Hace ya cuatro años murió Juan Luis Londoño. Las circunstancias de su muerte son conocidas. Pero existe un episodio desconocido que quisiera compartir con los lectores de esta columna. Por mandato constitucional, el 6 de febrero del año siguiente al año electoral, cada nuevo gobierno debe llevar al Congreso el proyecto de ley del plan de desarrollo. Para los tecnócratas del llamado equipo económico (la analogía deportiva sugiere un exceso de dinamismo) es un día de alivio. Un punto de llegada. El final de muchas noches de desvelo. De muchas jornadas de caos y confusión.
En la tarde del 6 de febrero del año 2003, recorrí, con un pequeño grupo de funcionarios pertenecientes al primer equipo económico de la primera administración Uribe, las dos cuadras que separan el edificio del Ministerio de Hacienda del edificio del Congreso, con el propósito de cumplir el ritual que manda la ley y dicta la costumbre: radicar el proyecto, estrechar las manos de los secretarios de las comisiones parlamentarias y responder las preguntas de los reporteros económicos. Gajes del oficio.Esa tarde, caminé el trayecto señalado en compañía del entonces Ministro de Hacienda, Roberto Junguito, quien lucía distraído, ausente: como desentendido del asunto. En la mitad del camino, el Ministro sacó una hoja de papel del bolsillo de su camisa, y me la entregó con una expresión de malicia. Era una carta de una línea, dirigida al Presidente Uribe, que anunciaba su renuncia irrevocable. “Ya le conté al Presidente —me dijo— y ya tengo reemplazo: Juan Luis Londoño”. Yo me quedé pasmado. Entre incrédulo y sorprendido. Pero las palabras de Junguito no dejaban lugar a dudas. Juan Luis iba a ser el nuevo Ministro de Hacienda.Después de la intempestiva confesión, seguimos caminando hasta el edificio del Congreso, radicamos el proyecto: un anticlímax que implicó varias firmas y varios sellos. Contestamos las preguntas de siempre con una diligencia aprendida. Y cuando nos disponíamos a abandonar el edificio, uno de los reporteros nos sorprendió con el anuncio de la tragedia en ciernes: “Está perdida la avioneta en la que viajaba el ministro Londoño”, dijo. El resto de la historia ya es historia: la búsqueda infructuosa de varios días, el aleve atentado contra el club El Nogal un día más tarde, y el hallazgo de los restos mortales una semana después.Por razones obvias, Roberto Junguito tuvo que aplazar su renuncia varias semanas: dimitiría cuatro meses más tarde para darle pasó a Alberto Carrasquilla, entonces viceministro de Hacienda. Las circunstancias económicas de entonces eran distintas a las actuales: “Podemos soñar con un crecimiento de 2%”, era la frase recurrente del agobiado equipo económico. Al interior del Ejecutivo, Juan Luis era visto como el reemplazo obvio para Roberto Junguito: como el insustituible sustituto de un ministro que había lidiado hábilmente con unas circunstancias externas desfavorables y unas condiciones internas lamentables. Siempre he creído que esta coincidencia hizo más triste la tragedia. Y ha hecho más amargo el recuerdo. Y más difícil el olvido.Con Juan Luis tuve algunas diferencias de fondo, pero siempre admiré su ímpetu intelectual, su voluntarismo a toda prueba, su falta de cinismo. Juan Luis era un contrapeso necesario a las profecías tristes de una disciplina de agoreros. Al exceso de realismo de muchos economistas. La muerte lo sorprendió en el mejor momento de su carrera. Quizá sea inútil especular sobre qué habría sido de este país si Juan Luis hubiera ocupado el cargo que merecía. Pero me atrevo a decir que su presencia nos habría dado, al menos, un poco de solaz y algo de esperanza en estos tiempos de odio y desigualdad.