Entre 2002 y 2009, Colombia fue el campeón latinoamericano de la inversión. Medida como porcentaje de la producción total, la inversión en Colombia creció 50%. En la región como un todo, creció a una tasa mucho menor, cercana a 20%. Pero la inversión no es un fin en sí mismo. La confianza de los inversionistas sólo importa si contribuye al bienestar de la gente, al crecimiento económico y al aumento del empleo. Durante la era Uribe, el crecimiento promedio anual de la economía apenas superará el 4%, una tasa similar a la observada en los países grandes de América Latina, pero dos puntos por debajo a la observada en Perú, el país de mejor desempeño durante la última década. En los últimos años, el crecimiento económico fue aceptable, no deficiente pero tampoco excepcional. Colombia, eso sí, recuperó su medianía histórica, su mediocridad tradicional.
Colombia es actualmente el campeón del desempleo en la región, un honor nada honorífico. De los países grandes de América Latina, Colombia es el único que aún presenta una tasa de desempleo de más de dos dígitos. En 2002, la tasa de desempleo estaba 2,5 puntos porcentuales por encima de la tasa promedio de las siete mayores economías de la región. En 2009, estaba ya 3,0 puntos por encima. En términos relativos, la situación del empleo empeoró durante la era Uribe. La pobreza disminuyó menos rápidamente que en la región, un resultado previsible dados el similar crecimiento y el mayor desempleo observados en el país. En la totalidad de los países latinoamericanos, 32 millones de personas (6% de la población total) salieron de la pobreza entre 2002 y 2009. En Colombia lo hicieron 1,7 millones de personas, aproximadamente 4% del total de la población. En términos relativos, también nos rajamos en reducción de la pobreza. Avanzamos, sí, pero a un ritmo menor, mucho menor podríamos decir.
Pero el peor resultado social de los últimos años, el más preocupante y nocivo, ha sido la creciente división de la sociedad colombiana en dos partes, una que disfruta de los beneficios de la inversión y la modernización de la economía, y otra que debe resignarse a la informalidad y contentarse con los subsidios estatales, el único instrumento de cohesión social. La informalidad laboral, esto es, la exclusión de más de la mitad de la población de la economía moderna, ha contribuido a la perpetuación de unos niveles muy altos, inaceptables en cierto sentido, de desigualdad del ingreso. En suma, durante los últimos ocho años tuvimos, en términos relativos, mayor inversión, igual crecimiento, más desempleo y más pobreza. Finalmente, los subsidios no impidieron, no pueden hacerlo, la exclusión económica asociada con la informalidad laboral, con la desaparición del empleo para amplios sectores de la población.