Academia Reflexiones

Nuestro futuro

La cátedra «Nuestro Futuro» intenta, desde la academia, esto es, desde el rigor científico y la aceptación de la complejidad de los problemas; intenta, decía, incentivar una toma de conciencia, un mayor conocimiento sobre la crisis ambiental y sobre la urgencia de un cambio de verdad. La inercia, sabemos ya, conduce al desastre.

En la academia, casi como un axioma, tenemos que practicar una especie de optimismo primordial. Un optimismo sobre el mundo de las ideas, sobre la capacidad del conocimiento, el pensamiento sistemático y la disciplina científica para transforma la realidad. Puede ser una ilusión liberal, pero es una ilusión necesaria, imprescindible especialmente en esta coyuntura.

En relación con la crisis ambiental, con el motivo de esta cátedra, este optimismo plantea que no todo está perdido, que hay salidas posibles. Decía hace poco el médico colombiano Alex Jadad que la humanidad entró en una fase de cuidados paliativos. No queremos resignarnos todavía. La academia tiene que seguir fiel a los hechos, pero debe mantener al mismo tiempo un sesgo por la esperanza.

Nuestro papel es doble. Seguir construyendo conocimiento, seguir escudriñando el mundo con las armas de la curiosidad, el escepticismo, y el ensayo y error. Pero no podemos quedarnos allí. Si nos quedamos en la torre de marfil, encontraríamos en el mejor de los casos una buena tribuna para apreciar la destrucción del mundo. Nuestra obligación es ser parte de un diálogo permanente con la sociedad. Debemos contribuir a la toma de conciencia colectiva, a la generación de nuevas normas sociales y al diseño e implementación de nuevas políticas.

Nada cambia definitivamente en el mundo, escribió el pensador liberal John Stuart Mill hace 160 años, si no cambian los modos de pensamiento. Quiero ahondar rápidamente en este punto por medio de tres ideas complemetarias que, en conjunto, brindan un contexto preliminar a nuestra cátedra.

La primera idea alude al gran escape de la humanidad (para usar las palabras del economista Angus Deaton), el gran escape del hambre, la ignorancia, la enfermedad y la pobreza. El progreso material ha sido sustancial, casi milagroso. La humanidad, en contra de los pronósticos más pesimistas, que siempre han sido mayoritarios y atractivos, ha logrado superar la trampa malthusiana del hambre y la pobreza.

El gran escape ha coincidido con la gran aceleración. La relación causal no es inmediata, pero la conexión es innegable. El aumento de la emisión de gases efecto invernadero, la mayor acidificación de los océanos, la deforestación y la pérdida de biodiversidad, entre otras tendencias, coinciden con el aumento del progreso material. “Lo que es insostenible tiene que parar”, dijo alguna vez un economista estadounidense. La gran aceleración es insostenible. Tendrá que parar. Más temprano que tarde.

Hay otra gran aceleración que quisiera mencionar, una tendencia inquietante para la academia. Simultáneamente con la gran aceleración hemos visto una explosión de artículos académicos, libros, discusiones, revistas, etc. sobre sostenibilidad. La efervescencia intelectual es evidente. Los resultados no lo son. Nada o poco ha cambiado en la práctica.

Esto es así probablemente porque no han cambiado los modos de pensamiento, porque, entre otras cosas, la academia ha permanecido demasiado ensimismada, encerrada en sí misma. Esta cátedra es un pequeño esfuerzo por romper esa tendencia, por conectarnos con la sociedad. Si no logramos una conexión emocional con la gente será muy difícil el cambio.

Abordaremos las tensiones, cada vez más evidentes, entre progreso material y crisis climática, liberalismo y acción colectiva, capitalismo y desarrollo sostenible. Abordaremos también los grandes debates éticos: desde la justicia climática hasta los derechos de los animales. En la última clase enfatizaremos el papel del arte y la creación en la solución de la crisis.

Confieso que existe una tensión entre la evidencia científica y la necesidad (ética, digamos) del optimismo que mencioné anteriormente. La lista de razones para el pesimismo es larga. La gran aceleración no es solo exponencial sino más rápida de lo previsto. La cooperación entre países casi imposible. La población crecerá en los próximos 30 años en miles de millones de personas y el ingreso se triplicará. Los interesados en que todo siga igual están más organizados y mejor apertrechados que aquellos que demandan un cambio. Muchos de los más afectados ni siquiera tienen voz.

Pero debemos al menos alzar la voz. De eso también se trata esta cátedra, de resistir con inteligencia, argumentos y cierto desespero, de insistir en la necesidad de un cambio así a veces parezca imposible. Nuestro futuro, queremos pensar, todavía puede ser distinto.

Este fin de año dediqué una parte de mi tiempo a leer algunos de los últimos ensayos de Aldous Huxley. Siempre me han parecido lucidos, una suerte de hipismo realista. “La moral de la conservación, escribió Huxley, no concede a nadie una excusa para sentirse superior ni para reclamar privilegios especiales. ´No hagas a tu prójimo lo que no quieres que te hagan´ rige para nuestra forma de tratar todo tipo de vida en todas partes del mundo. Se nos permitirá vivir en este planeta solo mientras tratemos a nuestro planeta con compasión e inteligencia”.

Nuestro futuro depende de este imperativo. Las ciencias, las humanidades y el arte son, creo, no solo nuestro gran legado (nuestra mejor forma de estar en el universo), sino también nuestra tabla de salvación. La gran acogida a esta cátedra es motivo de optimismo. Sugiere una impaciencia con el presente y una voluntad (así sea todavía incipiente) de cambiar nuestro futuro. En eso estamos.

Personal Reflexiones

Una historia de locura

Esta mañana, en la librería San Librario, me topé por coincidencia (para eso vamos a las librerías de viejo) con un libro publicado en los años setenta en Estados Unidos, McCarthy y el McCarthismo: el odio que transformó a Norteamérica de Roberta Strauss Feuerlicht. El libro relata de qué manera la locura y el fanatismo anticomunista se apoderaron de la política estadounidense en la primera mitad de los años cincuenta del siglo anterior.

Empecé a ojearlo de manera casi indiferente. Después de unos minutos, noté que contenía una advertencia necesaria; describía una aberración de la política más o menos general, ubicua si se quiere. Decidí resumirlo de manera telegráfica en diez puntos. Estos son:

  1. La eficacia política de la búsqueda de un enemigo, de un grupo maldito en el cual puedan descargarse todos los males y amenazas de la sociedad.
  2. La transformación del lenguaje político en invectivas altisonantes, casi religiosas (“nos hallamos comprometidos en una batalla final y decisiva entre el ateísmo comunista y el cristianismo”, decía McCarthy).
  3. La facilidad con la cual mucha gente termina creyendo las mentiras más delirantes sobre la infiltración del enemigo al Estado y la sociedad (“¿cómo podemos explicar nuestra situación presente a no ser que creamos que hombres importantes de este gobierno se han puesto de acuerdo para entregarnos el desastre?”, acusaba McCarthy).
  4. La amplificación de las mentiras por parte de unos medios de comunicación necesitados de escándalos (“los periodistas, que con frecuencia sabían que McCarthy estaba mintiendo, escribían lo que él decía y dejaban que el lector, que no tenía ningún medio de averiguarlo, intentase deducir la verdad”, escribió Strauss Feuerlicht).
  5. El oportunismo que lleva a muchos políticos moderados a ponerse del lado de los radicales (“nada da mejor resultado en política que un insulto a la inteligencia de la gente”, escribió la autora).
  6. El miedo que comienza a apoderarse de casi todo el mundo en medio del delirio acusatorio (“El caso es que el senado tiene miedo de Joseph McCarthy…Todo él que se ha enredado con él termina lamentándose”, decían sus contradictores).
  7. La degradación gradual, pero ineluctable del debate político, de la deliberación democrática (“yo no contesto acusaciones…las hago”, decía McCarthy).
  8. La disminución de la confianza en las instituciones por cuenta de las mentiras repetidas a diario (“el McCartismo minó la Constitución, las Leyes, la Presidencia, el Congreso, el Departamento de Estado, el ejército y todo cuanto desafió”)
  9. El menoscabo de las libertades individuales como consecuencia de la paranoia (“más de ocho leyes fueron aprobadas que restringían la libertad de palabra y de asociación”).
  10. La inevitable caída de McCarthy una vez la sociedad cayó en cuenta de que había traspasado los limites de la decencia y la cordura (“un escritor derechista llevó la historia de la paranoia norteamericana a su culminación cuando escribió, años después de la caída, que McCarthy no había fallecido de muerte natural, sino que lo habían asesinado los iIuminados”).
Academia Reflexiones

No es el Gini

Varios analistas, en Colombia y América Latina, han postulado una conexión casual, casi directa, entre el coeficiente Gini (que mide la desigualdad en el ingreso) y las protestas y el malestar social (que han afectado a varios países latinoamericanos). Esta conexión no solo carece de un sustento empírico claro; puede también llevar a soluciones y políticas equivocadas. Confunde el diagnóstico y entorpece el tratamiento. Distrae la discusión y omite las desigualdades más protuberantes.

El coeficiente Gini (que va de 0 a 1, “0” siendo igualdad perfecta y “1”, desigualdad absoluta) es usado usualmente para medir la desigualdad del ingreso a lo largo de la distribución. Tiene la ventaja de ser invariante a la escala. Si, por ejemplo, los ingresos de todas las personas involucradas se multiplican por dos, el Gini no cambia. En general, su cálculo es sencillo e intuitivo y permite comparaciones simples entre países y entre períodos de tiempo en un mismo país o región.

En América Latina, el Gini aumentó sustancialmente durante las últimas décadas del siglo anterior. A finales de los años noventa, alcanzó los mayores niveles históricos (existen cifras comparables desde los años setenta), pero ha disminuido de manera notable por más de una década. El descenso puede explicare, entre otras cosas, por el aumento en las coberturas educativas y un cambio tecnológico más neutral, menos sesgado en favor de los más educados. Los niveles actuales siguen siendo muy altos, inaceptables podría argumentarse. Pero quién postule una conexión directa entre el Gini y las protestas, tendría que presentar simultáneamente una teoría del rezago: ¿por qué ahora y no antes?, ¿por qué la tolerancia a la desigualdad del ingreso aumentó precisamente cuando el Gini lleva varios años cayendo? En fin, la conexión entre Gini y malestar social es una explicación por lo menos incompleta.

Coeficiente Gini, América Latina

El último Informe de Desarrollo Humano del PNUD, publicado esta semana, contiene una crítica implícita al énfasis exagerado en la distribución del ingreso (esto es, en el Gini): “La dignidad entendida como tratamiento igualitario puede ser incluso más importante que los desbalances en la distribución del ingreso”, explica. En Chile, dice el Reporte, 53% de las personas afirman que la desigualdad del ingreso les molesta. Pero un porcentaje mucho más alto, cercano a 70%, lamenta las desigualdades en el acceso a la salud, la educación y en el trato.

La búsqueda de dignidad requiere incluso un cambio en el discurso. La fijación con la meritocracia contradice las vivencias de la gente. Como bien dice la economista chilena Andrea Repetto, “La gente se esfuerza en contextos no tan favorables y, por lo tanto, que no les vaya tan bien no es un indicador de falta de esfuerzo». Reconocer el contexto, las dificultades diarias, las diferentes experiencias de vida, resulta fundamental en la búsqueda de dignidad.

Al mismo tiempo, el Gini, que por construcción ignora cualquier consideración intergeneracional, nada dice sobre las preocupaciones ambientales y las desigualdades intergeneracionales que han estado en el centro de las protestas. El Gini, por decirlo de alguna manera, soslaya el futuro, revela muy poco sobre los reclamos de los jóvenes. Es un indicador de otra época, más del siglo XX que del siglo XXI.

En fin, el Gini poco tiene que ver con el malestar latinoamericano. No es el Gini, es la dignidad y la crisis climática. América Latina se moviliza a pesar de la disminución en la desigualdad, pues las preocupaciones de la gente poco tienen que ver con la evolución general de la distribución del ingreso. El Gini, en últimas, esconde mucho más de lo que revela.

Reflexiones

Moralidades legendarias

Los debates políticos sufren de un parroquialismo más o menos irremediable. Casi sin excepción, en épocas y lugares diversos, los opinadores (los encargados de comentar, jugada a jugada, el reality confuso de la política) se lamentan diariamente de los vicios de su país y su tiempo. Confunden a menudo los males eternos con los problemas de la coyuntura. La crítica carece, casi sobra decirlo, de perspectiva histórica. Le falta antropología, le sobra sociología. 

No sobra, entonces, recordar que la farsa y la hipocresía de los políticos son casi una competencia laboral (como la llaman ahora). “La política es necesariamente oportunista. El político trabaja baja unas condiciones que hacen esto inevitable. La grosera sobresimplificaión. La necesaria tolerancia del mal”. Quién mejor que un poeta para recordarnos lo obvio, la visión trágica (las cosas como son) de la política. Cedo la palabra a José Emilio Pacheco y sus Moralidades legendarias. No como un llamado a la resignación, sino más bien como una simple advertencia.






Reflexiones

Sobre Chile

Nací en Santiago. Crecí oyendo las canciones de Ángel Parra, Quilapayún e Inti-illimani. Mi papá había traído varios discos de Chile. Estudió una maestría en un centro de estadística en Santiago. Iba con frecuencia. Quería a Chile como a ningún otro país. Hizo muchos amigos que después se sumaron a la diaspora. 

Recuerdo el llanto de mi papá el día que mataron a Allende. En los años que siguieron repasamos juntos una y mil veces un libro de fotografías sobre el golpe de estado, “Esto pasó en Chile». No he olvidado una imagen de diez hombres barbados, sentados en un camerino del estadio Nacional: «esperando para ser torturados», decía la descripción.» Pinochet fue el diablo de mi niñez, la personificación de la maldad humana. 

He visitado a Santiago muchas veces. He hecho varios peregrinajes a la clínica del barrio Providencia donde nací. La última vez caminé por el centro. Encontré un libro amarillento firmado por Nicanor Parra. Visité la Universidad Católica. Hablé con la gente. Noté inmediatamente una brecha (un abismo casi) entre las impresiones del visitante (positivas) y las opiniones de los habitantes (negativas). 

Negar el progreso chileno (entendido como una disminución del sufrimiento humano) sería necio. Pero la dictadura (como un suerte de pecado original) enturbió siempre esta historia en mi mente. Aplacó mi entusiasmo. He mantenido por años cierta reserva o ambigüedad con respecto al aparente progreso chileno. 

Las causas del estallido reciente son muchas. Ya los científicos sociales se ocuparán de ellas. Muchos mencionan a la desigualdad. Pero esta es también la protesta de los nietos de la dictadura. La democracia chilena no ha podido sanear todas las heridas. Volví a oír a Ángel Parra durante estos días. Me produjo una especie de fiebre nostálgica. Si viviera en Chile, habría salido a protestar sobre todo contra la brutalidad del pasado, contra los crímenes de Pinocho (como le decía mi papá a ese general adusto y asesino).
Discursos

No todos los días son iguales

(ceremonia de grados Uniandes, 10/11 de octubre de 2019)

 
No todos los días son iguales. Muchos pasan de largo sin dejar rastro. Van acumulándose en esa tumba sin nombre que es el olvido. La mayoría de nuestros días están perdidos para siempre. Es como si hubiéramos estado muertos. 
 
Otros días, sin embargo, unos pocos, los recordamos eternamente. Quedan impresos en ese libro cambiante, caprichoso e impreciso que es la memoria humana. Esos pocos días (frágiles conexiones en el universo insondable que es nuestro cerebro), nos definen. Son parte de nosotros. Estamos, casi sobra decirlo, hechos de recuerdos. 
 
Este día, puedo anticiparlo, lo recordarán por siempre. Los acompañará por el resto de sus vidas. Representa un importante rito de paso. Un principio y un final. 
 
Mucho ha ocurrido, amigos graduandos, durante estos últimos años. Aprendieron varias cosas, unas imprescindibles, otras útiles simplemente. Hicieron algunos amigos para toda la vida. Conocieron algunos profesores que los inspiraron, que les cambiaron su forma de ver el mundo, que les mostraron una vocación que hoy parece un destino. 
 
Durante estos años, tuvieron que lidiar con la presión y la ansiedad del fracaso, con ese mal simulacro de la vida que son los exámenes. Experimentaron, imagino, la epifanía indescriptible que ocurre cuando entendemos por primera vez algún asunto antes misterioso o desconocido. Y experimentaron también, puedo suponer, la perplejidad, las dudas o la simple frustración ante la complejidad del mundo. 
 
Todos Uds., graduandos, superaron las exigencias (a veces razonables, a veces no tanto) de una de las mejores universidades del país, los rigores de la academia y las reglas de sus facultades. Vivieron intensamente. Rieron y lloraron. Cumplieron. Hoy celebramos todo eso. Hoy un día que recordarán por siempre. 
 
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Espero que en medio de todo, de las exigencias curriculares y las peripecias de la vida, hayan tenido algún momento para reflexionar sobre las grandes preguntas sin respuesta, sobre el mundo en que vivimos. La universidad, leí hace poco, es un refugio donde los jóvenes reflexionan sobre el mundo antes de que este se los devore. Sea lo que sea, quiero compartir algunas reflexiones sobre el presente, sobre el mundo actual con todo lo que tiene de maravilloso e inquietante. 
 
Vivimos en una época contradictoria. Por un lado, está el avance de la humanidad. “El gran escape” lo llamó hace unos años un economista y premio Nobel. El escape del hambre, la ignorancia, la pobreza y la enfermedad. No nos gusta reconocerlo. Preferimos la queja al deslumbramiento, pero somos, todos quienes estamos aquí, al menos en términos estadísticos, la generación más afortunada en la historia de este planeta. Nadie ha vivido tanto. Ni viajado tanto. Ni probado tantos sabores. Ni visto tantas cosas. Nadie ha tenido tanta libertad ni tanto acceso al conocimiento. En sus bolsillos todos guardan un aparatico brillante, el Aleph de Borges, una ventana a todo el conocimiento humano. Por supuesto millones sufren todavía por el hambre, la enfermedad y la pobreza. Pero el negacionismo no resolverá ninguno de estos problemas. Por el contario. Puede agravarlos. 
 
Somos unos privilegiados de la historia. Pero todo no termina aquí. El gran escape tiene un revés problemático, inquietante decía hace un momento. El gran escape, el progreso incesante de la humanidad, ha traído consigo la gran aceleración. El crecimiento exponencial de los gases efecto invernadero, la pérdida de biodiversidad, la acidificación de los océanos y por lo tanto de los eventos climáticos extremos, la gran catástrofe ambiental en ciernes. 
 
Al mismo tiempo, para usar una frase de Michel de Montaigne, el creador de la modernidad, pareciera que estamos entrando a una de etapa de locura de la humanidad. Crecen los nacionalismos. Se cierran las fronteras. Se alimenta el odio. Se denigra de la razón. Y los mismos aparaticos que ofrecen una ventana al mundo, facilitan la acción de grandes maquinarias de la desinformación y la mentira. 
 
Actualmente compartimos por redes sociales, de manera más o menos inadvertida, todos los detalles de nuestras vidas. Les entregamos a unas cuantas empresas información que dudaríamos en compartir con nuestros mejores amigos, incluso con nuestros hermanos. Esas empresas, a su vez, comparten la información privada con otras tantas interesadas en vendernos chucherías o alimentarnos con pasiones innecesarias y odios artificiales. Somos animales hackeables, escribió un comentarista lúcido en días recientes. Nuestro cerebro está siendo hackeado por charlatanes de todas las marcas y colores. Vivimos, en últimas, en un atolladero ético. 
 
Esa es la época que estamos viviendo. Interesante. Privilegiada, si se quiere. Desafiante. Incluso peligrosa. Digo todo esto, señalo la superposición entre los grandes avances y las grandes amenazas, porque quiero, casi como una última lección, invitarlos a ser conscientes de su entorno, a entender el momento en que estamos viviendo, a valorar lo que tenemos y entender los riesgos, los problemas que definirán su futuro. 
 
No es un llamado al desánimo, menos una invitación al pesimismo. Quiero simplemente reiterar que la reflexión ética es ahora más importante que siempre. Dónde quieran que estén, adónde quieran que vayan, dónde sea que trabajen, en los ámbitos públicos y privados, no olviden este contexto: el gran escape de un pasado terrible (que celebramos) y la gran aceleración (hacia un futuro peligroso) que debemos enfrentar. 
 
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No soy el orador principal de esta ceremonia. No quiero tomarme más tiempo del debido. No los voy a atiborrar con cifras. Tampoco voy a darles muchos consejos. No creo o dudo mejor de la eficacia de estas admoniciones. Dije recientemente que no me gusta predicar demasiado. Algo que no siempre cumplo. Todos tenemos nuestras contradicciones. 
 
Comparé alguna vez mi posición en este instante con la de la azafata al inicio de un vuelo. Estamos ya sentados en el avión. Nos hemos abrochado el cinturón. La azafata deja sonar un video con sus recomendaciones. Pero no prestamos atención. No nos interesan las advertencias. Ya veremos qué hacer si algo grave pasa. Nadie puede enseñarnos a vivir por adelantado. En fin, así me siento en estos discursos, como la azafata resignada que conoce y entiende a su audiencia indiferente. 
 
Voy a dar solo dos mensajes para terminar. No pretenden ser originales. Han sido repetidos una y mil veces. Pero vale la pena repetirlos otra vez. Los mensajes son para todos, incluidos los padres de familia y los educadores. Los mensajes tienen algo de autocrítica. O al menos algo de introspección. 
 
Empiezo con una anécdota. En una reunión reciente de profesores, una profesora ya veterana, con la sabiduría de los años vividos, levantó la mano y puso de presente una obviedad: “queremos que los estudiantes, dijo, aprendan varias lenguas, estudien los clásicos, reciten la Constitución, entiendan los grandes dilemas éticos, sepan programación y conozcan a profundidad los asuntos más relevantes de su profesión. No contentos, les pedimos que hagan dobles programas”. 
 
Esperamos demasiado, Uds. lo saben bien. Lo han vivido en carne propia. Quiero llamar la atención sobre las expectativas, sobre esa carga que nosotros les hemos puesto y que Uds. mismos se han autoimpuesto. Hago, en últimas, un llamado a la cordura intergeneracional. Una generación no puede imponerle a la siguiente todas sus ambiciones aplazadas. 
 
Tenemos, creo, una responsabilidad primaria. Debemos darles más espacio. Dejar que se equivoquen. El mayor privilegio, la mayor libertad es no tener miedo a equivocarse. Uds. no tienen que hacerlo todo. No tiene que serlo todo. Todo al mismo tiempo como les han dicho. 
 
Es casi un asunto de salud mental. La generación Z, Uds. graduandos lo saben bien, está estresada, con problemas de ansiedad, llena de pruebas, exámenes y evaluaciones. Creo que vale la pena, repito, que todos demos un paso atrás y reflexionemos sobre esta otra gran aceleración, la de las expectativas. 
 
Decía Michel de Montaigne, a quien ya mencioné, el escéptico, quien decidió al final de su vida abstraerse un poco de las inclemencias del mundo, que las mejores vidas son aquellas vividas sin milagros ni extravagancias, con plena conciencia de nuestros límites. 
 
Los poetas lo saben. Nos enseñan a protestar contra el paso del tiempo, la opresión de las expectativas y los excesos del superyo, de nuestra conciencia. Quiero compartir con todos una de esas protestas escrita por el poeta Elkin Restrepo, a quien cuento entre mis amigos: 
 
No es una tarea nada fácil
 
ésta de tomarse día a día uno y darse forma
 
y ordenar un sentido a todo
 
y parecer natural y también convincente
 
y alzarse levantar el vuelo
 
hacia otra región más alta
 
como si fuera poco como si fuera nada
 
cargar con quien aquí muy dentro
 
y con las mismas fuerzas las mismas palabras
 
argumenta contradice echa a pique
 
una a una verdades sueños
 
que uno levanta día a día luchando
 
aferrándose hasta sangrar
 
a fin de cumplir con algo en la vida
 
a fin de alcanzar
 
lo que nunca en verdad se te ha pedido.
 
No es una tarea fácil darse forma, ordenarlo todo y cumplir incluso más allá de lo que nos han pedido. Deberíamos, insisto, revisar las extravagantes expectativas.
 
Ya voy a terminar. He hablado más de la cuenta. Mi último mensaje es simple, casi obvio: sean amables, generosos, “queridos” decían en la Medellín de mi niñez ya perdida en el río del tiempo. Aldous Huxley, uno de los grandes pensadores del siglo XX, que nos ilumina con su clarividencia, lo dijo de la mejor manera: “Es casi penoso, afirmó, haber estado imbuido en las ciencias y en los problemas humanos todo una vida y descubrir que uno tiene un solo consejo para ofrecer: traten de ser un poco más amables”. 
 
Con el tiempo, con los años y las lecturas superpuestas, la necesidad ética de la compasión resulta cada vez más evidente. Graduandos, hoy, este día, traten de ser más amables y amorosos con sus padres y familiares. Tómenlos de la mano. Expresen lo que sienten de esa forma extraña como lo hacemos los humanos. Juntando nuestros cachetes, haciendo un círculo con nuestros labios y deshaciendo la mueca con un ruido seco, elocuente, más elocuente que las palabras. Los besos lo dicen casi todo. No vale la pena ahorrarlos. 
 
Les deseo mucha suerte. Abracen a sus padres y hermanos. Tómense muchas fotos. Celebren este día que recordarán por siempre. Felicitaciones a todos de todo corazón. Muchas gracias. 
Personal Reflexiones

En memoria de Guillermo Perry, el amigo y el maestro

 
 
 
 
(como un homanaje a la memoria de Guillermo Perry publico este prólogo a su último libro, Decidí Contarlo)
 
Mientras leía el manuscrito de este libro inusual (una mezcla de testimonio, análisis e historia económica), por esas conexiones extrañas de la memoria, recordé un fragmento de la extraordinaria novela de Philip Roth, American Pastoral.

 

El narrador de la novela, el escritor Nathan Zuckerman acude a una cita existencial, a la celebración del aniversario número 45 de su graduación del colegio. El escenario es previsible. Una gran sala en un hotel decadente. La música nostálgica, convertida en un ruidoso lugar común. El paso de los años en los rostros y los cuerpos, desigual pero ineluctable. Las expectativas frustradas (en algunos casos) y superadas (en otros). En fin, la vida.

Zuckerman permanece solo unas pocas horas en la reunión. Atormentado por los recuerdos, abandona el lugar sin despedirse y se encierra en un cuarto de hotel a escribir el discurso que quiso haber pronunciado ese día: un recuento de los cambios, las transformaciones y las catástrofes vividas por su generación, un resumen de las rupturas sociales que, de una u otra manera, afectaron a todos sus compañeros, sin excepción, en muchos casos de manera trágica. “¿No es asombroso? Haber vivido en este país, en nuestro tiempo y como quienes somos. Asombroso”, escribe Zuckerman al final de su discurso ficticio.

Este libro cuenta una historia asombrosa, la historia de la transformación económica, social e institucional de Colombia durante los últimos 50 años, de 1968 a 2018. Por un lado, están los esfuerzos deliberados por construir unas instituciones o reglas de juego más sólidas, por consolidar un Estado moderno y avanzar en los ideales de la justicia y la igualdad; por el otro, están las fuerzas contrarias del clientelismo, la corrupción, el conflicto armado y sobre todo el narcotráfico. Guillermo Perry fue protagonista de los esfuerzos de modernización y construcción institucional en un país convulsionado, asediado por la guerra, el narcotráfico y la mala política.

Fueron años de grandes turbulencias y grandes desafíos. Años paradójicos, de avances institucionales en medio de la guerra, de crecimiento del Estado en medio de las dificultades por consolidar una estructura tributaria racional; años de bonanzas y destorcidas, de grandes avances en la cobertura de servicios públicos y esfuerzos incompletos en la descentralización y en la inserción de la economía colombiana en los mercados globales. Con todo, el progreso de Colombia durante los últimos cincuenta años ha sido notable.

Voy a dar un ejemplo, uno solo, de un sector que conozco desde adentro: la salud. Hace 50 años, las mujeres tenían una esperanza de vida inferior a los 60 años y tenían siete hijos en promedio. En un país de 20 millones de habitantes, morían 1.600 mujeres por causas asociadas con el embarazo. Solo 40% usaba métodos anticonceptivos, la mayoría de poca eficacia. Actualmente, las mujeres colombianas gozan de una esperanza de vida de 81 años y tienen dos hijos en promedio. En un país de 47 millones de habitantes, mueren 320 mujeres por causas asociadas al embarazo. Más de 85% usa métodos anticonceptivos. Los derechos sexuales y reproductivos se han expandido sustancialmente, incluyen, por ejemplo, el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo. Asombroso.

Guillermo Perry cuenta esta historia en orden cronológico, presidente por presidente, en un tono anecdótico, jocoso algunas veces, tragicómico otras. La narración está organizada en forma de conversación con Isa López Giraldo, en una suerte de contrapunteo que le da vivacidad y estructura a la narración. Los aspectos técnicos están mezclados con las anécdotas. La economía política, con la teoría económica. Y los chismes con los momentos de reflexión, con los grandes dilemas éticos que definen muchas veces una carrera pública.

El libro podría dividirse en dos partes, la primera, que va de 1968 a 1996, es una historia contada desde adentro, desde las entrañas, por un protagonista y testigo excepcional: director de impuestos, ministro en dos ocasiones, constituyente, asesor, etc. Esta primera parte es en buena medida un ejercicio memorístico, las memorias de un técnico que, de manera ambivalente, con dudas al comienzo y con convicción después, ingresa al mundo de la política.

La segunda parte, que va desde 1996 a 2018, es más analítica, es una historia ya no contada desde adentro, sino desde afuera, con la distancia escéptica que dan los años y el desapego al poder. En las dos partes hay anécdotas y reflexiones, pero la perspectiva es diferente. Los recuerdos cuentan más en la primera. Los análisis más en la segunda. En la segunda parte, por ejemplo, Guillermo Perry hace una larga disquisición sobre los problemas de violencia y corrupción que afectan a Colombia.

La primera y la segunda parte están divididas por una decisión trascendental, un dilema trágico (la lealtad y la moralidad no siempre son compatibles) que definió la trayectoria profesional del autor: su renuncia al gobierno de Ernesto Samper una vez se hizo público que la campaña había sido financiada en parte con dineros del narcotráfico. Como en la novela de Roth, las vidas humanas no pueden separarse de los grandes cataclismos o problemas de la sociedad.


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Quisiera resaltar tres historias que recorren el libro, que aparecen una y otra vez aquí y allá. Las menciono, primero, de manera escueta para después hacer unos comentarios generales sobre cada una: la importancia de la tecnocracia, el optimismo sobre el mundo de las ideas y el papel del narcotráfico en la historia reciente de Colombia.

La tecnocracia

El libro comienza en el gobierno de Carlos Lleras Restrepo, un gobierno caracterizado, entre otras cosas, por la consolidación de la tecnocracia colombiana. En las primeras páginas del libro, hay una anécdota interesante, en la cual el entonces presidente Carlos Lleras Restrepo se queja de la jerga ininteligible de los técnicos. Pero más allá de los problemas de forma, los técnicos (economistas en su mayoría) son respetados, tenidos en cuenta por la mayoría de los presidentes.

Guillermo Perry presenta una visión favorable, positiva de la tecnocracia: la tecnocracia es vista como un contrapeso al poder, como un equilibrio necesario a las fuerzas cortoplacistas y clientelistas de la política. Por supuesto, en algunas ocasiones, narradas con precisión en el libro, los técnicos son meros instrumentos de los políticos, se tornan en expertos en justificar cualquier cosa y componer argumentos por encargo. Pero en la mayoría de los casos, son un contrapeso necesario y fundamental.

En el libro, los técnicos van y vienen, entran y salen. Los nombres se repiten. La mayoría parece tener un interés genuino por el bienestar general, por incorporar la teoría y la evidencia en la toma de decisiones. Puede haber sesgos. Arrogancia o falta de autocrítica. Pero hay también independencia intelectual y coraje para enfrentar las presiones de políticos y grupos de interés.

Uno podría, en todo caso, leyendo entre líneas, uniendo las historias, intuir dos críticas a la tecnocracia colombiana. Primero, su falta de diversidad. Hay muy pocas mujeres. Casi todos sus miembros son economistas provenientes de unas cuantas universidades privadas. Ideológicamente hay poca diversidad. Las discusiones entre tecnócratas no ocurren entre los pertenecientes a una doctrina y otra. Dependen más bien de quien está o no está en el gobierno en un momento dado.

Segundo, los tecnócratas hemos tolerado (al menos en ocasiones) el clientelismo en aras de la gobernabilidad, el equilibrio macroeconómico, la supervivencia, lo que sea. Al respecto tiene razón, creo, el economista inglés James Robinson al afirmar que un arreglo pragmático ha caracterizado el ejercicio del poder en Colombia: los partidos políticos tradicionales han permitido o tolerado un manejo tecnocrático de la macroeconomía a cambio de una fracción del presupuesto y la burocracia estatal, a cambio de auxilios parlamentarios, partidas regionales y puestos. Ese arreglo, cabe señalarlo, está llegando a su fin. 


Las ideas 


El libro trae a cuento las muchas misiones técnicas que vinieron a Colombia a asesorar los distintos gobiernos. La lista es larga: la misión Currie, la misión Musgrave, la misión Chenery, la misión Bird-Wiesner, etc. La mayoría de estas misiones contaron con la participación activa de técnicos nacionales. En conjunto, uno percibe un intento sistemático, continuado, casi institucionalizado, por incorporar el conocimiento global en el diseño de políticas públicas. Sobresalen los esfuerzos de planeación y análisis. Se percibe una cultura de seriedad que contrasta con las visiones más cínicas de la política.

La economía política no está ausente: hay presiones de empresarios y grupos económicos, extravíos clientelistas y acuerdos pragmáticos. Pero la impresión que me quedó después de leer el libro es que la economía política es menos importante de lo que se dice usualmente, de lo que señalan algunas escuelas recientes. En el libro, las instituciones y las políticas públicas son con frecuencia el resultado de esfuerzos genuinos de incorporar las recomendaciones de la teoría económica. La visión más realista de las instituciones concebidas como equilibrios en un juego entre grupos de poder también está presente, pero es, en general, menos relevante, no parece tener tanta fuerza o pertinencia empírica.

Alguien podría afirmar que esta visión más optimista, más enaltecedora, esta visión que resalta la importancia de las ideas y de los esfuerzos por llevarlas la práctica es autocelebratoria, una suerte de fabula tecnocrática. Pero no lo creo así. Las ideas importan. La economía normativa importa. Las misiones dejaron un legado relevante. Los aspectos económicos de la Constitución de 1991, por ejemplo, fueron resultado más de un consenso ideológico que de una puja entre grupos de interés. 


El narcotráfico 


El libro vuelve y cuenta una historia conocida, la historia del narcotráfico. Allí están los asesinatos de Galán, Pizarro, Jaramillo, Hoyos, Lara Bonilla y Low Murtra, la infiltración de los partidos tradicionales, el escalamiento de la violencia y el conflicto, los esfuerzos institucionales por enfrentar una amenaza formidable, los cambios culturales y sus consecuencias. “En mi opinión –dice el autor–, el auge del narcotráfico contribuyó a crear un clima de tolerancia y predisposición a la corrupción entre muchos empresarios y ciudadanos porque promovió una cultura de enriquecimiento rápido y del “todo vale”, como acertadamente la caracterizó Antanas Mockus”.

El tráfico de drogas, escribió hace unos años la historiadora Mary Roldan, “rompió la tradición, transformó las costumbres sociales, reestructuró la moral, el pensamiento y las expectativas”. Esas transformaciones aparecen una y otra vez en el libro, en las historias, memorias y opiniones del autor. La historia reciente de Colombia se vislumbra, en estas páginas, como un esfuerzo de modernización genuino en el que participaron muchas personas valiosas, pero que, sobre todo, tuvo que enfrentar esa dinámica de refuerzo mutuo entre narcotráfico, conflicto y descomposición.

Lo que resulta asombroso, para volver de nuevo a Roth, es que las instituciones de Colombia hayan no solo sobrevivido sino también prevalecido en muchos casos. Este libro, un testimonio excepcional, ayuda a entender por qué, a explicar la magnitud del desafío y a apreciar los esfuerzos de muchos colombianos por enfrentarlo.

Reflexiones

Un buen debate


Tuve la oportunidad esta semana de presentar un foro de candidatos a la alcaldía de Bogotá. Resulta fácil criticar a los políticos. Yo quisiera hacer algo distinto, encomiarlos. Fue un foro respetuoso, ilustrativo y entretenido. Por supuesto hubo lugares comunes y promesas espurias (inevitables). Pero salí tranquilo, con la certeza de que, en Bogotá, la política tiene un lado positivo: el voto de opinión ha sido dominante y los candidatos han respondido al desafío. Estas fueron mis palabras de introducción. 

Gracias a los candidatos. Ya son varios debates. No sé cuántos, pero muchos y puedo entender que estos escenarios son fatigosos. Los admiro por su paciencia democrática. La paciencia es sin duda una virtud fundamental en todo líder político.


No quiero hablar más de la cuenta. Como contexto, sin embargo, voy a mencionar de manera telegráfica cinco ideas generales que pueden ser útiles.

Primera, cabe reiterar nuestro compromiso, como comunidad universitaria, con la tolerancia, el respeto y la pluralidad. Aquí caben todas las ideas sin distingo. Como dije hace unos días, nos gusta inculcar el hábito del escepticismo, la conciencia crítica y las virtudes republicanas del debate razonado y el respeto mutuo.


Segunda, la democracia no es solo un conjunto de instituciones o una competencia electoral. También es una cultura, un hábito, una predisposición de la mente que se define por “la apertura intelectual, la alegre autoironía, la presteza para apreciar un argumento nuevo y quizás también para abrazarlo”.


Tercera, quiero recordar la importancia de esta elección para nuestro país, que tiene que ver por supuesto con la importancia de Bogotá que va más allá de su peso económico o demográfico. Bogotá tiene una influencia simbólica, es la ciudad de las oportunidades en Colombia y por lo tanto también el lugar donde confluyen muchas esperanzas y muchos problemas.


Sabemos que las campañas tienden a la simplificación. No es una crítica. Es la naturaleza de la política. Ya en el ejercicio del gobierno, la búsqueda de soluciones requiere imaginación y conocimiento práctico. El próximo alcalde podrá contar con la Universidad de los Andes para el diseño de políticas eficaces.

Por último, la academia es un buen lugar para enfatizar la importancia, para el cambio social, de la voluntad, el método y la disciplina fáctica. Las tres se necesitan. Las ideas deben convertirse en proyectos. Las visiones en planes coherentes y sostenibles.


Muchas gracias de nuevo. Es un privilegio tenerlos aquí. Creemos en la democracia deliberativa. Nos gusta imaginarnos la universidad como un foro abierto. Bienvenidos siempre. 
Personal

Chao papi

(semblanza leída en el funeral)

No fue, seamos sinceros, un hombre de grandes hazañas juveniles. Tapó un penalti alguna vez, volando de esquina a esquina, cuando el partido iba 9 a 0 en contra de su equipo. Contaba otra historia, ya perdida en el tiempo, sobre un domingo de paseo en el río Medellín. Con algo de suerte, pescó ese día lejano una sabaleta descomunal que fue la envidia de los muchos pescadores que pacientes remojaban lombrices brillantes en las orillas del Porce. Uno de ellos incluso lo insultó, maldijo la buena fortuna del inhábil pescador. 

Conquistó a mi mamá, la luz de sus ojos, en una cabalgata en la Estrella. No estuve presente, por razones obvias, pero puedo suponer que esa conquista poco tuvo que ver con sus destrezas de jinete. 

Mi papá, papi lo llamé siempre, con un amor casi reverencial, no fue un hombre de aventuras, ni audacias deportivas ni grandes jornadas a caballo. “El campo, ese terrible lugar donde las gallinas andan sueltas”, repetía con insistencia, citando a un humorista inglés que ya no quiero recordar. Fue un hombre de ciudad, un gozetas decíamos nosotros. Con una vitalidad instintiva, espontanea, irrefrenable. 

Tenía una inteligencia práctica fulgurante, un sentido común que desarmaba a todo el mundo. En un instante, vislumbraba la esencia de las cosas. Nunca tuvo mucha paciencia con la carreta de la burocracia o la academia. 

Yo le tenía un poco de miedo. Hace 20 años, ya al final de mi doctorado, traté de explicarle en detalle uno de los artículos de mi tesis. Después de quince minutos me dijo, “vos tenes que escribir un artículo para decir eso, güevón”. 

Era una de sus palabras favoritas. Cuando tenía yo la edad de Tommy, el profesor de geografía de primero bachillerato citó a varios estudiantes con sus padres al colegio a una hora y día impertinentes, un sábado a los 8 de la mañana. Ese día, el profesor se quejó largamente de nuestra falta de interés en las capitales del mundo. Mi papá escuchó con atención. “Está bien –dijo después de un rato– pero la próxima vez castígalos a ellos, no me castigues a mí güevón”. 

No toleraba la injusticia. Recordé hace poco una anécdota reveladora. En cuarto  bachillerato, una compañera de clase destrozó un ventanal con una tapa de pupitre en protesta contra la expulsión injusta de uno de nuestros amigos. Fue un estruendo de consecuencias, un gran escándalo, acompañado de la amenaza de una expulsión masiva.

Escribí (siempre he sido un voluntario para estas cosas) una versión del suceso escolar. La leí en frente de la clase. Redimía al amigo expulsado, a quien le entregué, ese mismo día, el manuscrito como una muestra de solidaridad. 

Los directivos del colegio citaron a los padres. Llegaron cumplidos, recuerdo. Ocuparon una mesa en un salón contiguo a la rectoría. Los estudiantes, todos de pie, formábamos un cuadrilátero alrededor de la mesa. El rector hizo un recuento de los hechos: el ventanal destrozado, el desprecio por la autoridad, las risas desafiantes y la altanería adolescente. El papá del compañero expulsado pidió la palabra. Leyó mi defensa de su hijo. Hacia unas pausas largas, enfáticas. Terminó la lectura con un gesto de alivio.

A la salida de la reunión me preguntó mi papá, “¿quién escribió el relato?”. “Yo”, respondí resignado. “Excelente”, me dijo con una risa cómplice. Así lo tengo en la memoria. Se trata, digamos, de una herencia familiar: la intolerancia ante la injusticia, la idea simple pero fundamental de que hay algunas cosas que no podemos aceptar.

Hace unos meses acusaron a un profesor de mi hijo Tomás de acoso sexual. Había sentado inocentemente a una niña en sus piernas. Iba a ser expulsado. “No hizo nada, es muy buena persona, qué injusticia, cómo hacen eso, además es gay”, dijo Tommy con los ojos aguados. Oyéndolo pensé inmediatamente, «la herencia está a salvo». El nieto tampoco sabe tolerar la injusticia. Papi: seguiremos rebelándonos un poco en contra de lo que no está bien en este mundo. 
Hace poco lo descubrí un domingo en la mañana, leyendo furtivamente, casi al escondido, uno de sus columnistas más odiados. “¿Para qué estas leyendo ese tipo?”, pregunté. “Para aumentar la rabiecita”, me contestó sin pensar. Siempre fue así, trató de conservar la rebeldía, el rechazo a la injusticia y la sinrazón. 

Pero su inteligencia, su sentido del humor y de la justicia no lo definieron plenamente. A mi papá lo definió el amor. Su historia fue una historia de amor. El amor a mi mamá (el más grande del mundo, un ejemplo para todos). El amor a sus hijos. El amor a sus nietos. El amor a sus hermanas. El amor a sus amigos. El amor a sus compañeros de trabajo. El amor a todos, incluido el amor a la vida, a esta cosa rara que es la vida en el tercer planeta del sol. 

A todos nos enseñó a vivir. “Qué vaina”, me dijo antier, despidiéndose. Sí papi, qué vaina. Aquí quedamos nosotros (todos, todos) deshechos, en pedazos, tratando, a tientas, de imaginarnos una vida sin tu amor, sin tu apoyo, sin tu presencia. Contigo se fue una parte de nuestras vidas. 

Chao papi. Gracias por todo tu amor. Te amamos.
Literatura Poesía

Del último libro de Charles Simic

 
 
Un quiz tarde en la noche
 
¿Le tiene Charles Simic miedo a la muerte?
Sí, Charles Simic le teme a la muerte.
¿Le reza al Señor de arriba?
No, él gasta el tiempo con su esposa.
 
Su conciencia, ¿lo atormenta a menudo?
Viene a charlar de vez en cuando.
¿Está preparado para reunirse con su creador?
Tanto como una ardilla que cruza la carretera.
 
Como una lata de cerveza pateada
Por algún joven que vuela de la traba como una cometa
Y sale de una esquina oscura y entra a otra
El da tumbos y resbala en el entretanto.