Casualmente esta misma semana, la Corte Constitucional avaló una ley, aprobada por el Congreso en julio del año anterior, que prohíbe la venta de cigarrillos al menudeo. La intención del legislador, avalada por la Corte, era disminuir el consumo de tabaco de los menores de edad y por lo tanto proteger su salud. La intervención en los mercados, dijo la Corte, está justificada cuando no limita otros derechos. La Corte, sobra decirlo, sólo opina sobre asuntos constitucionales. El sentido común no hace parte de sus preocupaciones.
Hay en todo lo anterior y en otros intentos similares (el Gobierno trató hace un tiempo de prohibir la llamada venta de minutos) una especie de ilusión regulatoria. ¿De qué manera van a impedir las autoridades la venta de cigarrillos sueltos? ¿Van a poner a los policías bachilleres a esculcarles los cajones a millones de vendedores ambulantes? ¿Qué va a pasar cuando los primeros encuentren una cajetilla destapada? ¿Decomisarán el cajón con todo el surtido? ¿Arrestarán al ventero? ¿O improvisarán un espectáculo público donde los culpables tendrán que pedir excusas por envenenar a nuestros niños y arriesgar nuestro futuro precisamente ahora que nos llegó la hora? Finalmente, ¿qué pasará, dios no lo quiera, si un tendero es descubierto vendiendo cigarrillos al menudeo y aceite a granel? ¿Cadena perpetua?
Estos intentos regulatorios revelan también una gran dosis de hipocresía. Cada semana políticos y empresarios cantan alabanzas al capitalismo popular. Pero cuando éste se les aparece en persona, salen despavoridos y proponen, entonces, regularlo en nombre del interés común o en favor de la sufrida industria nacional. En la mañana del viernes estuve unos minutos preguntándoles a varios vendedores ambulantes si dejarían de vender cigarrillos sueltos en caso de que una ley lo prohibiera. Todos dijeron lo mismo: “hay que darle al cliente lo que pide y si no lo hacemos nosotros lo van a hacer otros”. Hay leyes tan absurdas que cabe celebrar su incumplimiento.
Esta discusión cobra una relevancia adicional, habida cuenta de la campaña de formalización empresarial anunciada esta semana. La informalidad no es una aberración cultural o un capricho nacido de la ignorancia o la ambición como parece suponer el Gobierno. Todo lo contrario. La informalidad es la razón de ser, la esencia de muchos negocios. Si usted formaliza los tenderos que venden aceite o cigarrillos en cantidades menores, no los vuelve más productivos: los liquida, con consecuencias adversas para mucha gente. Ciertas formas de piratería, cabe reconocerlo, contribuyen positivamente el bienestar general.