Loury cuenta esta historia porque quiere que sus estudiantes entiendan la importancia de la identidad racial, que sus opiniones sean tomadas como lo que son, como las ideas de un negro que no pretende, ni puede, ni quiere ser neutral. “Mi identidad racial no es irrelevante para el tema en cuestión, para el estudio de la condición social de los negros en mi país”, dice. Hace ya más de tres décadas, muchas ciudades de los Estados Unidos se segregaron espacialmente. Los blancos se fueron a los suburbios, llevándose consigo los empleos, las oportunidades y las buenas escuelas. En el centro quedaron los negros, atrapados física y socialmente. Para muchos negros, los empleos desaparecieron y las oportunidades se hicieron escasas e invisibles. La vida se convirtió en un ir y venir entre la informalidad y la ilegalidad. Las familias se fracturaron, el crimen se disparó y el tráfico de drogas se convirtió en la principal actividad económica de muchas áreas deprimidas.
La respuesta a este problema fue, en opinión de Loury, una vergüenza. La sociedad optó por lo fácil, por encerrar a quienes quedaron atrapados en los guetos. Los Estados Unidos se convirtieron en una nación de carceleros. Los reclusos suman actualmente más de dos millones de personas. Por cada blanco en la cárcel, hay ocho negros. Todo ocurrió no por la perversidad de unos pocos, no por la voluntad de un solo hombre o de un conjunto de políticos despiadados, sino por la renuencia de la mayoría a aceptar la culpa, la responsabilidad compartida en el surgimiento de enclaves que concentraron la pobreza, aniquilaron las oportunidades y estimularon las conductas criminales.
La historia es inquietante, muestra la facilidad con la cual una sociedad puede perder su orientación moral. Las identidades raciales, los temores de las clases medias, la pequeñez de la política, etc., produjeron, en una generación, un esperpento moral: una nación con millones de reclusos de la misma raza y una mayoría temerosa de carceleros involuntarios.