En una entrevista publicada la semana anterior en El Espectador, el abogado y columnista Yesid Reyes hizo una interesante observación sobre la vida pública de su padre, el presidente de la Corte Suprema, Alfonso Reyes Echandía, inmolado en la toma y retoma del Palacio de Justicia: “la exposición de mi padre a la prensa en el año 1985, cuando era el presidente de la corporación, fue mínima. No tengo idea de cuántas veces saldría en la prensa pero en todo caso no fueron más de tres o cuatro: dos de ellas antes de morir, durante la toma del Palacio”. Los tiempos han cambiado. Hoy en día los presidentes de las altas cortes salen en la prensa casi todos los días. Los magistrados parecen haber pasado del anonimato a la notoriedad en menos de dos décadas. Juan Manuel Caicedo, un ingeniero de sistemas residente en Popayán, lanzó recientemente un buscador de palabras en los artículos periodísticos publicados por la revista Semana desde 1982. El buscador permite estudiar, entre muchas otras cosas, la evolución de la presencia mediática de los presidentes de las altas cortes y los altos dignatarios judiciales. La palabra “magistrado” apenas figuraba en los artículos publicados entre 1982 y 1994. A partir de 1995 la figuración crece ligeramente. Y después de 2002 la frecuencia se dispara. Entre 2002 y 2010, se cuadruplicó. El transito del anonimato a la notoriedad no es una anécdota, es un hecho probado. Un repaso a las noticias sobre la vida y obra de nuestros magistrados sugiere que el protagonismo mediático no obedece a razones coyunturales, no es un simple reflejo del escándalo de las “chuzadas”, las investigaciones de la “parapolítica” o las consecuencias de dos o tres fallos trascendentales. Los magistrados no están viviendo sus cinco minutos de fama. Probablemente su figuración seguirá creciendo año tras año. “El Siglo XXI es el siglo de los jueces” dijo un ex presidente de la Corte Suprema de Justicia, en tono celebratorio, consciente y orgulloso de la creciente popularidad de jueces y magistrados. “No hay nada más peligroso que un juez popular” dicen los ingleses. Y razón tienen. Los jueces, más que nadie, deben evadir las trampas de la simpatía, el chantaje de la opinión pública. Deben evitar convertirse en justicieros, en simples instrumentos de los deseos de venganza y las demandas de compensación de las mayorías. La justicia es otra cosa. Un juez preeminente debe ser, en mi opinión, una persona meditabunda, casi retraída, agobiada por la gravedad de sus asuntos, por la insoportable pesadez de sus decisiones, por la dificultad, insalvable muchas veces, de distinguir entre lo que es justo y lo que no lo es. Un juez sonriente, satisfecho ante las cámaras, enamorado de los reflectores, con ínfulas de justiciero –el juez español Baltasar Garzón es un buen ejemplo – me parece sospechoso. Los jueces, cabe recordarlo, deberían ser inmunes al aplauso. Volviendo al comienzo, quisiera rescatar la modestia, la invisibilidad podríamos decir, de Alfonso Reyes Echandía. Vestido de traje, no de toga, alejado de los medios, consciente de su papel y de sus límites, representa una especie de ideal perdido en medio del nuevo protagonismo mediático de los magistrados. El siglo de los jueces, sobra decirlo, no será necesariamente el siglo de la justicia.
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