El economista James Robinson ha propuesto informalmente una hipótesis distinta. Los caudillos fuertes —dice— no son usualmente reemplazados por demócratas o por republicanos convencidos. Todo lo contrario. Un caudillo empotrado en el poder sólo puede ser reemplazado por una figura semejante que inicialmente promete un renacer democrático pero que tarde o temprano revela su verdadera naturaleza, su esencia caudillesca. El caudillismo se alimenta a sí mismo, crea las condiciones para su propia reproducción y por lo tanto tiende a perdurar, a mantenerse por muchos años. “Las dictaduras —escribió el constitucionalista francés Benjamin Constant— no sólo son culpables de los males que infligen mientras duran. Son culpables de los males por venir, de los males que se desatan después de que han pasado”.
Una segunda reelección de Uribe, por ejemplo, podría tener efectos nocivos por muchos años. Podría llevar a una situación similar a la venezolana, a la sin salida del caudillo. O podría alternativamente propiciar el surgimiento de otro caudillo de signo contrario, pero igualmente adverso a la democracia. Con los caudillos se cumple fielmente la regularidad empírica propuesta por Antonio Caballero: el reinante es siempre peor que el depuesto. Con un corolario: si no hay sucesión, el caudillo eterno empeora continuamente con el paso del tiempo.
Pase lo que pase en Colombia, la democracia en América Latina está en crisis. Y lo estará por muchos años. Los caudillos llegaron para quedarse. Su futuro será largo y duradero. Dos siglos después de la independencia volvimos a lo mismo. Como bien escribió Bolívar al final de su vida, “no hay fe en América, ni entre los hombres ni entre naciones. Aquí los tratados son papeles; las Constituciones libros; las elecciones combates; la libertad anarquía; y la vida un tormento”.