Virginio Rognoni es una de las figuras más importantes de la política italiana contemporánea. Ha sido ministro de Defensa, de Justicia y del Interior. Recientemente, ya con ochenta años encima, fue presidente del Consejo Superior de la Magistratura. Rognoni fue nombrado ministro del Interior después del secuestro y asesinato del ex primer ministro italiano Aldo Moro por parte de las Brigadas Rojas en 1978, el año del plomo. El asesinato de Moro, la fotografía de su cuerpo abandonado en un Renault 4 rojo en las calles de Roma, sigue siendo, para mi generación al menos, un recuerdo perdurable del poder destructor del terrorismo. Rognoni estuvo cinco años en el Ministerio del Interior y logró lo que parecía imposible: derrotar a las Brigadas Rojas, acabar con el terrorismo que amenazaba con destruir la sociedad y la economía italianas. El legado de Rognoni tiene, creo yo, una relevancia creciente en nuestra lucha contra el terrorismo.
Como escribió recientemente el escritor australiano Clive James, Rognoni confrontó una amenaza genuina y logró neutralizarla por medios razonables, siempre del lado de la ley. Los ideólogos de izquierda lo acusaron de ser más benigno con los terroristas de derecha, los de derecha, de lo contrario. Pero Rognoni siempre desestimó los argumentos de unos y otros, sus intentos por establecer una gradación moral de los terroristas. Rognoni fijó desde el comienzo los límites y los principios de su lucha. Como escribió el mismo James, en la guerra contra el terrorismo, urge definir los principios de antemano, mucho antes de que la presión de los acontecimientos comience a reforzar la idea de que la eficacia es el único principio. Rognoni creía que el Estado no debe usar todos los medios en la lucha crucial contra sus enemigos.
Rognoni marcó una diferencia clara entre sus métodos y los de los dictadores latinoamericanos que, durante los años setenta, recurrieron a la tortura y a la desaparición forzada. Nunca cedió a la tentación de suspender las libertades individuales. Lo pensó muchas veces. Pero jamás cruzó la línea, jamás les dio el gusto a los terroristas de usar la suspensión de las libertades como excusa para su barbarie. “La impresión que da —escribió Clive James— es la de un hombre para quien el terrorismo era tan repugnante, que usar el contraterrorismo para combatirlo le parecía inconcebible”.
El presidente Uribe también ha insistido en la necesidad de marcar una diferencia con los dictadores latinoamericanos de las décadas precedentes: la “seguridad democrática” está definida en oposición a la “seguridad nacional”. Pero ahora más que nunca, ahora que su éxito militar es incuestionable, es crucial definir claramente los principios y los límites de la Seguridad Democrática. No se trata, por supuesto, de pelear la guerra con la urbanidad de Carreño en los morrales (“lo invito a un duelo, señor terrorista”). Pero sí de establecer de manera explícita que la lucha contra el terrorismo, en el campo y en la oficina, debe darse dentro del marco de la ley.
Rognoni no era un moralista. Pero entendía que el terrorismo no sólo amenaza la democracia de manera directa, sino también de forma indirecta, a través de las respuestas antidemocráticas del mismo Estado. “Vengan de donde vengan sus dolencias —decía—, el terrorismo nunca cura a la democracia; la mata. La democracia se cura con democracia”. Esta frase puede sonar idealista. Pero contiene, una enseñanza fundamental en nuestra legítima batalla por derrotar el terrorismo y proteger las instituciones.