“Ignacio Rodríguez…era un muchacho de la sociedad samaria sobre quien no había duda”, escribió Tomás Uribe en una carta publicada el viernes por este diario en la que explicaba sus tratos con un político costeño hoy preso en los Estados Unidos. “Tanto al Sr. Rodríguez como a su familia los precedía una excelente reputación, la cual pueden corroborar distinguidas personas de la sociedad samaria…”, escribió el mismo Tomás Uribe en un comunicado divulgado por la prensa nacional a mitad de semana. Hace ya varios años, el padre de Tomás, el expresidente Álvaro Uribe Vélez, usó un argumento similar para justificar el nombramiento de Jorge Noguera, otro muchacho de la sociedad samaria, en la dirección del DAS: «era una persona que había trabajado en Santa Marta, tenía buena reputación, una familia honorable…”.
Los argumentos mencionados son algo más que una excusa de ocasión para el pecado peligroso de las malas amistades. Son también un ejemplo inequívoco, revelador de un sesgo generalizado pero no por ello menos antipático. Tomás Uribe parece suponer que la pertenencia a cierto círculo social señala o predice el buen comportamiento. Como si la prestancia moral fuese hereditaria. Como si el origen o la afiliación social permitiera juzgar el carácter o adivinar la conducta. Si mis tratos hubieran sido con un joven de una familia desconocida o de un estrato intermedio, sugiere Tomás, mis contradictores tendrían razón en cuestionar mi comportamiento. Pero mis relaciones fueron con un joven de la alta sociedad, alejado en principio de los malos pasos, de los negocios turbios.
El argumento de Tomás Uribe puede resumirse en una frase: no soy culpable pues me mezclé con la gente que tocaba. El raciocinio no es nuevo. Ni original. Todo lo contrario. Es representativo de una rutina mental excluyente, discriminante. Veamos un ejemplo. La Universidad de los Andes tiene un programa de becas para bachilleres sobresalientes de estratos bajos. Cientos de nuevos estudiantes becados inician sus estudios cada año. Muchos descuellan académicamente. Se gradúan con honores o promedios destacados. Pero no consiguen trabajo con la misma facilidad que sus compañeros más privilegiados. Su ingreso al mercado laboral es con frecuencia frustrante. No son muchachos de la alta sociedad. No pertenecen a familias honorables. Y el origen social incide, ya lo vimos, sobre los juicios y los prejuicios de los demás, de los futuros empleadores en este caso.
Muchos empleadores, dicen los que saben, filtran las hojas de vida con base en los lugares de residencia, en los nombres propios, en las referencias personales, esto es, en los marcadores obvios del origen social. Y lo hacen de manera rutinaria, casi automática, con la misma naturalidad (inocente en apariencia) de la carta de Tomás Uribe. Los prejuicios de clase no suelen ser estridentes. Pero su acumulación silenciosa es nefasta, reduce las posibilidades de movilidad social, concentra las oportunidades en los mismos muchachos de la alta sociedad.
En últimas, la candidez de Tomás Uribe llama la atención sobre una forma velada pero poderosa de exclusión social. Ojalá comenzaramos a aceptar de una vez por todas que muchas familias honorables no lo son tanto, que muchos jóvenes de la alta sociedad no tienen miras muy elevadas y que el origen o la procedencia social poco o nada tiene que ver con el talento y la rectitud.
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