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1 marzo, 2008

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La paraguerrilla

Los medios colombianos reportaron la semana pasada el asesinato, en las afueras del municipio de Santa Rosa del Sur, Bolívar, del líder comunitario Miguel Daza. La noticia no mereció grandes titulares, ni suscitó grandes debates: la sociedad colombiana está ocupada de otras tragedias y permanece abrumada por las voces estridentes de los publicistas de la paz y de la guerra. Daza era el director de Aprocasur, una asociación campesina con aproximadamente 500 afiliados que habían emprendido conjuntamente la utopía extraña de erradicar coca y sembrar cacao clonado. En 2002, Daza lideró un movimiento de resistencia civil que rodeó por 15 días un campamento de las Farc y logró la liberación de dos secuestrados. El año pasado, durante la visita del presidente Bush, Daza fue invitado a compartir su experiencia, su tozudez, podríamos decir, con la comitiva norteamericana. “Su finca —dijo uno de sus amigos esta semana— era como una pieza que no encajaba en un rompecabezas, porque tenía cacao mientras todos sus vecinos seguían sembrando coca”.

La prensa ofreció versiones contradictorias acerca de los asesinos de Daza. Algunas versiones iniciales señalaron que Daza había muerto en un retén guerrillero. Otras, que había sido asesinado por grupos criminales surgidos de una nueva alianza entre narcotraficantes y desmovilizados. Otras más que los asesinos pertenecían a la banda de los “Mellizos” o a narcotraficantes del norte del Valle. El Alcalde de Santa Rosa del Sur dio una versión aún más inquietante. Los asesinos —dijo— pueden ser parte de “una extraña alianza entre guerrilla y paramilitares, apoyada por los carteles de la mafia que buscan controlar la región”. Colombia, cabe recordar, sigue siendo el primer productor mundial de cocaína.

La profusión de versiones contradictorias, la confusión con respecto a los asesinos de Miguel Daza, no es casual. Todo lo contrario. La confusión refleja la nueva cara de la violencia en Colombia; muestra, entre otras cosas, la irrelevancia de la distinción tradicional entre violencia guerrillera y paramilitar. Con la desmovilización de los jefes paramilitares y con el repliegue (el destierro obligado) de los jefes guerrilleros, los grupos violentos se han descentralizado, se han convertido en bandas que operan localmente, en organizaciones aisladas que tienen como únicos fines el control del territorio y la producción de droga. En este escenario, los paramilitares y la guerrilla son indistinguibles: tienen los mismos objetivos, usan las mismas tácticas, reclutan los mismos hombres y combaten o cooperan según las circunstancias del negocio.

En el sur de Bolívar, por ejemplo, la violencia es ejercida por las ‘Águilas Negras’ (un grupo conformado por antiguos miembros del Bloque Central Bolívar), por las ‘Contra Águilas’ (otro grupo de desmovilizados reclutado por narcotraficantes del norte del Valle), por cinco o seis frentes del Eln y por dos frentes de las Farc. Todos estos grupos son similares. Todos son organizaciones descentralizadas movidas por un interés económico, por el control del negocio de la droga. La superposición de estos grupos sugiere, creo yo, la irrelevancia de la distinción tradicional entre guerrilleros y paramilitares, y explica la existencia, señalada por el alcalde de Santa Rosa de Sur, de alianzas entre unos y otros.

Resulta paradójico, sin duda, que mientras la sociedad colombiana marcha contra una u otra forma de violencia, los guerrilleros y los paramilitares van en camino de convertirse en la misma cosa. En síntesis, los asesinos de Miguel Daza representan el surgimiento de una nueva forma de violencia: la para-guerrilla o la guerrilla para. El orden no importa. La lógica del negocio de la droga borra las ideologías y confunde los criminales hasta hacerlos indistinguibles.