Yo he tenido necesariamente que preguntarme, bueno, y qué pasa en último término con el proyecto socialista frente al proyecto capitalista. Yo me planteo a mí mismo en los siguientes términos; muy buenas intenciones en el proyecto socialista. Óptimas las intenciones. Pero parecería que las sociedades evolucionan como evoluciona el lenguaje, el idioma. Recordemos que el esperanto, por ejemplo, no tuvo ninguna aceptación, a pesar de que era un idioma que estaba racionalmente justificado ciento por ciento. Un idioma no lo produce un tipo en un escritorio. Una sociedad no puede salir de un cerebro de un señor Marx ni de nadie. Es un organismo vivo que se está formando a sí mismo, solo, y lo más que podemos es tocarlo por aquí, por allá. O sea, a mí me parece en último término comprensible que lo que podríamos llamar la sociedad empírica le doble la mano a la sociedad racional, al monstruo de la razón que sería esta sociedad. Fíjate que yo me he dejado caer por ahí. No sé que te parece a tí esta síntesis. Esta es una síntesis muy atrevida, creo yo. Es muy valiente, pero me atrevo a formularla. Claro que yo no estoy haciendo una defensa del capitalismo, sino que estoy haciendo una defensa de la sociedad empírica no más.
administrador
- Canadá: Collapse of the Canadian Healthcare System
- México: El Sistema de Salud mexicano: ¿camino del colapso?
- Inglaterra: NHS chiefs warn that hospitals in England are on the brink of collapse
- Chile: Colapsa la red pública de salud metropolitana
- Puerto Rico: Understanding Puerto Rico’s Healthcare Collapse
- Brasil: ‘Saúde caminha para um colapso’, diz ministro
- España: Colapso generalizado en los hospitales públicos
La enumeración anterior sugiere que los sistemas de salud están en crisis en todo el mundo. La dimensión global de la crisis generalmente se olvida. El periodismo tiende (en todas partes) hacia el parroquialismo. Prescinde casi siempre del contexto, el análisis y la comparación. No todas las crisis son iguales por supuesto. Pero todas tienen unas causas comunes, preponderantes. Sobra decirlo, el conocimiento de estas causas es crucial para orientar la agenda reformista y concebir las políticas públicas.
Voy a mencionar dos causas fundamentales. La primera es la presión tecnológica. Un simple gráfico describe el problema. Los nuevos tratamientos contra el cáncer cuestan hoy diez veces más que hace quince años. Los medicamentos contra la hepatitis C son (en una palabra) impagables. En California, si todos los pacientes tratables fueran a ser tratados, el costo superaría el de la educación primaria y secundaria. En Rusia, coparía más de 10% de todo el presupuesto público. En Colombia, superaría los cinco billones de pesos. Un solo medicamento quebraría los sistemas de salud.
En general, las nuevas tecnologías, los nuevos medicamentos biotecnológicos, por ejemplo, han puesto una enorme carga financiera sobre los sistemas de salud. En muchos casos hay una gran brecha (casi un abismo) entre precio y valor. En otros, una creciente incertidumbre sobre los beneficios reales. En todos los casos, una enorme presión para la formulación de lo nuevo. Los controles de precios y la promoción de la competencia ayudan a aligerar el problema. Pero no lo resuelven.
La segunda causa es más compleja, es lo que el economista Victor Fuchs llama el «problema fundamental de la salud». En todo el mundo, en mayor o menor grado, los sistemas de salud han desligado el acceso de la capacidad de pago. Para muchos medicamentos y procedimientos de alto costo, el precio es en esencia cero. La protección financiera es uno de los objetivos primordiales de los sistemas de salud, pero los sistemas de precio cero generan grandes distorsiones. Como lo muestra el gráfico, generan un exceso de gasto con relación al óptimo social, al punto en el cual los beneficios igualan a los costos marginales. Si el costo se vuelve irrelevante en las decisiones, la demanda irá hasta el punto en el cual el beneficio marginal es cero. Como le oí decir a un médico intensivista hace unos meses, antes del aseguramiento, las familias pedían encarecidamente que sacaran a sus parientes de las UCI, hoy piden que los dejen allí indefinidamente. Los precios importan.
La combinación de las dos causas citadas es problemática por decir lo menos. Los costos crecientes de la innovación y la demanda desbordada, alimentada por el nulo gasto de bolsillo (“lo que nada nos cuesta…”), explican en buena medida las crisis de los sistemas de salud en todo el mundo.
De esta explicación surgen dos conclusiones. La primera es obvia. El problema no se soluciona cambiando el pagador, de privado a público o viceversa. Incluso puede exacerbarse si el sistema de salud asume la forma de un pagador ciego que paga y paga, que remunera los servicios sin importar su valor social. Infortunadamente, esta es la reforma a la salud que se propone con frecuencia en Colombia.
Y segundo, los sistemas de salud tienen que desarrollar instituciones para lidiar con las crisis permanentes. En Colombia (ver aquí un diagrama), el manejo de la crisis requiere dos tipos de políticas públicas. Unas apuntan a pagar las deudas: capitalización de EPS, saneamiento de deudas estatales e instrumentos de liquidez transitorios (créditos blandos, compra de cartera, bonos convertibles en acciones, etc.). Otras apuntan a recobrar el equilibrio: la política farmacéutica, los nuevos mecanismos de pago (que desincentivan el exceso de gasto), el Modelo Integral de Atención en Salud (que recupera el papel de los primeros niveles de atención), la evaluación de tecnologías en salud y las nuevas fuentes de recursos (la reforma tributaria, entre otras).
En suma, para superar la crisis incumbe, primero, conocer sus causas últimas, y, segundo, recuperar el equilibrio y la coherencia de los arreglos sociales.
Conviene empezar con el discurso del economista y premio Nobel austriaco Friedrich August von Hayek pronunciado hace más de 40 años ante la academia sueca: “si el hombre va a hacer más daño que bien en sus esfuerzos por mejorar el orden social, tendrá que aprender que, en este campo, como en todos los otros en los cuales prevalece una complejidad esencial y organizada, nunca podrá adquirir un conocimiento pleno tal que tendrá un dominio completo sobre todos los eventos. Por lo tanto, deberá usar su conocimiento limitado, no para moldear los eventos como un artesano moldea su producto, sino para permitir el crecimiento mediante la creación de un ambiente propicio, como un jardinero lo hace con su jardín”.
El médico y filósofo estadounidense Ezekiel J. Emanuel, en un libro sobre los esfuerzos reformistas de su país durante el gobierno de Obama, Reinventing American Health Care, hizo la siguiente advertencia: “Un sistema de salud es un sistema abierto y complejo. Todos sus elementos están interconectados: quién presta el servicio, quién lo financia, quién lo paga, quién regula la transacción, etc. Esta complejidad implica que toda reforma tendrá consecuencias negativas e imprevistas. Incluso los cambios necesarios causarán problemas y desajustes. No existe un sistema ideal. Tampoco existe una reforma definitiva. Una vez un problema es resuelto, otros problemas, fallas y desafíos se harán evidentes. Los esfuerzos para mejorar los sistemas de salud son sísifescos casi por definición. Con una salvedad: la roca no siempre retorna al mismo punto. Algunas reformas pueden decididamente mejorar las cosas”.
El economista estadounidense Victor Fuchs ha puesto de presente una idea inquietante (y relevante): “la visión romántica se niega a aceptar la noción de que los recursos son inherentemente escasos; cualquier escasez es atribuida a un problema artificial, creado por el hombre: el capitalismo, el socialismo, las fallas de mercado o el exceso de regulación […] Puesto que niega el imperativo de la escogencia, el punto de vista romántico es incapaz de lidiar con los problemas más acuciantes de los sistemas de salud”. En su libro No hacer daño, el neurocirujano inglés Henry Marsh es ambivalente, a veces rechaza la visión romántica y asume la posición del liberalismo trágico (“we are doomed to choose”); otras veces, acoge la visión romántica y critica a quienes, en sus palabras, no entienden que la esperanza de un paciente con cáncer no tiene precio.
Katy Butler, en su memoria Knocking on Heaven´s Door:The Path to a Better Way To Death, muestra, a partir de su experiencia personal, de la muerte de su padre, de qué manera la influencia de la industria farmacéutica, los incentivos a hacer y hacer y el carácter asimétrico del cambio tecnológico (capaz de prolongar la vida, pero no de alejar la enfermedad) causan mucho sufrimiento e indignidad al final de la vida. El médico e intelectual público Atul Gawande, en su libro Being Mortal: Medicine and What Matters at the End, vuelve sobre lo mismo, enfatiza la incapacidad de la medicina moderna para atender las necesidades de los pacientes terminales en medio del frenesí tecnológico y los incentivos perversos.
En su libro The Conversation: A Revolutionary Plan for End-of-Life Care, el médico Angelo Volandes aduce que la falta de una conversación franca con las pacientes y sus familias (una solución de baja tecnología) lleva con frecuencia a tratamientos innecesarios, sin sentido, que hacen mucho daño y desperdician los recursos escasos. “Como médico, yo también he prolongado innecesariamente el proceso de la muerte”, confiesa.
Quisiera presentar algunas cifras y argumentos asociados con un asunto polémico, con la pregunta sobre si ha aumentado el consumo de cocaína en Colombia en los últimos años.
Por razones de disponibilidad de información, voy a centrarme en el periodo 2004-15. No existe una encuesta o estudio representativo para todo este período. Existen datos comparables para sub-períodos y para distintas poblaciones: adulta, universitarios y escolares. Con la evidencia disponible, no puede responderse de manera definitiva la pregunta planteada. Pero sí puede darse una respuesta razonable. El desafío no es muy diferente al de un meta-análisis tradicional que intenta resumir una serie de estudios de calidad variable y cobertura incompleta.
Se trata, en últimas, de interpretar la totalidad de la evidencia disponible. En mi opinión las cifras más relevantes son las de prevalencia de último año. Al respecto, hay cuatro parejas de datos comparables (ver abajo): dos muestran una caída, otro un aumento y otro más estabilidad. No hay una tendencia clara, discernible. No hay evidencia fuerte de disminución. Tampoco de aumento. Las cifras en conjunto sugieren una estabilidad en el consumo interno en el período en cuestión.
Con todo, la interpretación más razonable de los datos podría expresarse de la siguiente manera: las cifras disponibles sugieren que el consumo de cocaína no ha experimentado grandes variaciones durante los últimos diez o doce años. Una conclusión definitiva necesitaría más evidencia. Pero los datos en principio arrojan muchas dudas sobre la hipótesis de que el aumento de los cultivos de coca está impulsando el consumo interno de cocaína en el país.
Las cifras más recientes, las de la última encuesta del CESED de la Universidad de los Andes no son representativas de todo el país (son solo para Bogotá), pero son relevantes. Si efectivamente estuviera aumentando el consumo interno por cuenta del crecimiento de los cultivos, el aumento debería observarse en Bogotá, el mercado más grande. En suma, la hipótesis de la “mata que mata” (el aumento de los cultivos aumenta, a su vez, el consumo, el microtráfico y por ende la violencia urbana) no parece tener ningún sustento fáctico.
(Discurso de grado ante los médicos de la Universidad de los Andes)
Asumo el privilegio de estar aquí en frente de Uds. con reticencia. Los discursos de grado son un género peligroso. Suelen juntar lo grandilocuente y lo trivial en cantidades deletéreas. Convierten incluso a los más escépticos en predicadores de ocasión. Multiplican los consejos gratuitos y los lugares comunes. Mi visión, cabe advertirlo desde el comienzo, es parcializada, pero no necesariamente injusta. Es la visión de un economista escéptico que duda de las soluciones definitivas y los paraísos del cielo y la tierra. Sólo aspiro a dejarles unas cuantas inquietudes. Uno o dos, no más. Sembrar dudas debe ser el propósito principal de quienes aspiran (quisiera contarme entre ellos) a cultivar mentes.
Quiero compartir con Uds. cinco reflexiones sobre la complejidad de la salud. Están basadas en mis lecturas y mi experiencia como ministro de salud, en la teoría y en la práctica, en la reflexión y en la acción. Sin más preámbulos, procedo con la primera.
Complejidad científica
Yo no soy médico, soy economista, una ciencia triste, como decía en sentido derogatorio el historiador victoriano Thomas Carlyle. Una disciplina que debe lidiar con un asunto ineludible, con el problema de la escasez. Pero también con la complejidad, con la incertidumbre y los efectos indeseados de las intervenciones y los intentos de manipulación.
Existe una afinidad esencial entre médicos y economistas. Ambos lidiamos con sistemas abiertos y complejos que no entendemos cabalmente, el cuerpo humano y la economía. Ambos desconocemos muchos de los mecanismos esenciales de nuestro objeto de estudio. Ambos sabemos íntimamente que el ensayo y error es con frecuencia la única salida. Todos debemos, por lo tanto, evitar la pretensión del conocimiento y aceptar nuestra ignorancia.
Basta un dato trivial para transmitir la idea en cuestión, el imperativo de la modestia. La vida multicelular en nuestro planeta comenzó en serio hace más de 500 millones de años con la explosión precámbrica. En contraste, hace apenas unas cuantas décadas, en 1953, con el famoso artículo de Crick y Watson, la humanidad comenzó a comprender en detalle los mecanismos de reproducción celular. Apenas hemos atisbado en el abismo de la complejidad biológica.
Quiero aventurar una hipótesis, una idea suelta: nuestros peores errores vienen no de la ignorancia o la falta de conocimiento, sino del exceso de confianza, la omisión de la complejidad y la negación de la incertidumbre. La modestia debe ser una norma, una postura permanente, casi un principio ético. Sobreestimar nuestro conocimiento puede tener consecuencias fatales. Literalmente.
La modestia no es una renuncia. Pero sí una aceptación consciente (y si se quiere trágica) de la complejidad del mundo, lo cual me lleva a mi segunda reflexión, al asunto ineludible de los sistemas de salud.
Complejidad administrativa
En todas partes, en mayor o menor grado, la salud se ha transformado en un derecho humano. Más allá de los enunciados legales, esta transformación significa que el acceso no puede depender de la capacidad de pago, que la atención de un niño con cáncer no puede estar supeditada a la posición económica de sus padres, que la supervivencia de un enfermo renal crónico no puede arruinar a su familia, etc.
Si la salud es un derecho fundamental, esto es, si los ciudadanos ya no pagamos directamente por los servicios, tiene que existir, entonces, un tercer pagador, público o privado. Y con los terceros pagadores, vienen los problemas: los costos de transacción, el sobrediagnóstico, el sobretratamiento, el divorcio entre valor y precio, las auditorías, las glosas, las deudas, etc. La salud como derecho fundamental tiene como consecuencia inmediata la complejidad administrativa. La democratización implica además congestión, listas de esperas e incluso racionamiento.
No pretendo hacer un llamado a la resignación. Tampoco estoy tratando de justificar hechos tramposos ni subestimando los problemas de nuestro sistema. Pero sí quiero hacer un llamado al realismo consciente: los sistemas de salud son inherentemente complejos y las soluciones son necesariamente imperfectas.
Quiero proponerles un ejemplo. En los sistemas públicos como el inglés, existen límites definidos centralizadamente sobre lo que se cubre y no se cubre. No todos los medicamentos están cubiertos, por ejemplo. En los sistemas de mercado como el estadounidense, no existen límites fijados por una autoridad central, pero los ciudadanos pagan una parte del cuidado médico de su propio bolsillo. En Colombia, pareciera que aspiráramos a un sistema como el inglés sin gasto de bolsillo y como el estadounidense sin límites de ningún tipo. Mi mensaje es simple: tenemos que superar esta contradicción y otras similares.
Complejidad filosófica
Quiero pasar ahora a mi tercer punto. La complejidad de los sistemas de salud no es solo administrativa, es también filosófica o valorativa. Involucra un choque de principios o derechos. Un dilema bioético. Un desafío democrático.Me explico con un ejemplo, con el problema de la presión tecnológica.
Los nuevos medicamentos contra el cáncer cuestan mucho, 800 o mil millones de pesos al año, y aportan relativamente poco, la sobrevida promedio es de apenas tres meses. ¿Deben ser pagados por los sistemas públicos de salud? Si la respuesta es sí, ¿cómo hacerlo sin llevarlos a la quiebra? Si la respuesta es no, ¿cómo hacerlo sin afectar los derechos fundamentales? Al fin y al cabo estamos hablando de vidas humanas, de una ponderación compleja entre los derechos individuales y los colectivos, entre la vida de un paciente y los recursos para la atención de todos los demás.
Buena parte de los problemas financieros de nuestro sistema de salud viene de allí, de nuestra incapacidad colectiva de enfrentar decididamente este dilema democrático y bioético. El control de precios por sí solo no resuelve el problema. Las medidas más audaces que comprometen la propiedad intelectual son resistidas y combatidas de muchas maneras. Lo digo por experiencia propia.
Más allá de las decisiones colectivas, los médicos tienen una doble responsabilidad, con el paciente y con los recursos del sistema. En los sistemas públicos, la práctica de la medicina no puede separarse de la ponderación del costo y la efectividad. Tampoco de las consideraciones bioéticas. “¿Quién debería vivir?”, es el título de la obra clásica del economista de la salud Víctor Fuchs. Sin grandilocuencias innecesarias, cabe señalar que la práctica diaria de la medicina no puede evadir esta pregunta.
Uno puede pensar en otra cosa. Aligerar la cuestión. Pero no evadirla. La reflexión ética es ineludible habida cuenta de la escasez de recursos y la inclemencia de los precios. “Las decisiones más difíciles de la medicina se toman por fuera del hospital”, escribió el neurocirujano inglés Henry Marsh en un libro reciente. Hacía alusión a las dudas de naturaleza ética que lo asaltaban en cualquier parte, en la oficina, en la casa o en el transporte público. Vale la pena tener en cuenta su advertencia. Hoy y siempre.
Complejidad ética
Mi cuarto punto también tiene que ver con la ética, con el papel de la medicina moderna al final de la vida. Hace 20 años, Carlos Gaviria, entonces magistrado de la Corte Constitucional, señaló con valentía y clarividencia que morir dignamente hacía parte de vivir dignamente. “Hoy tendrías 97 años // si siguieras vivo, todos seriamos // infelices, tú y tus hijos, // de clínica en clínica, // un anciano asustadizo e hipocondriaco // y tus hijos desorientados // sin saber adónde ir // incapaces de leer // el complicado y desvaneciente mapa de tratamientos. // Pero te fuiste hace veinte años // con tu dignidad intacta // me alegro por todos nosotros”, escribió el poeta americano Ted Koosner sobre su padre.
Así debería ser. Todos deberíamos irnos con la dignidad intacta, pero resulta cada vez más difícil. En Estados Unidos, por ejemplo, 80% de los pacientes aspira a morir en sus casas, pero solo 24% lo logra; 40% de los oncólogos confiesa que ordenan conscientemente tratamientos inefectivos. La economía y la sociología conspiran en contra de la gente. Pagamos por hacer y hacer y no brindamos el espacio propicio para una conversación franca sobre el final de la vida. El frenesí tecnológico parece arrastrarnos a todos.
Antes los cuerpos me llegaban como ramas secas, ahora me llegan abotagados, llenos de moretones, torturados, le confesó un trabajador funerario a la periodista Katy Butler, quien relató recientemente el indigno padecimiento de su padre en manos del sistema de salud de Estados Unidos. Ya pocos pueden decir sus últimas palabras (mueren con un tubo en la garganta), escribió Butler. Tampoco pueden reflexionar sobre la mortalidad (mueren sedados e inconscientes), reiteró.
Lidiar con las aspiraciones de los seres humanos en sus últimos días, con la tiranía de la esperanza y las distorsiones cada vez mayores de la tecnología y la economía, es una tarea imprescindible. Uds. tendrán que enfrentarla. Tarde o temprano. Los admiro, desde ya, desde fuera, con la comodidad del observador, por esa tarea esencial que les ha encargado la sociedad, la de guiar a los pacientes y sus familias en los momentos de la enfermedad y la muerte.
Lo simple: la importancia de la humanización
Quiero terminar, ya lo había anticipado, con una invocación sencilla, con un lugar común, con un llamado a la humanización y la empatía. Volvamos a Henry Marsh, el neurocirujano inglés. Salió una tarde lluviosa de domingo del hospital. Pasó por un supermercado. Encontró una larga fila en la registradora. Musitó con arrogancia: “a ver, ¿quién de Uds. ha hecho algo importante hoy?”. Entendió, entonces, que su poder sobre la vida de la gente estaba mutando en rechazo a su humanidad. Esta anécdota superficial pone de presente un hecho profundo: la tendencia deshumanizante de la medicina moderna. O mejor, de la vida moderna en general.
Las causas son muchas y sería impertinente intentar un recuento. Pero el remedio empieza por nosotros, por lo que quisiera llamar la doble empatía: ponernos en el lugar del otro para así facilitar que el otro se ponga en el nuestro. Muchos problemas tienen una solución de baja tecnología, una simple conversación. Muchos problemas tienen, a su vez, una causa simple: la ausencia de esa conversación, del diálogo y la mirada compasiva que nos humanizan.
Voy a terminar como empecé, haciendo explícita mi reticencia. Como decía el poeta escéptico, me he sentido “enseñando lo que no sé a quienes sabrán más que yo”. Disculpas de antemano por las hipérboles y las prédicas. Felicitaciones a todos, a los graduandos, sus padres, amigos y profesores. Este grado es de todos.
Gracias, como colombiano, por su vocación y esfuerzo, por haber escogido y perseverado en una disciplina que, como ninguna otra, demanda la excelencia técnica, la claridad ética y el compromiso humanista. Mantengan un respeto por el pasado y el futuro en cada momento del presente. Disfruten este día, esta noche y este momento. Su recuerdo los acompañará por siempre. Un abrazo grande a todos de todo corazón.
- A los dogmáticos de izquierda y derecha que creen en la infalibilidad del Estado o de los mercados.
- A los que niegan el progreso social y se resisten a enfrentar hechos incómodos.
- A los intelectuales melancólicos y su reaccionarismo progresista.
- A los oidores de Santa Fe y sus herederos en las cortes que sobrestiman el poder de sus fallos y exhortaciones.
- A los indignados permanentes que pontifican desde la superioridad moral.
- A las mayorías extorsivas que no toleran la diferencia.
- A los iliberales y sus arrebatos románticos en favor de los caudillos y sus utopías.
- A los que desprecian la ciencia y sus verdades incómodas.
- A los puritanos que se duelen de la felicidad ajena (incluidos los de la izquierda mojigata).
- A los mercaderes de la inmortalidad (la iglesia católica y la industria farmacéutica, entre otros).
Sobre los peligros de la democracia: una fábula de ciencia ficción
Posted on 14 diciembre, 2016“For several years now in the United States, digital machines programmed to arrange marriages have been in operation…A “machinic matchmaker” selects couples that are best matched physically and intellectually. According to the results, the stability of machinically arranged relationships is twice as high as that of regular marriages”.
Stanislaw Lem
Todo empezó con un discurso común y corriente, demagogia de cajón, palabrerías de políticos obligados a hablar para pensar, impelidos a producir discursos y leyes al calor de los acontecimientos. “El Estado parlanchín”, decía R. Más que eso, “la democracia como entretenimiento”, complementaba J.“El derecho de los niños prevalece sobre el de los adultos”, repetía con frecuencia la senadora. “Nuestras tasas de divorcio han alcanzado niveles intolerables. Con consecuencias desastrosas, deletéreas para los miembros más vulnerables de la sociedad, los niños. El suicidio entre adolescentes se ha disparado, la pobreza entre los hijos de divorciados es un escándalo, los niños están creciendo sin atención, sin modelos de comportamiento, sin familias. Tenemos que hacer algo. No más actitud contemplativa. No mas indiferencia”.
R. y J., novios entonces, embelesados en el amor romántico—que solo duraba algunos meses según las investigaciones más recientes–, solían burlarse de la demagogia de la senadora. No la tomaban en serio. “¿Quién salvará a los niños del oportunismo de los políticos?”, decía R. “Para eso necesitamos otros políticos”, contestaba J. “Que tragedia, solo los políticos pueden defendernos de los políticos”, decían ambos, al unísono, enamorados.
El proyecto de ley causó inicialmente mucha hilaridad. Después suscitó varios comentarios críticos. Pero, poco a poco, gradualmente, fue ganando apoyo. Primero de las derechas, luego de las izquierdas. Solo unos cuantos libertarios mantuvieron una oposición férrea, vehemente, pero elitista según los opinadores consuetudinarios. La senadora siempre presentaba su iniciativa de la misma manera, con una suerte de silogismo utilitarista: nuestro deber es proteger a los niños, los divorcios afectan gravemente su bienestar y posibilidades, una medida pragmática, sencilla, puede evitar muchos divorcios, ergo, nuestro deber moral es convertirla en una obligación legal.
La medida era en realidad sencilla de ejecutar. Todo pareja en trance de matrimonio (ya R. y J. estaban considerando el suyo) debía someterse a un examen de compatibilidad. Cada uno respondía una pequeña encuesta psicosocial, tomaba un test de inteligencia y se sometía a un corto examen físico. Los datos eran llevados a un computador, previamente alimentado con millones de “matches”, locales y extranjeros. El computador producía un resultado de compatibilidad. Si el mismo se ubicaba por encima de 0,76, se autorizaba el matrimonio o la unión de voluntades. Si no, se rechazaba la autorización de manera definitiva, inapelable.
“Así se podrán prevenir entre 60% y 80% de todos los divorcios”, explicaba la senadora con una precisión aprendida, fundada en miles de estudios, en la creciente evidencia sobre la eficacia del procedimiento. “El amor romántico es una ilusión química”, decía la senadora, “dura unos meses y después con la rutina se desvanece en el tiempo”. “¿Por qué vamos a dejar que un espejismo, una ilusión transitoria, decida el asunto más importante de nuestras vidas y de las de nuestros descendientes?”, preguntaba retóricamente. Ella misma respondía: “hoy las empresas usan estos programas, buscan disminuir los errores derivados de la aleatoriedad. Llegó el momento de asumir responsablemente nuestras obligaciones”.
La ley pasó con una votación casi unánime. Los libertarios capturaron 90% del debate, pero representaban 5% de los votos. La senadora agradeció al país con emoción. El articulo más debatido, el único que dividió la votación (pero terminó siendo aprobado) era el que mandaba hasta dos años de cárcel para quienes falsificaran los exámenes de compatibilidad que serían realizados por los notario.
R. y J. acudieron al examen con algo de inquietud. Pero confiados. Se sabían el uno para el otro. Leían los mismos libros. Tenían la misma talla. Creían en las mismas cosas (en el cinismo de los políticos, por ejemplo). Pero el computador (“la celestina electrónica”, le decían) pensaba otra cosa: 0,33 fue su dictamen, muy lejos del puntaje requerido de 0,76. Informados del resultado, abandonaron la notaría en silencio. Descorazonados. Incrédulos. “Una máquina no puede decidir nuestro destino”, dijo R. “No somos la primera pareja que lucha por su amor”, dijeron ambos, haciéndose eco, enamorados.
J. supo de un notario dispuesto a “compatibilizar” parejas. Llegó a un acuerdo económico razonable y consiguió así el certificado de compatibilidad: “0,87”, decía. A los pocos días se casaron. Felices. Con la complicidad que produce la superación de un obstáculo extraordinario. Vivieron felices por un tiempo. Tuvieron dos hijos. El amor de sus vidas (“ese sí dura para siempre”, decía la senadora). Pero pasado el tiempo comenzaron los problemas. Los silencios. Las evasivas. Las riñas sin sentido. Las agresiones verbales. En fin, el distanciamiento que termina en el odio al otro y a todo lo que quiere o representa.
Después de mucho pensarlo (el fin del amor sí requiere raciocinio) decidieron separarse. “El computador tal vez tenía razón”, dijo R. Siguieron hablándose con frecuencia. Terminaron trabajando juntos en una fundación para ayudar a los hijos de divorciados, cada vez más pocos y cada vez más discriminados. “La senadora creó una nueva minoría. Terminó concentrando todo el sufrimiento en unos cuantos niños”, dijo J. en una de las reuniones de la fundación. “Seguimos pensando igual”, dijo R. con una sonrisa cómplice. “La incompatibilidad es en últimas más llevadera que el amor”, pensaron los dos. Sin decirlo.
La presentación de la Encuesta Nacional de Demografía y Salud (ENDS) es un acontecimiento, un momento significativo para la comunidad de la salud, para los interesados en el estado de la salud pública y su evolución.
La séptima versión de la encuesta acaba de ser presentada. Los resultados principales ya se conocen. Los detalles y conexiones se conocerán en los próximos meses. Por ahora, como anticipo, como un acicate a los debates por venir, presento un resumen de algunos de los resultados principales en cinco gráficos.
- El porcentaje de mujeres que recibió atención prenatal y durante el parto ha aumentado sistemáticamente, lo que muestra un mayor acceso a la salud materna.
- El porcentaje de mujeres que usa métodos modernos de anticoncepción también aumentó durante la última generación.
- La tasa de embarazo adolescente disminuyó sustancialmente durante el último lustro: la disminución ocurrió tanto en las zonas urbanas como en las rurales. Persisten sin embrago grandes diferencias entre grupos socioeconómicos: la tasa es seis veces más alta en los hogares de menor riqueza que en los de mayor.
- La tasa de mortalidad infantil en menores de un año (muertes por cada mil nacidos vivos) disminuyó sustancialmente. Persisten también diferencias entre zonas rurales y urbanas, entre el centro y la periferia y entre grupos socioeconómicos.
- El conocimiento de las mujeres de los síntomas de las enfermedades de transmisión sexual ha aumentado de manera sustancial.
Las enfermedades crónicas no transmisibles (ECNT) representan 70% de la carga de enfermedad. La enfermedad cardiovascular, el cáncer y la diabetes, entre otras, son –la metáfora es manida, pero necesaria– una verdadera epidemia. Contener esta epidemia, manejarla, lidiar con ella de forma exitosa, es un desafío para todos los sistemas de salud del mundo. Hoy en día la economía del comportamiento, la psicología y la sociología son esenciales para la salud pública por una razón fundamental: la disminución en la incidencia de las ECNT requiere cambios de comportamiento y modificaciones en los hábitos de vida. Hace unos años, los campeones de la salud pública eran quienes llevaban el agua, las vacunas y la medicina social a las comunidades. Hoy son aquellos que diseñan políticas exitosas que logren cambiar comportamientos.
¿Cómo diseñar políticas públicas para cambiar comportamientos? Un primer punto es obvio: no es fácil. Todo lo contrario. No hay soluciones mágicas, las mejores políticas solo resuelven una parte (pequeña) del problema. Conviene, al respecto, separar las políticas en tres grupos: comunicación adecuada del riesgo, modificación de los incentivos y creación de normas sociales.
El etiquetado, las advertencias sanitarias, la semaforización y las restricciones a la publicidad, entre otras, contribuyen a una valoración adecuada del riesgo por la sociedad y pueden por lo tanto modificar comportamientos. Los impuestos, los subsidios e incluso las restricciones a la oferta (por ejemplo, no vender gaseosas en las escuelas) modifican los incentivos y pueden también cambiar algunas conductas. Los esfuerzos deliberados por crear estigmas o generar normas sociales de rechazo pueden igualmente potenciar las políticas tradicionales y reforzar los hábitos de vida saludables. Sobre la creación de normas sociales, cabe resaltar, por ejemplo, los esfuerzos recientes del Ministerio de Salud de Colombia: ver aquí (tabaco) y aquí (alcohol).
Insisto en un tema: cambiar comportamientos no es fácil, pero es fundamental. Cualquier discusión de políticas públicas, más que especular sobre la complejidad del fenómeno o sobre el entramado de determinantes sociales y sociológicos, debe estar centrada en la eficacia relativa de las políticas disponibles. Incumbe escoger entre soluciones parciales. Incumbe tener una idea precisa de lo que funciona y lo que no funciona. Por ejemplo, los impuestos al tabaco han sido una de las políticas de salud pública más exitosas de las últimas décadas. Han salvado más vidas que casi todas las innovaciones farmacéuticas (tomadas conjuntamente).
Sobre la obesidad y la diabetes tipo 2, cabe repetir el mismo alegato. Ninguna política va a resolver todos los problemas. Por lo mismo no podemos renunciar a los instrumentos disponibles y mucho menos a uno de los instrumentos más eficaces: los impuestos saludables. En el debate reciente en Colombia, pareciera que, con argumentos falaces y por cuenta de intereses económicos, vamos a renunciar (sin ni siquiera dar el debate en el Congreso) a este instrumento. Sería lamentable. Y literalmente, mortal.
La relación entre ciencia y política es compleja. La evidencia científica es difícil de totalizar. Un estudio dice hoy una cosa y mañana otro dice la contraria. Adicionalmente muchos estudios son hechos a la medida de un interés particular. La medicina moderna sufre una crisis de la evidencia que dificulta el discernimiento entre hechos genuinamente científicos y opiniones por encargo travestidas de cientificidad.
Ronald A. Fisher, uno de los padres de la estadística moderna, quien dejó incluso una impronta en nuestro lenguaje–muchos hablan casi a diario de “significancia” para transmitir la idea de relevancia o importancia– defendió por décadas los intereses de la industria tabacalera y negó sistemáticamente cualquier conexión entre el cáncer de pulmón y el consumo de tabaco. Su prestigio como científico sigue intacto. Su ética como investigador no ha resistido el juicio de la historia.
Más allá de los conflictos de interés, de la crisis de la evidencia, las decisiones públicas deben tener en cuenta la totalidad de la evidencia, el análisis de los análisis, las conclusiones de las conclusiones. O al menos, deben basarse en un conjunto representativo de publicaciones.
El debate sobre el impuesto a las bebidas azucaradas debería tener en cuenta la evidencia disponible, los estudios más representativos, las publicaciones más importantes. Como un aporte a la discusión, enlazo seis artículos recientes que deberían ser en mi opinión tenidos en cuenta. Los hechos científicos, sobra decirlo, no pueden ser reemplazados por la publicidad o las opiniones parcializadas (deliberadamente parcializadas).
- Revisión sistemática de la literatura científica: un mayor consumo de bebidas azucaradas está asociado con el aumento de peso en niños y adultos.
- Revisión comparada de la literatura científica: los estudios realizados por investigadores independientes muestran una asociación positiva entre consumo de bebidas azucaradas y sobrepeso y diabetes; los estudios financiados por la industria no muestran ninguna asociación.
- Análisis del caso mexicano: el impuesto a las bebidas azucaradas sí redujo el consumo.
- Análisis del caso de Berkeley, California: el impuesto a las bebidas azucaradas también redujo el consumo.
- Elasticidad precio de la demanda de las bebidas azucaradas: la demanda sí responde a los precios: un impuesto de 20% reducirá la demanda en un porcentaje similar.
- Proyecciones sobre el impacto del impuesto: el impuesto podría, dados algunos supuestos razonables para el caso mexicano, salvar 19.000 vidas en ese país.