del espacio público por ciudadanos con preferencias y necesidades distintas. Voy a centrarme en este segundo debate.    La Corte, en mi opinión, tiene razón en sus argumentos esenciales: la prohibición absoluta (sin matices, sin distinguir unos casos de otros) no parece ser la mejor manera de dirimir posibles conflictos en el uso del espacio público; además, puede restringir innecesariamente algunas libertades individuales y puede prestarse para abusos policiales (así lo muestra la evidencia disponible). 

Sin embargo, tengo una preocupación. Este debate podría exacerbar los conflictos, los problemas de convivencia, las peleas entre usuarios de parques, la intolerancia de lado y lado, etc. La atención mediática y el oportunismo político podrían llevar incluso a la violencia. Algunos extremistas parecen estar promoviendo la «limpieza social». Ojalá no ocurra. Pero no sobra advertirlo.  

Personal Poesía

80 años de mi papá

pasó hace ya muchos años

[hoy estamos protestando y celebrando el paso de los años]

cuarto de bachillerato

un compañero había sido expulsado por nada, por un capricho

en protesta

otra compañera, Margarita, piernona, recuerdo bien, destrozó un ventanal con una tapa de pupitre

un estruendo de consecuencias

un escándalo mayor

la amenaza de una expulsión masiva

«todas las manzanas se pudrieron», dijo un profesor

[pobre güevón]

escribí una versión del suceso

la leí en frente de la clase en taller literario

terminaba con un homenaje al compañero expulsado

una víctima del poder caprichoso

justificaba a Margarita

todos aplaudieron con rabia

una forma de protesta

la investigación siguió su curso ominoso

citaron a los padres al colegio

llegaron cumplidos

Ocuparon una mesa en un salón contiguo a la rectoría con sus gabinetes de vidrio y ceniceros de plástico

la estética de otros tiempos

los estudiantes

[nosotros]

parados, formábamos un cuadrilátero alrededor de la mesa

El rector hizo un recuento de lo ocurrido

el ventanal destrozado

la insolencia compartida

el desprecio por la autoridad

las risas desafiantes

la altanería adolescente

[Margarita, la piernona, era una líder natural]

hablaron después algunos padres

pidieron perdón

lamentaron la pérdida de valores de la juventud

el papá de Mauricio, el compañero expulsado

[baterista, catador de hongos de boñiga, una estrella plateada en su oreja izquierda]

pidió la palabra

leyó mi relato de la protesta

el homenaje a su hijo

[a quien se lo había regalado días antes]

tenía una voz de locutor

hacia unas pausas enfáticas

terminó la lectura con un gesto de alivio

jah

nadie dijo nada más

salimos

creí que me iban a matar

“eso fue Margarita”, iba a decir

“¿quién escribió la historia?”, me preguntó

“yo”, respondí resignado

“excelente”, me dijo mi papá con una risa cómplice

así lo tengo en la memoria

así lo he recordado por años

se trata, digamos, de una herencia familiar

la intolerancia ante la injusticia

la protesta ante el poder caprichoso

la manía de burlarse de jefes y directivos

la idea simple pero definitoria de que hay algunas cosas que no podemos aceptar

esa idea que hoy, más que nunca, quiero entre lágrimas recordar

hace un mes acusaron a un profesor de tomás de acoso sexual

había sentado inocentemente a una niña en sus piernas

iba a ser expulsado

“no hizo nada, es muy buena persona, que injusticia, cómo hacen eso, además es gay”

dijo tommy con los ojos aguados

oyéndolo pensé inmediatamente, la herencia está a salvo

el nieto tampoco sabe tolerar la injusticia

gracias papi

seguiremos rebelándonos un poco en contra de lo que no está bien en este hijueputa mundo

te queremos mucho

mucho

Poesía

Nuestra tarea

Primero fue la imagen de un agujero negro

El tragaluz, la más elusiva de las criaturas

Sólo visible a los ojos de una curiosidad sin límites

Neurótica

Antigua

Esencial

El cielo, siempre un acertijo

Horas después fue una noticia distinta

Un asunto terrenal

Otra hazaña

La combinación de nuestro código genético y el de los chimpancés

Un peligroso juego entre primos

Una inevitable manipulación

Vendrán otras

Prometeo sin dioses

Instintos de alquimista

Esta semana volvimos

Al mundo de Ptolomeo

Al centro del universo

La humanidad, mitad de camino entre el átomo y la galaxia

La humanidad, el universo y el código que se piensan a sí mismos

Era nuestra tarea

Está hecha

Sólo nosotros podemos apreciarla.

Literatura

Siquiera tenemos las palabras: ideas sueltas

 
La corrupción no se combate entregándoles más poder a unos pocos políticos o funcionarios que parecen más interesados en el espectáculo que en la verdad. 
 
La civilización del espectáculo erosiona la democracia, sobresimplifica los asuntos públicos y trivializa el cambio social. 
 
Debemos recuperar el sentido de la tragedia. Hay problemas sociales que no tienen solución definitiva. Hay catástrofes imprevisibles e inevitables. 
 
La corrupción del lenguaje es causa y consecuencia de la corrupción. Las palabras pueden corromper y suelen corromperse. “El lenguaje político está diseñado para que las mentiras suenen veraces y los crímenes parezcan respetables”. 
 
Las luchas ambientales no deberían comprometer o lesionar la democracia y la dignidad humana. El ecoautoritarismo no es una buena idea. 
 
El pesimismo biológico (la conciencia plena de nuestras falencias y debilidades) es parte esencial del humanismo. La muerte, la enfermedad, el absurdo y la culpa casi nos definen. 
 
Las sociedades tienen pocos mecanismos de defensa en contra de tiranos en ciernes investidos de legitimidad y prestigio. El despotismo necesita de la colaboración de las víctimas. 
 
“Las tiranías son sobre todo un problema de la especie, una tragedia antropológica”. En las tiranías, no solo las víctimas se cuentan en millones: los victimarios también son muchos. 
 
La manipulación demagógica del bienestar de los niños es cada vez más frecuente y más ruin. Detrás de ese discurso oportunista suelen esconderse las pretensiones totalitarias de políticos extremistas. 
 
La soledad de América Latina es una incomprensión antigua: la falta de entendimiento del nuevo mundo por parte de los europeos, el doble rasero a la hora de interpretar su historia y la nuestra, su incapacidad para apreciar la complejidad de una región donde confluye toda la diversidad del mundo.
Literatura

Carver y Murakami: un encuentro fugaz

 
Murakami fue a buscarlo (en un peregrinaje personal) a un pequeño pueblo del Noroeste de Estados Unidos. Había leído una de las historias de Carver como una revelación. Después, obsesionado, había traducido varias otras febrilmente, como quien descifra un texto sagrado. 
 
M. tenía ya alguna fama en Japón. Había publicado una novela exitosa. Consideraba a C. su camarada literario. Pero C. nada sabía de eso. Para él, M. era solo un traductor entusiasta de sus cuentos. C. nunca supo que M. era un escritor. Nunca conoció sus libros.  
 
Se vieron esa sola vez en el verano de 1984. Los dos eran tímidos, pero pudieron conectarse. Hablaron durante dos horas. Tomaron té. Especularon sobre la acogida de C. en Japón. Quedaron de verse nuevamente. Una enfermedad truncó los planes. C. murió en 1988 de un cáncer de pulmón. Tenía 50 años. 
 
C. escribió un poema sobre el encuentro, un poema de un recuerdo sobre un recuerdo, El proyectil. M. aparece al comienzo y al final como un paréntesis.  
 
Tomamos té. Divagamos amablemente 
sobre las posibles razones del éxito
de mis libros en su país. Pasamos
a hablar del dolor y la humillación
que aparecen y reaparecen
en mis historias. Y ese elemento
azaroso y de qué manera todo eso se traduce 
en términos de ventas. 
Miré hacia una esquina de la habitación
y por un minuto tuve de nuevo 16 años,
patinando en la nieve
en un Dodge Sedán del 50 con cinco o seis
amigos. Enseñándoles el índice
a otros vagos, que gritaban y bombardeaban
el carro con bolas de nieve, piedras y ramas
viejas. Dimos la vuelta, gritando.
Y pensábamos dejar las cosas así.
Pero mi ventanilla estaba abierta diez centímetros.
Sólo diez centímetros. Grité 
una última grosería. Y vi a aquel tipo
preparándose para lanzar. Desde esta perspectiva,
hoy, imagino que la vi venir. Que la vi
volando por el aire mientras miraba,
como miraban aquellos soldados de principios
del siglo pasado los perdigones 
que volaban hacia ellos,
paralizados, incapaces de moverse,
fascinados por el pánico.
Pero no la vi. Ya me había dado la vuelta
para reírme con mis amigos
cuando me golpeó en un lado
de mi cabeza tan fuerte que me reventó el tímpano y cayó
en mi regazo, intacta. Una bola compacta de hielo 
y nieve. El dolor fue inmenso.
Y la humillación.
Fue terrible cuando empecé a llorar delante de los tipos 
que gritaban, Qué suerte. Ahí lo tienes. 
¡Una en un millón!
El tipo que la lanzó tenía que estar encantado
y orgulloso de sí mismo mientras recibía 
vítores y palmadas en la espalda.
Debe haberse secado las manos en sus pantalones.
Deambulado un rato más por ahí
antes de ir a comer a su casa. Creció,
tuvo su cuota de decepciones y se perdió
en su propia vida, como yo en la mía.
Nunca volvió a pensar
en esa tarde. ¿Por qué iba a hacerlo?
Siempre tenemos demasiadas cosas en que pensar.
¿Por qué recordar ese carro estúpido que,
patinando
calle abajo, giró en una esquina
y despareció?
Levantamos amablemente las tazas en la habitación.
Una habitación en la que por un minuto algo
más irrumpió. 
Academia

Las lecciones de Perú en el tema del glifosato

Estuve en Perú la semana pasada en una reunión sobre políticas antidroga. Tuve la oportunidad de conocer de cerca las políticas de control de los cultivos de coca y los proyectos de desarrollo alternativo. Conversé con las autoridades. Oí su versión (sesgada, pero interesante) de los éxitos y los fracasos, de los entusiasmos y las decepciones. 
 
Los retos son similares a los de Colombia. Han tenido éxito en la región del Alto Huallaga (donde los cultivos de uso ilícito se han reducido sustancialmente), pero no así en el llamado VRAEM (donde los cultivos han aumentado). Es la lógica de esta guerra, comprobada una y otra vez: el problema se desinfla en un lado y se infla en otro. 
 
En medio de la conversación con las autoridades peruanas, pregunté por el uso de agentes químicos en las tareas de erradicación. Me sorprendió la vehemencia de la respuesta de le director de Devida (la agencia estatal encargada del asunto): “no los usamos, es un tema absolutamente sensible con la comunidad, el tema está por fuera de cualquier discusión”. Hice la misma pregunta a algunos habitantes de las zonas cocaleras. Insistieron en lo mismo: “nunca, bajo ninguna circunstancia”.
 
Conocí, después, un decreto, expedido en el año 2000 y firmado por Alberto Fujimori (of all people), que prohíbe de manera perentoria el uso de agentes químicos en la erradicación. El decreto no deja dudas. En Perú, el uso de glifosato en las tareas de erradicación no solo está prohibido por las normas escritas, sino también por los acuerdos informales con la comunidad. Es un tema vedado. Institucional y culturalmente resuelto. 
Cabe, entonces, la pregunta: ¿Por qué la diferencia entre Perú y Colombia? ¿Por qué nuestra mayor tolerancia ante los impactos ambientales y de salud del glifosato? ¿Hemos sido, quizá, indiferentes en el pasado con los aspectos más dañinos de la política antidrogas? Al fin y al cabo, hasta hace muy poco, éramos el único país del mundo que usaba la aspersión aérea con glifosato. No deberíamos (el ejemplo peruano es aleccionador) volver a lo mismo. Nunca más. 
Literatura

shhhhhhhhhup

La conversación (que tuvo lugar en el Hay Festival en Cartagena) llevaba quince minutos. Comenzaba apenas. Probablemente Deirdre McCloskey sintió la necesidad de concitar la atención del público, de sorprender al escenario. De eso se trata el entretenimiento (y los festivales literarios son una forma de entretenimiento sofisticado). Se paró, caminó hacia una esquina del escenario y anunció que iba a hacer una representación estilizada de la historia de la humanidad, de los últimos 12 mil años o algo así.
 
Estiró el brazo hacia abajo y dobló la muñeca de manera que la mano formara un ángulo de noventa grados con el antebrazo. “Esta altura –dijo– equivale a menos de un dólar por día por persona, así empezamos hace doce mil años, 99,9% de la humanidad era pobre”. Caminó lentamente de una esquina a otra del escenario, cada paso representaba varios siglos. La mano seguía bajo, en la misma posición, la palma perpendicular al antebrazo. Nada pasó por siglos, por buena parte de la historia, decía mientras caminaba; la pobreza era la norma, 99%, señalaba con insistencia.


De un momento a otro, recorrida casi toda la historia (o el escenario que en este caso es lo mismo), comenzó a levantar la mano, primero lentamente y luego, “shhhhhhhhup”, a toda velocidad: la palma apuntaba ahora al techo del teatro. La humanidad salió de su letargo así súbitamente, dijo. Primero en Holanda e Inglaterra, luego en casi toda Europa y Estados Unidos y, más recientemente, en China e India, el estándar de vida se multiplicó, creció varios órdenes de magnitud: shhhhhhhhhup podríamos llamar al evento más significativo de la historia, la gráfica lo dice todo.


 



 

 

Deirdre McCloskey tiene una explicación. No es la acumulación de capital como argumentaron tantos economistas. Tampoco las instituciones, la protección de los derechos de propiedad y el control al poder arbitrario de monarcas y emperadores, como han afirmado recientemente algunos historiadores económicos. Fueron las ideas, en particular, la adopción o aceptación de una idea transformadora: el liberalismo igualitario con su mensaje de libertad y dignidad para la gente del común.
La revolución –dijo– comienza en Holanda, con el crecimiento de la burguesía, con el rechazo de las costumbres aristocráticas y con el crecimiento concomitante del prestigio social de los mercaderes, lo que implicó, a su vez, la valoración del trabajo y la disciplina que imponen los mercados. Este fenómeno, enfatizó, se denomina usualmente “capitalismo”, pero el nombre es equivocado, debería llamarse: “avance tecnológico e institucional a un ritmo frenético puesto a prueba por el libre intercambio entre las partes involucradas”.
Lo que importa éticamente, dijo, no es la igualdad de resultados, son las condiciones de vida de los trabajadores, del hombre de la calle. “Los ricos se han enriquecido, pero los pobres también. Y para ellos significa mucho más”. “La desigualdad de cualquier forma imaginable de confort genuino (no representado por el número de Rolex) ha disminuido”. “La pobreza absoluta ha caído fuertemente, no tanto así la pobreza relativa, pero la primera, digan lo que digan los clérigos, es la que importa”.
Al final de la conversación, ya relajados, cuestioné algunos de sus argumentos: las sociedades más desiguales, le dije, son más violentas y menos saludables; el poder económico puede cooptar el poder político y cambiar las reglas a su favor; además, el desafío ambiental parece cada vez más acuciante. No prestó mucha atención. Volvió sobre lo mismo. Todo es cuestión de perspectiva, dijo, hay problemas, como siempre, los clérigos seguirán con sus letanías autoincriminatorias, pero los hechos son incontrovertibles. En suma, shhhhhhhhhup.
Razón no le falta.
Literatura Reflexiones

La salvación del ateo

El sábado anterior, en el festival literario Parque 93 en Bogotá, en medio de una conversación con  Piedad Bonnett, la periodista y librera Claudia Morales me hizo una pregunta paradójica, inquietante podría decirse: “¿es el ateísmo una especie de salvación?” 
 
Había unas 300 personas sentadas en la grama, relajadas, pero vigilantes, pendientes de una respuesta concreta a la paradoja en cuestión. Me quedé inicialmente paralizado por unos segundos, confundido, con una mezcla de temor y desconcierto. Pasado el susto, traté de articular una respuesta. Me tocó echar mano de algunas ideas que había escrito o reseñado, en un contexto diferente, en mi libro Hoy es siempre todavía
 
Los ateos, dije, sabemos que no hay salvación ni condena, estamos convencidos de que la muerte es para siempre. Sospechamos, además, que la vida no tiene un sentido intrínseco, que el absurdo es parte de todo esto. Pero no nos resignamos. Tratamos de inventar un sentido, de creernos un cuento, de buscar un propósito…“Podemos imaginarnos a Sísifo feliz”. En suma, esa búsqueda es nuestra salvación, la única posible. 
 
Habría podido también mencionar, como respuesta, una suerte de invitación al optimismo trágico que leí hace algunas semanas en alusión a los poemas de la poeta uruguaya Idea Vilariño: “una sed de absoluto que se sabe perdida, la conciencia de la muerte, de la finitud del amor, la intensidad de algunas rebeldías y la intensidad también del deseo, pero sobre todo, la terca actitud ética de mirar esos límites con valor, de aceptarlos con libertad, de no engañarse”. 
 
Mencioné, de paso, de manera burda, sin ahondar en los detalles, un poema tardío de Borges sobre Baruch Spinoza que resume la única salvación posible para el escéptico: inventar un dios personal, un sentido imaginario. Me habría gustado declamar el poema. No pude. No lo tenía en la memoria. Con los años la memoria se manda sola, caprichosa, registra solo lo que quiere. Vale la pena, en todo caso, traer a cuento el poema de Borges. 

 
Nos lleva el tiempo como a las hojas los ríos, la muerte nos torna en nada, pero imaginamos un sentido, un dios sin odios, que nos enseña, en últimas, la importancia del «amor que no espera ser amado”. Esa es, quizá, la verdadera salvación del descreído.