En 1989 Carlos Menem fue candidato a la presidencia de Argentina por el Partido Peronista. Durante la campaña siguió al pie de la letra la tradición programática de su partido. Propuso una renegociación de la deuda externa y prometió no privatizar ninguna empresa estatal. Criticó las propuestas de ajuste fiscal (los recurrentes paquetazos) y propuso, en su lugar, un “salariazo”, un aumento en los salarios reales de los trabajadores. Pero una vez posesionado rompió, una por una, todas las promesas de campaña. En los primeros días de la presidencia nombró como jefe negociador en Washington a una figura de la oposición y puso en marcha un severo plan de ajuste económico, un monumental paquetazo. “Necesitamos una cirugía profunda, no un poco de anestesia”, afirmó en uno de sus primeros discursos.
En 1990 Alberto Fujimori siguió los pasos de su homólogo argentino. Se presentó como el candidato “antichoque” pero una vez posesionado, apenas en la segunda semana de su primer mandato, puso en práctica uno de los programas de choque más severos en la historia de América Latina. Durante la campaña, uno de sus asesores le aconsejó que tratara de aparecer más como un estadista y menos como político. “Si no pienso como un político ahora jamás tendré la oportunidad de ser estadista”, respondió con sinceridad maquiavélica, con el mismo pragmatismo ideológico de Menem.
Los ejemplos anteriores (y otros tantos menos dramáticos pero igualmente representativos) llamaron en su momento la atención de muchos analistas políticos. El argentino Guillermo O’Donnell señaló, hace ya quince años, que en muchos países de América Latina la democracia representativa había sido desplazada por una forma de gobierno más precaria, menos desarrollada, la “democracia delegada”. En esta última, no hay plataformas, ni mandatos. Durante las campañas, los políticos dicen lo que la gente quiere oír. Ya en el gobierno, hacen lo que estiman conveniente, lo que les da la gana. El electorado delega y juzga en retrospectiva, no repara en las inconsistencias entre lo prometido y lo actuado.
A juzgar por lo ocurrido en su primera semana de gobierno, Juan Manuel Santos parece un buen ejemplo de lo mismo, de un cambio inmediato y abrupto en las políticas. Durante la campaña, enfatizó las similitudes con el presidente Uribe y la importancia de la continuidad de unas políticas y un estilo. Pero en su primera semana de gobierno, cambió radicalmente. Recibió a Chávez con todos los honores. Planteó la posibilidad de una negociación con las Farc. El jueves su Ministro de Hacienda mencionó que está estudiando un desmonte de las exenciones y ayudas fiscales creadas durante los últimos ocho años. Si en la campaña la estrategia era la mimetización, ya en el gobierno parece ser la diferenciación.
El presidente Santos ha confundido a propios extraños. Algunos de sus electores se han declarado decepcionados; muchos de sus opositores, gratamente sorprendidos. Yo me encuentro entre los segundos pero no puedo dejar de notar los problemas de la democracia delegada. Si los políticos pueden renunciar fácilmente a sus principales promesas, las elecciones se convierten en poco más que una farsa. Al fin y al cabo, la democracia está basada en un intercambio de promesas por votos que implica, al menos, cierta coincidencia entre las palabras del político y los actos del gobernante.