sobre las posibles razones del éxito
sobre las posibles razones del éxito
En los años ochenta, en medio de las negociaciones de paz con las guerrillas, un grupo de científicos sociales en Colombia (serían conocidos después como los violentólogos) introdujeron el término (o la hipótesis) de las causas objetivas de la violencia. La exclusión política, la desigualdad y la falta de oportunidades, se decía, eran las causas preponderantes del conflicto y de las muchas formas traslapadas de violencia.
En los años noventa, en medio de la aceleración de conflicto, del aumento exorbitante de los homicidios, otro grupo de científicos sociales, entre ellos, Mauricio Rubio, Carlos Esteban Posada, Malcolm Deas, Fabio Sánchez y Fernando Gaitán cuestionaron (empíricamente) la hipótesis de las causas objetivas. Con datos, con cifras y escrúpulos positivistas, mostraron que la impunidad, la inoperancia de la justicia y los problemas del ejército y la policía eran los principales generadores de violencia, los factores que subyacían el crecimiento de los grupos armados y la violencia. El argumento ponía de presente una suerte de circularidad: la impunidad genera violencia y la violencia desatada desborda al Estado y produce impunidad y más violencia.
Detrás de una discusión en apariencia instrumental, había un debate ético, filosófico, muy complejo, no resuelto, a saber: muchos veían en la hipótesis de las causas objetivas una justificación velada de la violencia, una validación de cierto discurso que seguía insistiendo en la legitimidad de los asesinatos como instrumento de cambio social. El debate nunca ha desparecido del todo. La discusión empírica no es definitiva, deja espacio para la ambigüedad: la conexión entre violencia y desigualdad, por ejemplo, es evidente, pero es también insuficiente para explicar la permanencia de los grupos guerrilleros en Colombia o las altas tasas de homicidios de los años ochenta y noventa.
No quisiera insistir en un debate que deberíamos superar. La corrupción y la exclusión social son desafíos pendientes de nuestra sociedad. Pero decir que por ello, que como consecuencia de estos desafíos, el terrorismo y el asesinato son inevitables, no solo es empíricamente inexacto, sino éticamente problemático. Las causas objetivas son muchas. Una de ellas ha sido también nuestra incapacidad de rechazar, sin ambages, sin notas de pie de página, sin justificaciones de ningún tipo, a quienes usan la violencia y el asesinato con fines políticos.
Mi primo, el osado, el viajante,
estaba de regreso, traía un buen número de historias nuevas,
aventuras, excesos, desviaciones,…
las escuchábamos con curiosidad, ávidos de cuentos,
niños de provincia aburridos del aburrimiento.
Tenía una cámara nueva, la mejor de la ciudad,
conocía el oficio de la fotografía,
ese espejo inquietante.
Encontró un refugio precario en la publicidad,
intentó ser un promotor resignado del capitalismo,
pero no encajó, no pudo.
Fue despedido con honores,
su talento no cabía en la ciudad de entonces.
Pasó el tiempo,
dejé de verlo por varios meses,
había vendido la cámara, rumoraban.
Llegó un día a la hora de almuerzo,
con un vestido nuevo de vendedor domiciliario.
Vendía ahora tumbas de un nuevo cementerio,
se ganaba la vida con la muerte:
mostraba una fotografía en blanco y negro de una tumba agrietada con flores marchitas y decía con una insistencia triste, ¿quién quiere terminar así?
Mi papá era muy joven,
pero compró la tumba sin preguntar,
no sólo por caridad, ahora entiendo,
también como protesta,
como quien regaña a los dioses por su perversidad,
por la vida.
Te quiero Luiso.
Después de varios minutos regresó resignado. «Vamonos, yo no vi a nadie más esperando», le dije. Salimos. Su teléfono no paraba de sonar. Alguien preguntaba insistentemente por Roberto. «No llegó», decía el conductor. La llamada y la respuesta se repitieron tres veces. «Averigüe el celular de Roberto», dije en un intento por apaciguar el conflicto en ciernes.
Llegué a mi destino. El conductor seguía preocupado por el pasajero ausente. «Nunca apareció el otro señor, Roberto Burgos», explicó de manera defensiva. Andrés Grillo de Planeta, quien estaba allí, inquieto por la tardanza, consciente ya del problema, aclaró el sentido de la tragicomedia: «Roberto Burgos murió hace unos días». La vida parecía no resignarse a su ausencia, pensé. Uno sigue viviendo por un tiempo en las bases de datos, en la logística del mundo, en carteles y parlantes. En fin, la inercia de las cosas.
Hace un mes largo llegamos juntos a la Feria del libro de Bucaramanga Jorge Orlando Melo, Mario Mendoza, Roberto Burgos y yo. La logística funcionó aquella vez sin tropiezos. Ese día lo vi por última vez. Nunca coincidimos. Me habría gustado conversar con él. Oir sus historias. Empaparme de su sabiduría. No pude. Nuestra cita inesperada nunca fue. Me quedó esta historia de fantasmas y ausencias. Así es la vida. Nos regala algunas coincidencias como consuelo.