“Mi clase, en sus modestas proporciones, es para eso: para vacunar a los muchachos contra el terrible dogmatismo de la ciencia -la Ciencia como ideología y como religión, qué vanidad, qué estupidez- y para que recuerden siempre que la universidad debería formar sabios, no burócratas. Gente con criterio y conciencia, no con un Blackberry”, escribió esta semana el escritor y docente Juan Esteban Constaín en el diario El Tiempo. Como tantos profesores, Constaín desprecia el presente, los negocios, los imperativos de la economía, etc. Aspira a formar sabios, hombres y mujeres con conciencia, pero sabe o presiente, de allí su exasperación, que la mayoría de sus estudiantes terminará desoyendo sus consejos. Acabará dedicada a los negocios. A comprar barato y vender caro. Los profesores, sobra decirlo, muchas veces profesamos en vano.
Yo también soy profesor. Y tengo, lo confieso, compulsiones parecidas a las de Constaín. Pero trato, eso sí, de reprimirlas al instante. Estoy en un avión sentado en la silla de la mitad. Acaban de cerrar la puerta delantera. La azafata explica, en el tono de siempre, cómo inflar los salvavidas amarillos que jamás han salvado una vida. El pasajero del lado de la ventana está desentendido del mundo, pegado a su Blackberry, hablando sin pausa, atendiendo su negocio, preguntando por los clientes, averiguando por los pedidos; en fin, comprando barato y vendiendo caro. “Pequeñeces”, pienso para mis adentros, mirándolo por encima del hombro. Al fin y al cabo el negocio de los profesores es otro, el de las grandes preguntas, el de las ideas generales o incluso el de la formación de sabios. El esnobismo de los profesores, recapacito, es insoportable.
Mientras leí la columna de Constaín, recordé un personaje de Joseph Conrad, un tal capitán Mitchell, un burócrata sin pretensiones, encargado de la superintendencia de puertos en la provincia costera de la república ficticia de Costaguana. El capitán Mitchell no era un sabio. No tenía conciencia en el sentido grandilocuente del término. Ignoraba las grandes fuerzas que lo rodeaban. Tenía ante sí una tarea complicada y la hacía bien, con esmero y dedicación. Eso era todo. “El capitán Mitchell –escribió Conrad– era corto de visión. Para bien y para mal”; corto de visión, en últimas, como el pasajero del Blackberry o como los estudiantes de Constaín. Pero no por ello merecedor de nuestro desprecio o rechazo.
Aunque resulte paradójico, la suma de muchas pequeñeces, de los desvelos de burócratas dedicados y comerciantes obsesivos, puede conducir al progreso, a vidas más saludables, más interesantes y provechosas para más y más gente. Deidre McCloskey, una economista con inclinaciones literarias, “con criterio y conciencia”, ha argumentado recientemente que el desprecio por los mercaderes, que el esnobismo hacia los hombres de negocios ha sido históricamente un obstáculo para el avance de la economía, las artes y las ciencias. Constaín es un ejemplo reciente, otro más, de una rutina mental, de una forma de pensar que desprecia por principio las actividades ordinarias de la vida.
Volviendo al comienzo, al papel de las universidades, no creo en la posibilidad de una pedagogía para sabios. La sabiduría es complicada, es otro cuento, está muy lejana de la miopía del capitán Mitchell y del pasajero del Blackberry. Pero más lejana aún del esnobismo nostálgico de Constaín y sus secuaces.
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