Salí a caminar con Voltaire al final de la tarde de un domingo lluvioso, la luna a mitad de camino en una más de sus millones de repeticiones. La tecnología de resucitación era ya un lugar común. El nombre de Voltaire surgió después de una petición firmada por miles de estudiantes de derecho (los de filosofía estaban infatuados desde hace décadas con otros nombres, con pensadores del terrible siglo XX).
-¿Y qué son esos vehículos que viajan a toda velocidad sobre unas ruedas negras, carruajes metálicos sin caballos?
-Son automóviles, llevan más de cien años haciendo estragos, representaron inicialmente la libertad, pero son ahora un símbolo del estancamiento, pueden viajar a 200 km/hora, pero viajan a menos de diez, son la metáfora más elocuente de las trampas de la genialidad humana.
-Sea lo que sea, quiero subirme en uno y experimentar la parálisis en medio de la potencialidad, la quietud de un motor poderoso cancelado por otros como él. Debe ser una sensación interesante, como quien sostiene a un caballo brioso. ¿Cómo se mueven?, ¿de dónde viene su energía?
-Del petróleo, un líquido viscoso, un depósito de la energía solar de millones de años, un fósil de algas comprimidas.
-Una maravilla, los seres humanos desenterraron el sol y lo dieron de alimento a sus máquinas.
-Parece poético, pero la eficacia de nuestros procesos, nuestra imaginación sin límites, nuestra capacidad para entender los mecanismos de la Naturaleza y potenciarlos, nos está aniquilando. Hemos destruido el planeta, extinguido a miles de especies, creadas todas, en cada ámbito, en cada momento, por el algoritmo darwiniano.
-No entiendo nada. Pero si el ser humano, termina suicidándose por cuenta de sus deseos infinitos, solo estará reproduciendo una ley natural. El ser humano sería entonces un torbellino, un huracán que genera el propio combustible que lo alimenta. Tal vez la humanidad sea una especie de paso, destinada para un instante, no para durar millones de años, sino para aparecer y desaparecer como un fuego artificial, destruida por su propia infatuación, una aberración, una muestra del poder de la Naturaleza para crear cosas extrañas e instantáneas. Pido indulgencia por mis devaneos. Recuerde que soy un niño de muchos años que no distingue nada de lo que ve; tampoco lo entiende. Deslumbrado y curioso. ¿Quién es ese Darwin? ¿Qué escribió?
-Un inglés especial, lo admirarías, tolerante, ajeno a las pasiones políticas que envenenan el alma, a los fanatismos de quienes quieren imponernos su credo. Se dedicó a observar con paciencia a las aves, los escarabajos y las lombrices que se arrastran en el fango. Así descubrió, con método y paciencia, el mecanismo de la vida, la selección natural que nos emparenta con el chimpancé, nos recuerda nuestra íntima relación con todo lo viviente y nos diferencia al mismo tiempo, nos revela nuestra conciencia exhilarante, capaz de adivinar misterios.
-Todo se me escapa. No entiendo lo que dices. Fui condenado dos veces. Primero a nacer y ser hijo de mi tiempo. Ahora a resucitar y habitar otro tiempo. Soy una criatura de zoológico. Un ser humano que creyó entender su tiempo y fue revivido en otro tiempo del que no entiende nada. Si no fuera por una curiosidad básica, instintiva, este esfuerzo de resurrección podría terminar en una gran paradoja, en un suicidio del resurrecto, el suicidio más sensato de esta historia de insensateces. Lo único que parece no haber cambiado es la luna, ajena a nuestros caprichos.
-Allí también estuvimos, llevados por un cohete que venció la ley de gravedad, propulsado por ese líquido mágico que ha sido también nuestra perdición, ese fósil líquido que anima lo inanimado y envenena el mundo. Fuimos a la luna impulsados por ese líquido vital, regresamos reclamados por la tierra, por su fuerza de gravedad. Dejamos unas cuentas huellas, una bandera de lo que era en tu centuria una nación de bisontes, el continente de la tortuga lo llamaban sus habitantes, aniquilados en su mayoría por el eurocentrismo. También dejamos allí un automóvil, similar a los que vimos ahora. Un paseo en una máquina de ruedas, autopropulsada, un paseo por la luna, ha sido otra de nuestras hazañas. Las huellas van a durar más que la humanidad, son nuestro monumento más duradero. En un millón de años habrá pocos vestigios de nuestra presencia en este planeta. Seguirán las huellas en la luna. El fósil que creamos para celebrarnos a nosotros mismos, una especie que creo su propio fósil, ¿no es eso algo?
-Sus discursos autocelebratorios parecen discursos de despedida. Ya entiendo para qué estoy aquí. La humanidad decidió resucitar a algunos de sus referentes, no para celebrarlos, sino para juzgarlos. Esto es un juicio, una especie de rendición de cuentas. Y el castigo no es la pena de muerte, sino la vida. Este mundo, un teatro del orgullo y el error, decidió acabarse de la manera más teatral posible, con un juicio de los humanos del presente a los pensadores que los antecedieron. Bastardos, destrúyanse, pero dejen a sus muertos tranquilos.
Buenas tardes a los graduandos, a sus familias y a sus amigos, a todos quienes, desde una pantalla, nuestra ventana al mundo, nos acompañan en esta reunión, en esta tarde extraña en la cual tratamos de estar juntos a pesar de la distancia, de celebrar la culminación de una etapa significativa: la vida necesita ceremonias, ritos de paso, formas colectivas de darle significado a la superposición de los días.
No puedo negar la extrañeza de este momento. Una celebración aséptica, un encuentro que no termina siéndolo, una contradicción que refleja estos tiempos difíciles. Pero no voy a caer en el pesimismo. Sería muy fácil. Hace algunos días, la madre de alguno de Uds., con una franqueza esencial, me escribió un largo mensaje en el que señalaba la necesidad del optimismo, de un sesgo por la esperanza; rechazaba el pesimismo facilista de este comienzo accidentado de la tercera década del siglo XXI. Voy a hacerle caso. Mi invitación quizás sea una sola, la defensa del humanismo.
Quisiera combatir, primero, la misantropía tan común por estos tiempos: la idea de que el ser humano es una especie despreciable, la peor de todas. No, no lo somos. Somos una especie accidental: un primate que se bajó de los árboles, aprendió a caminar erguido, creó un lenguaje incipiente, complejizó su vida social y (con el tiempo, con el pasar de los años y los siglos) expandió su lenguaje y su cerebro para responder a los retos de la sociabilidad. Sea lo que sea, la aventura humana es única.
Hemos sido capaces de observar los confines del universo, escuchar los ecos de la explosión primordial, conocer las leyes de la materia, descubrir el algoritmo de la vida, descifrar el código genético, dejar incluso algunas huellas en la luna; de cantar mejor que los pájaros, contarnos todo tipo de historias de amores posibles e imposibles; solo nosotros, los seres humanos, hemos mirado al cielo maravillados. Antes de nuestra presencia ubicua en el planeta, las estrellas daban sus vueltas predecibles. Pero como dice el poeta, “es como si no hubieran existido, ni el universo ni el sol ni la luna ni la simple luz de la mañana. Su tragedia era muda y ciega y aún lo sigue siendo”.
Quiero hoy, ante Uds., en esta tarde extraña, insisto, celebrar la aventura humana. Recordar que, después de todo, sí somos el centro del universo, estamos a mitad de camino entre el átomo y la galaxia; en nuestra conciencia, el universo se piensa así mismo, se interroga. La mitología humana es una celebración de la vida, una forma de gratitud cósmica. Nadie niega nuestra capacidad destructiva, la maldad que llevamos por dentro, pero esta naturaleza defectuosa no debería llevarnos al autodesprecio, a la negación del humanismo que algunos promueven por estos días.
El humanismo, creo, debería comenzar por aceptar el privilegio que implica, a pesar del dolor y la tragedia, habitar un cuerpo humano en este planeta. Como bien decía Jorge Luis Borges, el poeta escéptico, “el mero hecho de ser es tan prodigioso que ninguna desventura debe eximirnos de una suerte de gratitud cósmica”.
El humanismo también debe promover un mensaje esencial, una especie de confianza en nuestra capacidad colectiva de enfrentar los retos del futuro: la pandemia ahora, el cambio climático en pocos años. El humanismo, en mi opinión, necesita un optimismo sobre el poder del conocimiento, sobre la importancia de las ideas, sobre la capacidad que tenemos, como especie en general y como comunidades organizadas en particular, de adaptarnos y resolver los problemas existenciales.
Me gusta citar, con el tiempo uno se va convirtiendo en una especie de predicador de lo obvio; me gusta citar, decía, a la antropóloga y poeta estadounidense Margaret Mead, quien dijo alguna vez: “nunca duden de que un grupo de ciudadanos pensantes y comprometidos puede cambiar el mundo. Ciertamente es el único modo de hacerlo”.
Con frecuencia, la educación formal le va robando a los jóvenes el idealismo, la convicción de que pueden hacer la diferencia. Ese idealismo se va convirtiendo en una especie de nihilismo cómodo o de indignación superficial. “Nada me importa o todo me molesta”. El humanismo, en mi concepción, en la visión optimista, implica retomar en parte ese idealismo, no renunciar a la posibilidad de hacer la diferencia. Uds., estoy seguro, no lo harán. Mostrarán, con el tiempo, que la humanidad no solo sobrevivió, sino que fue capaz también de hacerlo con dignidad, sin perder su esencia.
El humanismo necesita también de la compasión, entendida como como la solidaridad con quienes compartimos un destino común: la muerte, la enfermedad y la desazón. La Providencia no está ocupada de los asuntos humanos. Pero si lo estuviera, seríamos juzgados por cuan bien hemos tratado a quienes nada tiene que ver con nosotros salvo su humanidad.
El humanismo necesita, además, que asumamos con plena conciencia los desafíos de la libertad, que seamos libres, conscientemente libres, compasivamente libres. En Colombia, hoy más que nunca, la libertad tiene que ver con el respeto a las comunidades organizadas, con la protección a quienes luchan por el medio ambiente y un futuro mejor, y con la protección también a quienes protestan y no se conforman con el mundo como es. Ser libre es alzar la voz tranquilamente, es decir lo que uno piensa sin temor a la intimidación violenta, es poder construir colectivamente sin temer por la vida.
El humanismo parte de la idea de que hay muchas formas de entender el mundo, muchas maneras de buscarle sentido a las cosas. Ninguna tal vez debe tomarse demasiado en serio, pero todas son respetables. El humanismo, no me queda duda, antepone las personas a las ideas.
Recuerden, ojalá por muchos años, que la Universidad de los Andes no es solo una institución educativa, es también una idea o, mejor, un conjunto de ideas: la idea de transformar vidas para que las vidas transformadas transformen, a su vez, la sociedad. La idea del pluralismo, del respeto por las distintas formas de entender el mundo y el cambio social. La idea de la excelencia, de ir más allá del deber. La idea de la contribución a la sociedad. El conocimiento por el conocimiento, pero también el conocimiento transformador, que interroga, cuestiona, propone y cambia. Uds., estoy seguro, llevaran este conjunto de ideas, las ideas que definen nuestra universidad, a muchas partes.
En síntesis, ya para terminar, quisiera dejarlos con un mensaje optimista, con el optimismo de la acción. Con la invitación a confiar en la capacidad de nuestra especie para (colectivamente) encontrar salidas. La resignación nada resuelve. El optimismo al menos nos da una oportunidad.
Este día también los invito a celebrar, a disfrutar la vida, a divertirse. Como dice el poeta (estoy, lo sé, contradiciéndome un poco), “No son responsables ni del mundo ni del fin del mundo, quítense por un rato ese peso de encima, son como pájaros y niños, diviértanse”.
No todos los días uno se gradúa en la sala de su casa. Celebren la extrañeza del momento. Abracen a sus padres. Como les dije a los médicos hace unos días, no sé si es una recomendación basada en la evidencia, pero esta noche, en sus hogares, con sus familias, recomiendo el contacto físico. Muéstrense compasivos. Efusivos. Amorosos. Como sabemos hacerlo los seres humanos, como lo mando el humanismo. Un abrazo fuerte (virtual por ahora) a todos de todo corazón.
Leí por primera vez a Pessoa en 1987. Un regalo de grado de mi tío poeta Jesús Gaviria. No recuerdo la edición. Ha pasado mucho tiempo. Era una antología recién publicada. Algo leí aquella vez sobre los heterónimos. Me quedó una inquietud que fui alimentando con los años. Un poema me quedó grabado en la memoria:
Tengo compasión de las estrellas, que brillan hace tanto tiempo, tanto tiempo… siento compasión por ellas.
¿Es qué no habrá un estar cansado en las cosas, en todas las cosas, como en las piernas y en los brazos?
Un cansancio de existir, de ser, sólo de ser, el ser, un triste brillar o sonreír…
¿No habrá, en fin, para las cosas que son, no la muerte, mas sí otra especie de fin, o una gran razón -Algo así como un perdón?
Muchos años después, leí una reflexión de Octavio Paz que resume (ahora lo sé) lo que sentí entonces, lo que me transmitió el poema : “[…] ese sentimiento de universal simpatía con todo lo que existe, esa fraternidad en la permanencia con hombres, animales y plantas, que es lo mejor que nos ha dado el budismo, una suerte de beatitud instantánea que no excluye la ironía ni significa cerrar los ojos ante el mundo y sus horrores”.
Leí a finales de los años ochenta El banquero anarquista. Me llamó la atención aquel oxímoron misterioso. Poco recuerdo los hechos narrados. Solo sé que los banqueros casi destruyen el mundo (y con él mi profesión, la economía) ya hace doce años. Una forma de anarquismo, tal vez involuntario.
Lisbon revisited articuló mis angustias o poses existenciales en varios momentos de mi vida. Hace ya casi 20 años, me brindó una suerte de consuelo, me dio fuerzas en medio de las desdichas y dificultades del momento:
Quiero cincuenta cosas al mismo tiempo. Anhelo con una angustia de hambre de carne no sé bien que: definidamente lo indefinido…
Más recientemente, siendo ministro, con poco tiempo para la lectura, encontré la cuidadosa antología de Jerónimo Pizarro, Plural como el universo. Encontré allí una frase suelta que recuerdo a menudo: “Tal vez parezca innecesario explicar una cosa de por sí tan sencilla e intuitivamente comprensible. Sucede, sin embargo, que la estupidez humana es grande, y la bondad humana no es notable”. Por la misma época leí el compromiso suscrito por Alexander Search, ese otro personaje misterioso. No lo suscribo plenamente, pero para mí fue una iluminación:
Leí de manera desordenada algunos de los ensayos de Jerónimo Pizarro contenidos en su libro Alias Pessoa. Entendí, no lo sabía, la fragmentación, la discontinuidad y la brevedad de su obra: Pessoa como un emprendedor enfrentado a una especie de exuberancia creativa que lo llevaba inexorablemente a la inconclusión. Plural como el universo, para recoger la expresión ya citada.
Entendí que solo existen fragmentos, que los editores tienen ante sí inmensas posibilidades. Entendí también la mirada de Jerónimo, la ética de la edición de lo inacabado: el llamado a la modestia, a conocerlo todo sin alterar casi nada, a publicarlo tal como existe, no como nos gustaría verlo.
Hace poco leí una frase del Fausto de Pessoa que se conecta con un proyecto que estoy terminando, una especie de antología de las ideas de Aldous Huxley, quien siempre enfatizó la necesidad de una educación para la receptividad: “Para mi ser es admirarme de estar siendo”, escribió Pessoa. Una podría hacer una antología extensa de poemas al respecto, poemas que giran sobre esa idea suelta.
Un buen ejemplo, tomado del poeta venezolano Rafael Cadenas, uno de los primeros lectores de Pessoa en América Latina, sería el siguiente fragmento:
Otro ejemplo, otra variación sobre la misma idea de admirarse siendo, es este fragmento de uno mis poetas favoritos, el también venezolano Eugenio Montejo:
(texto escrito para el libro Al filo de la vida: una historia del Hospital Universitario del Valle editada por Julio Cesar Londoño)
Hace más de 25 años, Colombia puso en práctica una ambiciosa reforma al sistema de salud. La reforma tuvo una intención igualitaria, estuvo basada en una premisa fundamental: todos los colombianos deberían tener acceso, sin importar su origen socioeconómico o capacidad de pago, a un paquete básico de salud, esto es, a un conjunto de medicamentos esenciales y procedimientos probados según la evidencia disponible.
La reforma tuvo un contexto conocido: el avance de
las reformas de mercado en América Latina y una profunda crisis de las
instituciones estatales, afectadas, entonces, por el clientelismo, la
corrupción y la incapacidad de responder a las crecientes demandas sociales. La
reforma no fue diseñada, como se dice con frecuencia, a partir del modelo
chileno (como sí ocurrió en el caso de la reforma a las pensiones). Fue una
innovación local, tomó algunos elementos del modelo holandés y otras
experiencias exitosas. Pero no fue una imposición extranjera o un modelo tomado
de algún recetario importado.
La reforma creó un seguro universal de salud,
financiado de manera mixta, con recursos de las contribuciones de empleados y
empleadores, y recursos adicionales del presupuesto nacional. La administración
del seguro (el recaudo, la gestión del riesgo, la conformación de las redes de
atención, el agenciamiento de los pacientes, etc.) fue delegada a unas empresas
aseguradoras (las EPS) que, en teoría, deberían garantizar el acceso y (por
medio de la competencia) la calidad. Las empresas podrían, así se estipuló
desde el comienzo, contratar a prestadores públicos y privados para la atención
de sus afiliados.
La reforma contempló dos regímenes distintos: uno para las personas con capacidad de pago, llamado el Régimen Contributivo (RC), y otro para las familias menos favorecidas, sin acceso a empleos formales o a una fuente estable de ingresos, llamado el Régimen Subsidiado (RS). En el RC, cada afiliado debía contribuir según sus posibilidades con el fin de acceder a un paquete de beneficios igual para todos. En el RS, la contribución sería cubierta plenamente por el Estado, con la ayuda de las contribuciones solidarias de los afiliados al RC. El sistema de salud de Colombia ha sido considerado como uno de los más solidarios en el financiamiento de todo el mundo.
Consecuencias de la reforma
La reforma aumentó el gasto público en salud, incentivó la inversión privada y tuvo un impacto social significativo. La brecha en el uso de servicios de salud se redujo sustancialmente. Por ejemplo, la diferencia entre ricos y pobres en el porcentaje de mujeres con atención médica en el parto pasó de 60 puntos en 1993 a menos de cinco puntos en la actualidad. Aproximadamente 30 mil pacientes renales crónicos reciben diálisis semanalmente en Colombia. Más de diez mil pertenecen al RS. Antes de la reforma estos pacientes estaban condenados a una muerte segura por cuenta de su falta de recursos económicos para cubrir los tratamientos.
Quizás el logro más importante de la reforma
ocurrió en el área de la protección financiera. Antes de la reforma, una
enfermedad de alto costo representaba la ruina para miles de familias que, en
medio de la enfermedad, debían vender sus viviendas y negocios o asumir deudas
impagables. El acceso estaba mediado por la capacidad de pago. Muchos médicos,
anticipando la ruina financiera, omitían las alternativas terapéuticas a los
pacientes más pobres que no iban a poder pagarlos en todo caso. Todo eso
cambió. Actualmente Colombia tiene uno de los menores gastos de bolsillo (en
términos relativos) de todos los países en desarrollo. La experiencia
colombiana es estudiada en el mundo entero como un ejemplo de progreso en
cobertura y equidad.
La reforma también condujo a un empoderamiento de
la gente, a la consolidación de la salud como un derecho, no solo en la
jurisprudencia o en la ley, sino también en la mente de las personas. En muchos
países de la región, todavía los ciudadanos aceptan pasivamente la
imposibilidad de acceder a tratamientos muy costosos (hacen colectas populares,
conforman mecanismos informales de aseguramiento, etc.). En Colombia no. Los
ciudadanos conocen sus derechos y los exigen con vehemencia. El aseguramiento
universal contribuyó a esta realidad política.
Pero no todo ha sido positivo. El acceso ha
aumentado considerablemente en las ciudades, pero no tanto así en las zonas
rurales. El sistema colombiano tiene un innegable sesgo en contra de las
regiones más apartadas. Algunas desigualdades regionales en los resultados en
salud, en la mortalidad materna, por ejemplo, han persistido o apenas
disminuido levemente. Muchas de ellas dependen de un conjunto amplio de
determinantes sociales, reflejan más los desequilibrios regionales que los
problemas del sistema de salud, pero sugieren al mismo tiempo que el sistema ha
tenido un impacto desigual.
El efecto de la reforma sobre los hospitales
públicos tampoco ha sido positivo. Inicialmente la reforma garantizó una fuente
directa de financiamiento (los llamados subsidios a la oferta). Igualmente, estableció
que las EPS del RS deberían contratar como mínimo 60% del gasto en salud con
los hospitales públicos. Los subsidios directos desaparecieron con el tiempo y
la contratación exigida ha ido convergiendo hacia los mínimos legales. Con
todo, los hospitales públicos, sobre todo los de mayor complejidad, fueron
perdiendo importancia. Actualmente más de 70% de la oferta de alta complejidad recae
sobre los hospitales privados. La reforma supuso, tal vez erróneamente, que la
competencia fortalecería a muchos hospitales públicos. En la práctica ocurrió
lo contrario.
Problemas persistentes
A pesar de los avances sociales, la reforma a la
salud no se ha consolidado. Los problemas financieros, la corrupción y la
pérdida de legitimidad amenazan con reversar los avances sociales. Las
principales causas de los problemas actuales, que llevan ya muchos años,
podrían resumirse en tres: la ausencia de límites razonables en los beneficios,
los problemas de regulación de las EPS y los problemas de clientelismo (típicos
de la descentralización) de algunos hospitales públicos. Las tres causas se
superponen, actúan conjuntamente, y resumen los mayores desafíos del sistema de
salud.
Un sistema demasiado abierto
Como resultado, en buena parte de la jurisprudencia de la Corte Constitucional, el sistema colombiano ha ido transformándose en un sistema muy abierto, en el cual todo está incluido: los nuevos medicamentos de precios exorbitantes y efectos menores, las terapias con animales, los cuidadores, los pañales y pañitos, las cremas y lociones, etc. La Ley Estatuaria en salud, aprobada por el Congreso hace ya cinco años, ordena que los tratamientos experimentales o aquellos que tienen fines estéticos no deberían cubrirse, pero muchos jueces exigen lo contrario diariamente. En la práctica, la excepción parece ser la única regla cierta del sistema.
En los sistemas financiados con recursos públicos,
el sistema inglés es un ejemplo paradigmático, existen límites definidos centralizadamente
sobre lo que se puede pagar con recursos del sistema. En los sistemas de
mercado, el sistema estadounidense es el caso típico, los límites generales no
existen, pero los ciudadanos pagan una parte del cuidado médico y los
medicamentos de su propio bolsillo. En Colombia, la jurisprudencia aspira
contradictoriamente a un sistema como el inglés (sin gasto de bolsillo) y como
el estadounidense (sin límites de ninguna clase). Un imposible financiero.
Una parte de los problemas financieros del sistema
de salud vienen de nuestra incapacidad como sociedad de afrontar una disyuntiva
ética muy compleja. ¿Deberíamos, por ejemplo, pagar colectivamente por un
tratamiento contra el cáncer que cuesta cientos de millones pero está asociado,
según la evidencia disponible, con apenas dos meses adicionales de vida?
¿Pueden los argumentos financieros ser tenidos en cuenta a la hora de decidir
cuestiones de vida a muerte? Si no, ¿cómo vamos a conseguir los recursos
necesarios para pagar por tratamientos de precios altísimos y valor
cuestionable? Ninguna de estas preguntas es fácil. En Colombia, hemos decidido
simplemente evadirlas. La reflexión bioética, por ejemplo, ha estado ausente en
las sentencias de la Corte Constitucional sobre el sistema de salud.
Un sistema demasiado laxo
Además de la ausencia de límites razonables, el sistema colombiano ha tenido otro problema desde sus orígenes, hace ya más de 25 años. Las empresas a quienes se les delegó la administración del sistema, las EPS, han sido insuficientemente reguladas. En retrospectiva, resulta evidente que se les entregó demasiada autonomía sobre el manejo de los recursos y la conformación de la red. Operaron inicialmente en un ambiente de laxitud regulatoria. Uno podría hablar incluso de captura del regulador durante los primeros años de funcionamiento del sistema.
En particular, la autonomía plena en la
conformación de la red, esto es, la capacidad para decidir con quién se
contrata la prestación de los servicios, dio pie, en algunos casos, a un
amiguismo cuestionable, a la desviación de recursos y por supuesto a la
corrupción. No todas las EPS incurrieron en contrataciones cuestionables, pero
muchas lo hicieron con consecuencias adversas sobre la atención y la misma
legitimidad del sistema. Décadas después, la adecuada regulación de las EPS
sigue siendo uno de los principales retos del sistema.
El caso de la EPS Saludcoop, que llegó a ser la más
importante del sistema, ilustra claramente estos problemas regulatorios. Acumuló
un poder inmenso, cooptó a algunos legisladores y terminó desviando cuantiosos
recursos. A menor escala, otras EPS han tenido dinámicas similares. Solo
recientemente, veinte años después, las autoridades impusieron las cortapisas
regulatorias necesarias, en cuanto, por ejemplo, a la inversión de las reservas
técnicas y el nivel de capital adecuado. En suma, el sistema operó por muchos
años, por décadas, en medio de una gran laxitud regulatoria con resultados
previsibles: mal uso de recursos y rechazo social a pesar de los avances
sociales.
Un sistema que heredó los vicios de la descentralización
La reforma a la salud, como se mencionó
anteriormente, partió de un supuesto primordial, supuso que la competencia
entre prestadores (en la ausencia de subsidios directos) iba a traer consigo la
disciplina fiscal y el aumento de la calidad en los hospitales públicos. El
proceso, se dijo, tomaría algunos años, pero llevaría al mejoramiento continuo
y corregiría los problemas históricos de clientelismo, corrupción e
ineficiencia.
El supuesto no se cumplió. En parte porque las condiciones de competencia no siempre fueron justas para los hospitales públicos: los privados se concentraban en los servicios más rentables, los públicos deberían abrir todos los servicios. Y en otra parte, porque los hospitales públicos han operado casi de manera permanente sin una restricción presupuestal fuerte. Han podido gastar más de lo que tienen porque siempre confían en las políticas de salvamento permanentes que son puestas en práctica cada año con diferentes nombres.
Es un caso casi de libro de texto: las fuerzas políticas o burocráticas predominan sobre las fuerzas de mercado, la importancia social se utiliza como un argumento para justificar las ineficiencias y los salvamentos se superponen en el tiempo. Los argumentos por supuesto son legítimos: los hospitales públicos cumplen una labor primordial, pero se han usado muchas veces para encubrir el clientelismo e incluso la corrupción.
*****
Los tres problemas descritos anteriormente son
conocidos, han sido debatidos muchas veces. Diferentes analistas los priorizan
según sus juicios empíricos y preferencias ideológicas. Más importante aún, el
sistema ha mantenido su capacidad de reforma, de cambiar para hacer frente a
estos y otros desafíos. La regulación de precios de medicamentos, por ejemplo,
evitó el crecimiento exponencial del gasto en un sistema demasiado abierto, sin
límites razonables. La habilitación financiera (y más recientemente la
habitación técnica) han mejorado la capacidad regulatoria del Estado sobre las
EPS. Los programas de saneamiento fiscal y financiero crearon un marco adecuado
para la recuperación de la viabilidad de los hospitales públicos.
A pesar de los problemas del sistema, muchos
agentes, públicos y privados, han contribuido a su recuperación. Con las mismas
reglas, algunas EPS han sido ejemplo de cuidado de los recursos y compromiso
social. Lo mismo ha ocurrido, en varias coyunturas, con los hospitales públicos:
algunos han sido ejemplos de buen manejo de los recursos y servicio a la
comunidad. Otros han venido recuperándose decididamente. El ejemplo reciente
del Hospital Universitario del Valle, su franca recuperación, es un motivo de
esperanza, una muestra de que el sistema de salud de Colombia tiene futuro y
los resultados sociales de la reforma (positivos, como ya se dijo) podrán consolidarse
en los años porvenir.
La cátedra «Nuestro Futuro» intenta, desde la academia, esto es, desde el rigor científico y la aceptación de la complejidad de los problemas; intenta, decía, incentivar una toma de conciencia, un mayor conocimiento sobre la crisis ambiental y sobre la urgencia de un cambio de verdad. La inercia, sabemos ya, conduce al desastre.
En la academia, casi como un axioma, tenemos que practicar una especie de optimismo primordial. Un optimismo sobre el mundo de las ideas, sobre la capacidad del conocimiento, el pensamiento sistemático y la disciplina científica para transforma la realidad. Puede ser una ilusión liberal, pero es una ilusión necesaria, imprescindible especialmente en esta coyuntura.
En relación con la crisis ambiental, con el motivo de esta cátedra, este optimismo plantea que no todo está perdido, que hay salidas posibles. Decía hace poco el médico colombiano Alex Jadad que la humanidad entró en una fase de cuidados paliativos. No queremos resignarnos todavía. La academia tiene que seguir fiel a los hechos, pero debe mantener al mismo tiempo un sesgo por la esperanza.
Nuestro
papel es doble. Seguir construyendo conocimiento, seguir escudriñando el mundo
con las armas de la curiosidad, el escepticismo, y el ensayo y error. Pero no
podemos quedarnos allí. Si nos quedamos en la torre de marfil, encontraríamos en
el mejor de los casos una buena tribuna para apreciar la destrucción del mundo.
Nuestra obligación es ser parte de un diálogo permanente con la sociedad.
Debemos contribuir a la toma de conciencia colectiva, a la generación de nuevas
normas sociales y al diseño e implementación de nuevas políticas.
Nada cambia definitivamente en el mundo, escribió el pensador liberal John Stuart Mill hace 160 años, si no cambian los modos de pensamiento. Quiero ahondar rápidamente en este punto por medio de tres ideas complemetarias que, en conjunto, brindan un contexto preliminar a nuestra cátedra.
La
primera idea alude al gran escape de la humanidad (para usar las palabras del
economista Angus Deaton), el gran escape del hambre, la ignorancia, la
enfermedad y la pobreza. El progreso material ha sido sustancial, casi
milagroso. La humanidad, en contra de los pronósticos más pesimistas, que
siempre han sido mayoritarios y atractivos, ha logrado superar la trampa
malthusiana del hambre y la pobreza.
El gran escape ha coincidido con la gran aceleración. La relación causal no es inmediata, pero la conexión es innegable. El aumento de la emisión de gases efecto invernadero, la mayor acidificación de los océanos, la deforestación y la pérdida de biodiversidad, entre otras tendencias, coinciden con el aumento del progreso material. “Lo que es insostenible tiene que parar”, dijo alguna vez un economista estadounidense. La gran aceleración es insostenible. Tendrá que parar. Más temprano que tarde.
Hay otra gran aceleración que quisiera mencionar, una tendencia inquietante para la academia. Simultáneamente con la gran aceleración hemos visto una explosión de artículos académicos, libros, discusiones, revistas, etc. sobre sostenibilidad. La efervescencia intelectual es evidente. Los resultados no lo son. Nada o poco ha cambiado en la práctica.
Esto es así probablemente porque no han cambiado los modos de pensamiento, porque, entre otras cosas, la academia ha permanecido demasiado ensimismada, encerrada en sí misma. Esta cátedra es un pequeño esfuerzo por romper esa tendencia, por conectarnos con la sociedad. Si no logramos una conexión emocional con la gente será muy difícil el cambio.
Abordaremos las tensiones, cada vez más evidentes, entre progreso material y crisis climática, liberalismo y acción colectiva, capitalismo y desarrollo sostenible. Abordaremos también los grandes debates éticos: desde la justicia climática hasta los derechos de los animales. En la última clase enfatizaremos el papel del arte y la creación en la solución de la crisis.
Confieso que existe una tensión entre la evidencia científica y la necesidad (ética, digamos) del optimismo que mencioné anteriormente. La lista de razones para el pesimismo es larga. La gran aceleración no es solo exponencial sino más rápida de lo previsto. La cooperación entre países casi imposible. La población crecerá en los próximos 30 años en miles de millones de personas y el ingreso se triplicará. Los interesados en que todo siga igual están más organizados y mejor apertrechados que aquellos que demandan un cambio. Muchos de los más afectados ni siquiera tienen voz.
Pero
debemos al menos alzar la voz. De eso también se trata esta cátedra, de
resistir con inteligencia, argumentos y cierto desespero, de insistir en la
necesidad de un cambio así a veces parezca imposible. Nuestro futuro, queremos
pensar, todavía puede ser distinto.
Este fin
de año dediqué una parte de mi tiempo a leer algunos de los últimos ensayos de
Aldous Huxley. Siempre me han parecido lucidos, una suerte de hipismo realista.
“La moral de la conservación, escribió Huxley, no concede a nadie una excusa
para sentirse superior ni para reclamar privilegios especiales. ´No hagas a tu
prójimo lo que no quieres que te hagan´ rige para nuestra forma de tratar todo
tipo de vida en todas partes del mundo. Se nos permitirá vivir en este planeta solo
mientras tratemos a nuestro planeta con compasión e inteligencia”.
Nuestro futuro depende de este imperativo. Las ciencias, las humanidades y el arte son, creo, no solo nuestro gran legado (nuestra mejor forma de estar en el universo), sino también nuestra tabla de salvación. La gran acogida a esta cátedra es motivo de optimismo. Sugiere una impaciencia con el presente y una voluntad (así sea todavía incipiente) de cambiar nuestro futuro. En eso estamos.
Esta mañana,
en la librería San Librario, me topé por coincidencia (para eso vamos a las
librerías de viejo) con un libro publicado en los años setenta en Estados
Unidos, McCarthy y el McCarthismo: el odio que transformó a Norteamérica de
Roberta Strauss Feuerlicht. El libro relata de qué manera la locura y el fanatismo
anticomunista se apoderaron de la política estadounidense en la primera mitad
de los años cincuenta del siglo anterior.
Empecé a ojearlo de manera casi indiferente. Después de unos minutos, noté que contenía una advertencia necesaria; describía una aberración de la política más o menos general, ubicua si se quiere. Decidí resumirlo de manera telegráfica en diez puntos. Estos son:
La eficacia política de la búsqueda de un enemigo, de un grupo maldito en el cual puedan descargarse todos los males y amenazas de la sociedad.
La transformación del lenguaje político en invectivas altisonantes, casi religiosas (“nos hallamos comprometidos en una batalla final y decisiva entre el ateísmo comunista y el cristianismo”, decía McCarthy).
La facilidad con la cual mucha gente termina creyendo las mentiras más delirantes sobre la infiltración del enemigo al Estado y la sociedad (“¿cómo podemos explicar nuestra situación presente a no ser que creamos que hombres importantes de este gobierno se han puesto de acuerdo para entregarnos el desastre?”, acusaba McCarthy).
La amplificación de las mentiras por parte de unos medios de comunicación necesitados de escándalos (“los periodistas, que con frecuencia sabían que McCarthy estaba mintiendo, escribían lo que él decía y dejaban que el lector, que no tenía ningún medio de averiguarlo, intentase deducir la verdad”, escribió Strauss Feuerlicht).
El oportunismo que lleva a muchos políticos moderados a ponerse del lado de los radicales (“nada da mejor resultado en política que un insulto a la inteligencia de la gente”, escribió la autora).
El miedo que comienza a apoderarse de casi todo el mundo en medio del delirio acusatorio (“El caso es que el senado tiene miedo de Joseph McCarthy…Todo él que se ha enredado con él termina lamentándose”, decían sus contradictores).
La degradación gradual, pero ineluctable del debate político, de la deliberación democrática (“yo no contesto acusaciones…las hago”, decía McCarthy).
La disminución de la confianza en las instituciones por cuenta de las mentiras repetidas a diario (“el McCartismo minó la Constitución, las Leyes, la Presidencia, el Congreso, el Departamento de Estado, el ejército y todo cuanto desafió”)
El menoscabo de las libertades individuales como consecuencia de la paranoia (“más de ocho leyes fueron aprobadas que restringían la libertad de palabra y de asociación”).
La inevitable caída de McCarthy una vez la sociedad cayó en cuenta de que había traspasado los limites de la decencia y la cordura (“un escritor derechista llevó la historia de la paranoia norteamericana a su culminación cuando escribió, años después de la caída, que McCarthy no había fallecido de muerte natural, sino que lo habían asesinado los iIuminados”).
Varios analistas, en Colombia y América Latina, han postulado una conexión casual, casi directa, entre el coeficiente Gini (que mide la desigualdad en el ingreso) y las protestas y el malestar social (que han afectado a varios países latinoamericanos). Esta conexión no solo carece de un sustento empírico claro; puede también llevar a soluciones y políticas equivocadas. Confunde el diagnóstico y entorpece el tratamiento. Distrae la discusión y omite las desigualdades más protuberantes.
El
coeficiente Gini (que va de 0 a 1, “0” siendo igualdad perfecta y “1”,
desigualdad absoluta) es usado usualmente para medir la desigualdad del ingreso
a lo largo de la distribución. Tiene la ventaja de ser invariante a la escala.
Si, por ejemplo, los ingresos de todas las personas involucradas se multiplican
por dos, el Gini no cambia. En general, su cálculo es sencillo e intuitivo y
permite comparaciones simples entre países y entre períodos de tiempo en un
mismo país o región.
En América Latina, el Gini aumentó sustancialmente durante las últimas décadas del siglo anterior. A finales de los años noventa, alcanzó los mayores niveles históricos (existen cifras comparables desde los años setenta), pero ha disminuido de manera notable por más de una década. El descenso puede explicare, entre otras cosas, por el aumento en las coberturas educativas y un cambio tecnológico más neutral, menos sesgado en favor de los más educados. Los niveles actuales siguen siendo muy altos, inaceptables podría argumentarse. Pero quién postule una conexión directa entre el Gini y las protestas, tendría que presentar simultáneamente una teoría del rezago: ¿por qué ahora y no antes?, ¿por qué la tolerancia a la desigualdad del ingreso aumentó precisamente cuando el Gini lleva varios años cayendo? En fin, la conexión entre Gini y malestar social es una explicación por lo menos incompleta.
El último Informe de Desarrollo Humano del PNUD, publicado esta semana, contiene una crítica implícita al énfasis exagerado en la distribución del ingreso (esto es, en el Gini): “La dignidad entendida como tratamiento igualitario puede ser incluso más importante que los desbalances en la distribución del ingreso”, explica. En Chile, dice el Reporte, 53% de las personas afirman que la desigualdad del ingreso les molesta. Pero un porcentaje mucho más alto, cercano a 70%, lamenta las desigualdades en el acceso a la salud, la educación y en el trato.
La búsqueda de dignidad requiere incluso un cambio en el discurso. La fijación con la meritocracia contradice las vivencias de la gente. Como bien dice la economista chilena Andrea Repetto, “La gente se esfuerza en contextos no tan favorables y, por lo tanto, que no les vaya tan bien no es un indicador de falta de esfuerzo». Reconocer el contexto, las dificultades diarias, las diferentes experiencias de vida, resulta fundamental en la búsqueda de dignidad.
Al mismo tiempo, el Gini, que por construcción ignora cualquier consideración intergeneracional, nada dice sobre las preocupaciones ambientales y las desigualdades intergeneracionales que han estado en el centro de las protestas. El Gini, por decirlo de alguna manera, soslaya el futuro, revela muy poco sobre los reclamos de los jóvenes. Es un indicador de otra época, más del siglo XX que del siglo XXI.
En fin, el Gini poco tiene que ver con el malestar latinoamericano. No es el Gini, es la dignidad y la crisis climática. América Latina se moviliza a pesar de la disminución en la desigualdad, pues las preocupaciones de la gente poco tienen que ver con la evolución general de la distribución del ingreso. El Gini, en últimas, esconde mucho más de lo que revela.
Los debates políticos sufren de un parroquialismo más o menos irremediable. Casi sin excepción, en épocas y lugares diversos, los opinadores (los encargados de comentar, jugada a jugada, el reality confuso de la política) se lamentan diariamente de los vicios de su país y su tiempo. Confunden a menudo los males eternos con los problemas de la coyuntura. La crítica carece, casi sobra decirlo, de perspectiva histórica. Le falta antropología, le sobra sociología.
No sobra, entonces, recordar que la farsa y la hipocresía de los políticos son casi una competencia laboral (como la llaman ahora). “La política es necesariamente oportunista. El político trabaja baja unas condiciones que hacen esto inevitable. La grosera sobresimplificaión. La necesaria tolerancia del mal”. Quién mejor que un poeta para recordarnos lo obvio, la visión trágica (las cosas como son) de la política. Cedo la palabra a José Emilio Pacheco y sus Moralidades legendarias. No como un llamado a la resignación, sino más bien como una simple advertencia.
Nací en Santiago. Crecí oyendo las canciones de Ángel Parra, Quilapayún e Inti-illimani. Mi papá había traído varios discos de Chile. Estudió una maestría en un centro de estadística en Santiago. Iba con frecuencia. Quería a Chile como a ningún otro país. Hizo muchos amigos que después se sumaron a la diaspora.
Recuerdo el llanto de mi papá el día que mataron a Allende. En los años que siguieron repasamos juntos una y mil veces un libro de fotografías sobre el golpe de estado, “Esto pasó en Chile». No he olvidado una imagen de diez hombres barbados, sentados en un camerino del estadio Nacional: «esperando para ser torturados», decía la descripción.» Pinochet fue el diablo de mi niñez, la personificación de la maldad humana.
He visitado a Santiago muchas veces. He hecho varios peregrinajes a la clínica del barrio Providencia donde nací. La última vez caminé por el centro. Encontré un libro amarillento firmado por Nicanor Parra. Visité la Universidad Católica. Hablé con la gente. Noté inmediatamente una brecha (un abismo casi) entre las impresiones del visitante (positivas) y las opiniones de los habitantes (negativas).
Negar el progreso chileno (entendido como una disminución del sufrimiento humano) sería necio. Pero la dictadura (como un suerte de pecado original) enturbió siempre esta historia en mi mente. Aplacó mi entusiasmo. He mantenido por años cierta reserva o ambigüedad con respecto al aparente progreso chileno.
Las causas del estallido reciente son muchas. Ya los científicos sociales se ocuparán de ellas. Muchos mencionan a la desigualdad. Pero esta es también la protesta de los nietos de la dictadura. La democracia chilena no ha podido sanear todas las heridas. Volví a oír a Ángel Parra durante estos días. Me produjo una especie de fiebre nostálgica. Si viviera en Chile, habría salido a protestar sobre todo contra la brutalidad del pasado, contra los crímenes de Pinocho (como le decía mi papá a ese general adusto y asesino).
(ceremonia de grados Uniandes, 10/11 de octubre de 2019)
No todos los días son iguales. Muchos pasan de largo sin dejar rastro. Van acumulándose en esa tumba sin nombre que es el olvido. La mayoría de nuestros días están perdidos para siempre. Es como si hubiéramos estado muertos.
Otros días, sin embargo, unos pocos, los recordamos eternamente. Quedan impresos en ese libro cambiante, caprichoso e impreciso que es la memoria humana. Esos pocos días (frágiles conexiones en el universo insondable que es nuestro cerebro), nos definen. Son parte de nosotros. Estamos, casi sobra decirlo, hechos de recuerdos.
Este día, puedo anticiparlo, lo recordarán por siempre. Los acompañará por el resto de sus vidas. Representa un importante rito de paso. Un principio y un final.
Mucho ha ocurrido, amigos graduandos, durante estos últimos años. Aprendieron varias cosas, unas imprescindibles, otras útiles simplemente. Hicieron algunos amigos para toda la vida. Conocieron algunos profesores que los inspiraron, que les cambiaron su forma de ver el mundo, que les mostraron una vocación que hoy parece un destino.
Durante estos años, tuvieron que lidiar con la presión y la ansiedad del fracaso, con ese mal simulacro de la vida que son los exámenes. Experimentaron, imagino, la epifanía indescriptible que ocurre cuando entendemos por primera vez algún asunto antes misterioso o desconocido. Y experimentaron también, puedo suponer, la perplejidad, las dudas o la simple frustración ante la complejidad del mundo.
Todos Uds., graduandos, superaron las exigencias (a veces razonables, a veces no tanto) de una de las mejores universidades del país, los rigores de la academia y las reglas de sus facultades. Vivieron intensamente. Rieron y lloraron. Cumplieron. Hoy celebramos todo eso. Hoy un día que recordarán por siempre.
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Espero que en medio de todo, de las exigencias curriculares y las peripecias de la vida, hayan tenido algún momento para reflexionar sobre las grandes preguntas sin respuesta, sobre el mundo en que vivimos. La universidad, leí hace poco, es un refugio donde los jóvenes reflexionan sobre el mundo antes de que este se los devore. Sea lo que sea, quiero compartir algunas reflexiones sobre el presente, sobre el mundo actual con todo lo que tiene de maravilloso e inquietante.
Vivimos en una época contradictoria. Por un lado, está el avance de la humanidad. “El gran escape” lo llamó hace unos años un economista y premio Nobel. El escape del hambre, la ignorancia, la pobreza y la enfermedad. No nos gusta reconocerlo. Preferimos la queja al deslumbramiento, pero somos, todos quienes estamos aquí, al menos en términos estadísticos, la generación más afortunada en la historia de este planeta. Nadie ha vivido tanto. Ni viajado tanto. Ni probado tantos sabores. Ni visto tantas cosas. Nadie ha tenido tanta libertad ni tanto acceso al conocimiento. En sus bolsillos todos guardan un aparatico brillante, el Aleph de Borges, una ventana a todo el conocimiento humano. Por supuesto millones sufren todavía por el hambre, la enfermedad y la pobreza. Pero el negacionismo no resolverá ninguno de estos problemas. Por el contario. Puede agravarlos.
Somos unos privilegiados de la historia. Pero todo no termina aquí. El gran escape tiene un revés problemático, inquietante decía hace un momento. El gran escape, el progreso incesante de la humanidad, ha traído consigo la gran aceleración. El crecimiento exponencial de los gases efecto invernadero, la pérdida de biodiversidad, la acidificación de los océanos y por lo tanto de los eventos climáticos extremos, la gran catástrofe ambiental en ciernes.
Al mismo tiempo, para usar una frase de Michel de Montaigne, el creador de la modernidad, pareciera que estamos entrando a una de etapa de locura de la humanidad. Crecen los nacionalismos. Se cierran las fronteras. Se alimenta el odio. Se denigra de la razón. Y los mismos aparaticos que ofrecen una ventana al mundo, facilitan la acción de grandes maquinarias de la desinformación y la mentira.
Actualmente compartimos por redes sociales, de manera más o menos inadvertida, todos los detalles de nuestras vidas. Les entregamos a unas cuantas empresas información que dudaríamos en compartir con nuestros mejores amigos, incluso con nuestros hermanos. Esas empresas, a su vez, comparten la información privada con otras tantas interesadas en vendernos chucherías o alimentarnos con pasiones innecesarias y odios artificiales. Somos animales hackeables, escribió un comentarista lúcido en días recientes. Nuestro cerebro está siendo hackeado por charlatanes de todas las marcas y colores. Vivimos, en últimas, en un atolladero ético.
Esa es la época que estamos viviendo. Interesante. Privilegiada, si se quiere. Desafiante. Incluso peligrosa. Digo todo esto, señalo la superposición entre los grandes avances y las grandes amenazas, porque quiero, casi como una última lección, invitarlos a ser conscientes de su entorno, a entender el momento en que estamos viviendo, a valorar lo que tenemos y entender los riesgos, los problemas que definirán su futuro.
No es un llamado al desánimo, menos una invitación al pesimismo. Quiero simplemente reiterar que la reflexión ética es ahora más importante que siempre. Dónde quieran que estén, adónde quieran que vayan, dónde sea que trabajen, en los ámbitos públicos y privados, no olviden este contexto: el gran escape de un pasado terrible (que celebramos) y la gran aceleración (hacia un futuro peligroso) que debemos enfrentar.
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No soy el orador principal de esta ceremonia. No quiero tomarme más tiempo del debido. No los voy a atiborrar con cifras. Tampoco voy a darles muchos consejos. No creo o dudo mejor de la eficacia de estas admoniciones. Dije recientemente que no me gusta predicar demasiado. Algo que no siempre cumplo. Todos tenemos nuestras contradicciones.
Comparé alguna vez mi posición en este instante con la de la azafata al inicio de un vuelo. Estamos ya sentados en el avión. Nos hemos abrochado el cinturón. La azafata deja sonar un video con sus recomendaciones. Pero no prestamos atención. No nos interesan las advertencias. Ya veremos qué hacer si algo grave pasa. Nadie puede enseñarnos a vivir por adelantado. En fin, así me siento en estos discursos, como la azafata resignada que conoce y entiende a su audiencia indiferente.
Voy a dar solo dos mensajes para terminar. No pretenden ser originales. Han sido repetidos una y mil veces. Pero vale la pena repetirlos otra vez. Los mensajes son para todos, incluidos los padres de familia y los educadores. Los mensajes tienen algo de autocrítica. O al menos algo de introspección.
Empiezo con una anécdota. En una reunión reciente de profesores, una profesora ya veterana, con la sabiduría de los años vividos, levantó la mano y puso de presente una obviedad: “queremos que los estudiantes, dijo, aprendan varias lenguas, estudien los clásicos, reciten la Constitución, entiendan los grandes dilemas éticos, sepan programación y conozcan a profundidad los asuntos más relevantes de su profesión. No contentos, les pedimos que hagan dobles programas”.
Esperamos demasiado, Uds. lo saben bien. Lo han vivido en carne propia. Quiero llamar la atención sobre las expectativas, sobre esa carga que nosotros les hemos puesto y que Uds. mismos se han autoimpuesto. Hago, en últimas, un llamado a la cordura intergeneracional. Una generación no puede imponerle a la siguiente todas sus ambiciones aplazadas.
Tenemos, creo, una responsabilidad primaria. Debemos darles más espacio. Dejar que se equivoquen. El mayor privilegio, la mayor libertad es no tener miedo a equivocarse. Uds. no tienen que hacerlo todo. No tiene que serlo todo. Todo al mismo tiempo como les han dicho.
Es casi un asunto de salud mental. La generación Z, Uds. graduandos lo saben bien, está estresada, con problemas de ansiedad, llena de pruebas, exámenes y evaluaciones. Creo que vale la pena, repito, que todos demos un paso atrás y reflexionemos sobre esta otra gran aceleración, la de las expectativas.
Decía Michel de Montaigne, a quien ya mencioné, el escéptico, quien decidió al final de su vida abstraerse un poco de las inclemencias del mundo, que las mejores vidas son aquellas vividas sin milagros ni extravagancias, con plena conciencia de nuestros límites.
Los poetas lo saben. Nos enseñan a protestar contra el paso del tiempo, la opresión de las expectativas y los excesos del superyo, de nuestra conciencia. Quiero compartir con todos una de esas protestas escrita por el poeta Elkin Restrepo, a quien cuento entre mis amigos:
No es una tarea nada fácil
ésta de tomarse día a día uno y darse forma
y ordenar un sentido a todo
y parecer natural y también convincente
y alzarse levantar el vuelo
hacia otra región más alta
como si fuera poco como si fuera nada
cargar con quien aquí muy dentro
y con las mismas fuerzas las mismas palabras
argumenta contradice echa a pique
una a una verdades sueños
que uno levanta día a día luchando
aferrándose hasta sangrar
a fin de cumplir con algo en la vida
a fin de alcanzar
lo que nunca en verdad se te ha pedido.
No es una tarea fácil darse forma, ordenarlo todo y cumplir incluso más allá de lo que nos han pedido. Deberíamos, insisto, revisar las extravagantes expectativas.
Ya voy a terminar. He hablado más de la cuenta. Mi último mensaje es simple, casi obvio: sean amables, generosos, “queridos” decían en la Medellín de mi niñez ya perdida en el río del tiempo. Aldous Huxley, uno de los grandes pensadores del siglo XX, que nos ilumina con su clarividencia, lo dijo de la mejor manera: “Es casi penoso, afirmó, haber estado imbuido en las ciencias y en los problemas humanos todo una vida y descubrir que uno tiene un solo consejo para ofrecer: traten de ser un poco más amables”.
Con el tiempo, con los años y las lecturas superpuestas, la necesidad ética de la compasión resulta cada vez más evidente. Graduandos, hoy, este día, traten de ser más amables y amorosos con sus padres y familiares. Tómenlos de la mano. Expresen lo que sienten de esa forma extraña como lo hacemos los humanos. Juntando nuestros cachetes, haciendo un círculo con nuestros labios y deshaciendo la mueca con un ruido seco, elocuente, más elocuente que las palabras. Los besos lo dicen casi todo. No vale la pena ahorrarlos.
Les deseo mucha suerte. Abracen a sus padres y hermanos. Tómense muchas fotos. Celebren este día que recordarán por siempre. Felicitaciones a todos de todo corazón. Muchas gracias.