En 1959, hace ya 50 años, el físico y escritor inglés C.P. Snow publicó un polémico libro titulado Las dos culturas. De un lado, están los intelectuales literarios, los letrados y sus elocuentes promotores; del otro, los científicos, los investigadores y algunos escritores con inclinaciones positivistas. Caricaturizando convenientemente la caricatura de Snow, no está demás señalar que muchos intelectuales literarios, como el proverbial emperador, caminan desnudos, descubiertos, mal arropados, que buena parte de sus generalizaciones (y admoniciones) lucen vacías para quien se atreva a abrir los ojos.
Cincuenta años después, algunas de las ideas de Snow siguen siendo relevantes para el ejercicio necesario de la crítica a la crítica. En Colombia y en buena parte de América Latina, los intelectuales literarios son amos y señores de los espacios de discusión y análisis de la realidad social y económica. Pero sus ideas, sobra decirlo, no son un paradigma del rigor o del apego a los hechos o de la objetividad. Su manía inductiva, su tendencia a pasar de los episodios particulares (o de las observaciones psicológicas puntuales) a los juicios generales, es curiosa, casi patética.
Para Daniel Samper Pizano, por ejemplo, el sacrificio de “Pepe”, el hipopótamo errante, es un reflejo de la colombianidad, de nuestra tendencia a resolverlo todo a bala, de nuestra inveterada inclinación a la violencia. De lo hecho a lo dicho hay por supuesto mucho trecho, pero no importa: muchos intelectuales no están en el negocio de las opiniones verificables. Para ellos basta un simple ejemplo, un solo episodio, para proponer una teoría general, una visión rotunda de la sociedad. Las élites colombianas, dicen, son egoístas; los políticos, oportunistas; las clases medias, arribistas. Lo mismo, olvidan, ocurre en todos los lugares y ha ocurrido en todos los tiempos. La clase media siempre ha mirado hacia arriba, en la China contemporánea, en la Inglaterra de las novelas de Jane Austen, etc. Pero algunos intelectuales criollos decidieron hace un tiempo que el arribismo es un atributo local, una aberración colombiana.
El mal es de muchos, no es exclusivo por supuesto de los intelectuales colombianos. La novelista mexicana Elena Poniatowska denunció recientemente la supuesta falsedad de sus compatriotas. “Los mexicanos —escribió— llevan varias máscaras y se esconden detrás de ellas. Dicen sí cuando en realidad no van a hacer lo que afirman, como cuando dicen nos vemos el jueves y nunca te ven. Los mexicanos son evasivos, tienen miedo a caer a mal o a que no los quieran… Cuando están diciendo que sí saben en el fondo, muy bien, que no lo van a hacer. Te voy a buscar, dicen, y saben que no te van a ir a buscar nunca”. ¿No hacen lo mismo, cabe preguntar, los bogotanos o los habitantes de cualquier metrópoli latinoamericana? ¿El miedo al desamor no será más bien un característica de la especie que un capricho de los mexicanos? La crítica social de muchos intelectuales no resiste dos preguntas improvisadas.
Pero los intelectuales literarios no sólo yerran en sus diagnósticos; su visión del cambio social es también problemática. Rotunda. Casi desesperada. Muchos de ellos, los mismos que firman toda de suerte de cartas abiertas y comunicados, suponen, como escribió hace un tiempo el economista Albert Hirschman, que el cambio social no es incremental, sino abrupto, “un breve interludio entre dos sociedades estáticas: una, injusta y corrupta, que no admite la posibilidad de mejora, y otra, racional y armoniosa, que ya no es necesario mejorar”. En fin, cincuenta años después, conviene recordar las ideas C.P. Snow, su crítica sutil a los intelectuales literarios, a los omnipresentes profesionales de la carreta.